Los techos del Potala resplandecen al sol

Los techos del Potala resplandecen al sol
El 15 de enero de 1946 emprendemos la última etapa. Saliendo de la región de Tölung, penetramos en el amplio valle del Kyitchu; y, de pronto, desde una revuelta del camino, divisamos a lo lejos los dorados techos del Potala, el palacio de invierno del Dalai Lama, el monumento más característico de Lhasa. Mi alegría es tan grande, que siento deseos de ponerme de hinojos como un peregrino más.
Desde nuestra salida de Kyirong llevamos recorrida una distancia de mil kilómetros; hemos andado durante setenta días, con sólo cinco días intercalados de descanso, habiendo cubierto una media diaria de quince kilómetros. La travesía de las mesetas del Changtang nos ha llevado por si sola mes y medio, pero la vista de los techos del Potala, que relumbran al sol, nos hace olvidar las fatigas pasadas y las enormes ampollas que tenemos en los pies. Antes de salvar los últimos kilómetros, nos detenemos al pie de un túmulo alzado por los peregrinos, para que el hombre que nos acompaña haga las oraciones de ritual. Llegados a las puertas de Chingdonka, último pueblo antes de Lhasa, nuestro acompañante se niega rotundamente a ir más lejos y abandona nuestros equipajes al borde del camino. Empleando una vieja estratagema, declaramos al bönpo local que somos la vanguardia de la escolta de un poderoso personaje extranjero cuya llegada es inminente y que, encargados de preparar en Lhasa el alojamiento de la caravana, le rogamos encarecidamente nos proporcione un asno y un conductor. El bönpo queda convencido y nos concede lo que solicitamos. Más tarde, en Lhasa, cuando contábamos este episodio durante las recepciones particulares o incluso oficiales y en presencia de los propios ministros, desencadenaban siempre la hilaridad general. Por más que los tibetanos se enorgullezcan del aislamiento de su país, saben tomarse las cosas humorísticamente, y el modo como hemos logrado burlar la vigilancia de las autoridades los llena de regocijo. ¡Lo cual demuestra que en el Tíbet, como en el resto del mundo, la ley no existe más que para ser burlada!
En las proximidades de Lhasa, continuamente nos cruzamos con caravanas que entran en la ciudad o salen de ella. Por todas partes, y en especial en los lugares estratégicos, los vendedores se han instalado con sus cestos de golosinas y panecillos de manteca, los cuales excitan nuestro apetito. Más que nunca, lamento hallarme desprovisto de dinero tibetano, y además la última rupia que poseemos está destinada a pagar al hombre que nos acompaña con su asno.
Cuanto más nos aproximamos a la capital, tanto más nos va pareciendo conforme con las descripciones que de ella se han hecho.
Frente al palacio del Dalai Lama se alza el Chagpori, la colina en cuya cima se hallan los edificios de una de las dos escuelas de medicina. Por más que el Potala y el Chagpori atraigan nuestra atención, lo que verdaderamente nos fascina es la mole del monasterio de Drebung, a siete kilómetros de la capital. Éste monasterio lamaísta, habitado por diez mil monjes, constituye una verdadera ciudad; edificado en piedra, está dominado por centenares de pequeños campaniles y agujas doradas que coronan santuarios y oratorios.
Pasamos a dos kilómetros de esa ciudad santa y durante una hora no apartamos de allí nuestros ojos, subyugados por su aspecto majestuoso y por lo imponente de su situación.
Un poco más abajo, e igualmente edificado en terrazas, se levanta el convento de Nechung, otro lugar santo del Tíbet. En el vive la reencarnación de una divinidad budista que con sus predicciones orienta el curso de la política local; el gobierno viene a consultar con frecuencia a este oráculo. Algo más lejos se extienden unas praderas bordeadas de sauces, pastos reservados a los caballos del soberano.
Una enorme muralla de piedra tallada oculta el patio de verano del Dalai Lama; durante toda una hora caminamos junto a ella.
Poco después, y fuera del recinto de la ciudad, vemos aparecer los edificios de la misión comercial inglesa, ocultos detrás de un bosquecillo de abedules. El hombre que conduce nuestro equipaje se figura que nuestra intención es dirigirnos allí, y tenemos que hacer un gran despliegue de elocuencia para sacarlo de su error. Confieso que en algunos instantes de desaliento hemos pensado en acudir a los ingleses; el deseo de sumergirnos de nuevo en un ambiente civilizado y de volver a entrar en contacto con europeos nos incita a veces a ello.
Pero, después de alguna reflexión, preferimos siempre dejar nuestra suerte en manos de los verdaderos amos del país y confiar en la hospitalidad tibetana.
Ahora que nos aproximamos a la ciudad, menos se fijan en nosotros y apenas si, de vez en cuando, algún jinete se vuelve en la silla para mirarnos. ¡Que diferencia entre los caballos del oeste del Tíbet y los que vemos ahora! Aquellos eran desmedrados; estos parecen bien alimentados y en magnífica forma y sus jinetes se distinguen por su elegante aspecto y la riqueza de su atuendo. Incluso cuando se dan cuenta de que somos europeos, esto no parece sorprenderlos gran cosa. No obstante, según nos dijeron más tarde, se habrían quedado de una pieza al saber que carecemos del indispensable salvoconducto, pues el hecho de que hubiéramos llegado hasta las mismas puertas de Lhasa implicaba que estábamos en posesión del permiso.
Si el Potala se destaca aislado sobre una eminencia, la ciudad, en cambio, queda oculta a la vista. Una puerta monumental flanqueada por dos chörten se asienta sobre la vaguada que pasa entre las dos colinas, dando acceso a la ciudad santa. De pronto nos invade un nuevo temor: ¿no es cierto que en los libros que hemos leído se habla de la presencia de guardianes armados? Pero por más que abrimos los ojos, los únicos guardianes que vemos son los mendigos que piden limosna. Mezclados a los demás viajeros, atravesamos el umbral; el hombre que nos acompaña señala un grupo de casas a la izquierda del camino que seguimos y nos explica que se trata de los primeros arrabales. Luego vienen más praderas. Ni Aufschnaiter ni yo despegamos los labios: el pensamiento de que estamos pisando el suelo de la ciudad prohibida nos impresiona.

Heinrich Harrer
Siete años en el Tíbet

No, no se trata de una de esas novelas que se perpetran después de los grandes taquillazos de Hollywood. Siete años en el Tíbet es unos cuarenta años anterior a la película homónima de Brad Pitt y recoge las peripecias del autor en torno a la cordillera del Himalaya entre 1939 y 1951. Los cuatro años que sobran (respecto al título) los pasó Harrer en un campo de prisioneros de la India, bajo custodia de soldados británicos. Al fin y al cabo, en septiembre de 1939 una expedición alemana, por muy científica que fuera, no era bien recibida en los territorios de la Commonwealth. Tras un fallido intento de huida, el autor, junto a su compañero Aufschnaiter, logró atravesar a pie las estribaciones meridionales del Himalaya, llegando a territorio tibetano.
La primera reacción de las autoridades tibetanas, celosas de su secular aislamiento, es la de denegar el asilo a los viajeros alemanes. Sin embargo, Harrer y Aufschnaiter se las arreglan para retrasar su partida durante meses, mientras tratan de abrirse paso en la intrincada burocracia del Tíbet. Finalmente, tras un penoso viaje a pie en el que soportan robos, tempestades y temperaturas de treinta grados bajo cero, los viajeros llegan a Lhasa, donde les es permitido quedarse. Allí se ganan una buena posición entre la nobleza local, gracias a su condición de ingenieros.
Al tiempo que introducen algunos de los adelantos técnicos occidentales en la hermética sociedad tibetana, son testigos de la vida cotidiana y los grandes fastos de un Estado puramente feudal, que no habría de durar mucho más. A este valor etnográfico del libro se suma la curiosa descripción de los contactos de Harrer con el Dalai Lama, entonces apenas un adolescente. A todo esto pone fin la invasión china, a finales de 1950.

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