Escribo muy poco en este cuaderno. ¿Por qué? Me doy cuenta de que todo lo que hago es criticar al Partido. Sin embargo, todavía permanezco en él. Molly también.

3 de enero de 1952.
Escribo muy poco en este cuaderno. ¿Por qué? Me doy cuenta de que todo lo que hago es criticar al Partido. Sin embargo, todavía permanezco en él. Molly también.
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Tres amigos de Michael fueron ahorcados ayer en Praga. Se pasó la noche hablándome o, mejor dicho, hablándose. Explicó, primero, por qué era imposible que aquellos hombres hubieran hecho traición al comunismo. Luego explicó, con gran sutileza política, por qué era imposible que el Partido incriminara y ahorcara a inocentes; y que aquellos tres tal vez se habían colocado, sin querer, en posiciones «objetivamente» contrarrevolucionarias. Siguió hablando, hablando y hablando hasta que yo le dije que deberíamos irnos a la cama. Durante toda la noche lloró, soñando. Yo me despertaba sobresaltada y le encontraba gimiendo, mojando con sus lágrimas la almohada. Por la mañana le he dicho que había llorado. Se ha enojado consigo mismo y ha salido a trabajar como si fuera un viejo, con la cara llena de arrugas y gris, despidiéndose de mí con gesto ausente. ¡Estaba tan alejado, tan encerrado en su desdichada autointerrogación! Mientras tanto, he colaborado participando en una petición para los Rosenberg. Imposible conseguir firmas de la gente, a excepción de los del Partido y los simpatizantes. (Aquí no es como en Francia. El ambiente ha cambiado de una manera dramática durante los dos o tres años pasados, volviéndose tenso, suspicaz y cargado de miedo. Se necesitaría muy poco para darle un empujoncito y volcarlo hacia una versión indígena de maccartismo). Me preguntaban, incluidos los miembros del Partido, y no digamos los intelectuales «respetables», por qué hacía una petición para los Rosenberg y no para los acusados de Praga. Me ha resultado imposible dar una respuesta racional, excepto la de que alguien tenía que organizar una campaña de socorro para los Rosenberg. Y he sentido repugnancia, tanto hacia mí misma como hacia la gente que se negaba a firmar en favor de los Rosenberg; he tenido la impresión de que vivo en un ambiente de asco y suspicacia. Molly, por la noche, se ha puesto a llorar inesperadamente. Estaba sentada en mi cama, charlando sobre lo que había hecho durante el día, y de pronto ha empezado a llorar. De una manera tranquila, sin poder remediarlo. Me recordó a alguien, no podía saber a quién, pero, naturalmente, era a Maryrose. Dejaba que las lágrimas le resbalaran súbitamente por la cara, en el salón de Mashopi, mientras decía:
—¡Creímos que todo iba a ser tan hermoso, y ahora sabemos que no va a serlo!
Molly lloraba de la misma manera. El suelo de mi cuarto estaba cubierto de recortes de prensa sobre los Rosenberg y sobre lo que ocurría en la Europa del Este.
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Los Rosenberg han sido electrocutados. Me he encontrado mal toda la noche. Esta mañana he despertado preguntándome: ¿por qué reacciono así con lo de los Rosenberg, y sólo me siento impotente y deprimida ante los falsos testimonios en los países comunistas? La respuesta es irónica. Me siento responsable por lo que sucede en el Oeste, pero no por lo que sucede allí, al otro lado. Y, no obstante, soy miembro del Partido. Le he dicho algo de esto a Molly y ella ha contestado, vigorosa y persuasiva (está muy ocupada organizando algo):
—De acuerdo, sí, pero ahora tengo trabajo.
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Koestler. Dijo algo que se me ha quedado clavado en el cerebro: que todo comunista que, en Occidente, ha permanecido en el Partido a partir de una fecha determinada, lo ha hecho a causa de un mito privado. Algo así. De modo que me pregunto: ¿cuál es mi mito privado? Porque, a pesar de que todas las críticas contra la Unión Soviética son ciertas, debe de haber un grupo de gente en espera de la hora propicia para alterar el proceso, para volver otra vez al socialismo de verdad. Nunca me lo había formulado con tanta claridad. Naturalmente, no hay ningún miembro del Partido al que le pueda decir esto, pero es el tipo de discusión que tengo con ex afiliados. Supongamos que todos los militantes del Partido que yo conozco tienen mitos privados igualmente incomunicables, todos distintos. Se lo he preguntado a Molly, y ha saltado:
—¿Para qué lees al cabrón de Koestler?
Esta observación se halla tan lejos de lo que es su lenguaje normal, político o no, que me ha sorprendido. He tratado de discutir con ella, pero tiene mucho trabajo. Cuando tiene que organizar algo (está trabajando para una gran exposición de arte de la Europa del Este) se extasía demasiado en ello y no le interesa ninguna otra cosa. Es como si interpretase un papel totalmente distinto. Hoy se me ha ocurrido que, cuando hablo con Molly de política, nunca sé qué persona va a responder: la mujer politizada, seca, con experiencia e irónica, o la fanática del Partido que parece, de verdad, completamente chiflada. Y yo misma poseo estas dos personalidades. Por ejemplo, me encontré a Rex, el editor, por la calle. Esto fue la semana pasada. Después de intercambiar los saludos, percibí cómo una expresión maliciosa y crítica le afloraba al rostro y sentí que iba a soltar una broma sobre el Partido. Entonces me di cuenta de que, si lo hacía, yo iba a salir en defensa del Partido. No pude soportar escucharle bromeando maliciosamente ni escucharme diciendo estupideces. De modo que inventé una excusa y me alejé. El problema es que, y de ello una no se da cuenta hasta que no ha ingresado en el Partido, pronto no se ve más que a comunistas o a personas que han sido comunistas y pueden hablar sin esa horrible malicia de los aprendices. Una se va aislando. He aquí la razón por la que saldré del Partido, claro.
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Veo que ayer escribí que iba a dejar el Partido. Me pregunto cuándo y por qué razón.

Doris Lessing
El cuaderno dorado

La obra más emblemática de Doris Lessing, testimonio clave sobre la condición femenina y magistral crónica de una generación, El cuaderno dorado relata la profunda crisis vital de Anna Wulf, escritora divorciada y militante comunista. Solo una nueva forma de mirar la realidad puede salvarla, y a tal fin Anna se lanza a escribir varios cuadernos, cada uno dedicado a una parcela de su existencia. Al no conseguir que den una imagen completa de su vida, empieza a escribir el cuaderno dorado, en el que ambiciona plasmar todos los cabos sueltos de su historia.

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