EL APLASTAMIENTO DEL INFAME
El Infame ya no es Dios, como en tiempos de Voltaire, el pobre Señor Dios, despedido definitivamente y abolido por la alianza de la ciencia y la razón modernas. El Infame, hoy, es el Arte, el Arte enemigo capaz de elevar los corazones. Un vapor, una gota de agua, decía Pascal, basta para matar a la caña que piensa. Parece que no sobra necedad en el universo para aplastar a la caña que canta y por fin ha llegado el momento de hacerlo, pues la necedad del universo está en nuestra propia casa.
Una tarde de la semana pasada, unos amigos me llevaron al Ateneo. Nunca pongo un pie en una sala de espectáculos por culpa del olor a carne humana, que desgraciadamente me asquea. Pero iba a sonar la música de Charles de Sivry, así que valía la pena un poco de extenuación.
Este Charles de Sivry es una especie de gran artista viajero que nunca se ha desplazado. Parece un príncipe de la fantasía al que le gustaría ir de incógnito y que siempre parece venir de algún lugar demasiado lejano. Un poco mago, un poco miniaturista, un poco periodista, un poco irónico y un poco virtuoso, cuando lo vi por vez primera me pareció como recién salido de la tierra y me desconcertó durante unos minutos. Yo todavía no sabía que esta mezcla de muchas cosas constituía precisamente el carácter de su arte y al poco tiempo me di cuenta de que este músico trabaja mucho para las esferas, justo como Cristóbal Colón antes de descubrir América.
¿Descubrirá él también un nuevo mundo estético, un continente de sensaciones desconocidas que sirva de consuelo a un viejo mundo harto de cantinelas? Es posible, aunque nuestros espíritus, teñidos de plata, no se presten a ello. Me espero cualquier cosa de estos hombres flacos, con bigotes de leopardo, que parecen llevar la vida como un recadero ansioso por cobrar llevaría una carta de pésame a unos burgueses afligidos. Cuando estas fieras han terminado sus encargos, regresan a la caverna iluminada donde el Ideal, sometido, hila a los pies de su Fantasía. Pero ya verán ustedes como eso produce ciudadanos felices en una sociedad que adora a los saltimbanquis.
Aquella tarde oí a una agradable muchacha que cantaba arias populares antiguas, recopiladas y orquestadas por el señor De Sivry, quien sabe muy bien que existe un París moderno con literatura de andar por casa, de cortesanas, incluso de senadores y otras muchas cosas actuales, pero se burla de ellas y se larga a otra parte, muy lejos. Estas cuatro melodías simples: Noël breton, La chanson de Renaud, La vigne y Les sabots, esas sencillas y deliciosas flores de brezo de un solo pétalo, me provocaron una especie de frescor divino. Mientras las escuchaba, el compañero transformado de Ulises que todo parisino lleva dentro vuelve a tomar forma humana por un momento, y es Circe, la abominable transformadora de cerdos, quien se convierte en una cerda inmunda.
Yo le habría dado un abrazo a este amable director de orquesta de singular fisionomía que tal vez realizaba sólo para mí el encantamiento del Sueño de una noche de verano en mitad de la absurda realidad de una noche parisina, por la felicidad que me proporcionó. Pero la experiencia me ha enseñado que no se debe abrazar a los músicos y, además, tengo demasiados asuntos sucios entre manos para permitirme poner los brazos alrededor de cualquier criatura humana.
Pero la ternura para mí no debe ser más que una distracción fugaz. Ahí debe quedarse. Después del señor De Sivry, vimos al señor Donato con sus experiencias. En ese momento, el pobre músico volvió a la nada, el armonioso Ariel se desvaneció ante la aparición de Calibán; el señor De Sivry se convirtió en el escamoteador de sus propios rayos y el señor Donato pasó a ser el artista, el único artista, el fascinador adorado por un público digno de él.
Este tal Donato está gordo, tiene una gran barriga y una cabeza que parece haber salido de ella. Es uno de esos individuos que tienen pinta de haberse pasado el día vendiendo algo, libros o tripas. Por la noche tiene pujanza. Sólo con mirarlo, puede paralizar a cualquier señor o dejarlo idiota. Cuando se le encomienda un hombre, hace lo que quiere con él: lo convierte en una tabla, en una campanilla, en una fuente, incluso en un cadáver si lo desea. Comprenderán ustedes que con tales resultados, logrados ante la mirada severa de un público cebado, cualquier artista —aunque fuera el mejor del mundo— parecerá poca cosa a su lado, si nos atrevemos a compararlo con él. Si no tuviéramos modales, vomitaríamos de buena gana sobre este inútil.
El señor Donato rehúsa representar la ciencia, él la sirve por amor, como Jacob servía a Labán con el objetivo de casarse con sus hijas dotadas convenientemente. Es el mozo de anfiteatro de la Experiencia. No quiere que sospechemos que tiene otras pretensiones. ¿Qué se puede decir de él? Lo que hace no es en realidad ni hermoso ni apetecible y a su persona le falta el destello de la seducción. Respecto a su poder magnetizador, venga de donde venga, no me interesa. Aseguran que tiene compinches y que ese bonito rebaño se mofa del público. Eso me resulta completamente indiferente. Me basta saber que este tipo de hechos son posibles y que desde hace tiempo han sido llevados a cabo por científicos que no se subían a ningún escenario. Pero mi repugnancia es invencible ante estas exhibiciones indecentes en las que la palabrería científica viene acompañada de manos trapacistas.
Tengo la creencia arcaica de que el cuerpo humano es una forma de divinidad simbólica y que debe ser respetado. No aconsejaría al señor Donato que me echara el aliento, aunque tuviera todos los dientes. Tengo también la costumbre arcaica de considerar estiércol todo aquello que carece esencialmente de belleza. Que el señor Donato realice un día una experiencia magnética que provoque el efecto de inspirar en su sujeto una palabra espiritual, un movimiento generoso o simplemente un gesto noble, y yo le lameré la planta de los pies. Hasta entonces, que se cuide mucho de alejar su persona de la mía.
No hablaría tanto de este negociante si sólo lo tuviera presente a él. No hablaría de él en absoluto ni pronunciaría su nombre, que me deja un regusto a tocino en la boca. Pero también está el público. ¡Ay, amigos míos, qué público! El público de aquí y de allá, el público tonto, vil y ordinario que no tiene más que unos ojos y un estómago, pero que carece de corazón, de cerebro e incluso de músculos para castigar a los innobles histriones que deshonran ante él la Semejanza de Dios.
Pasé una hora terrible desgarrándome el alma mientras veía a este ganado que piafaba y se partía de risa ante el espectáculo de dos o tres miserables que devoraban con gestos de simios felices las patatas crudas que el tal Donato les había dado, como si fueran deliciosas peras. Esto me provocó el efecto de una violación en público, a pleno sol, a la vista de una chusma en celo. Me dije que ahí se encontraba el sucio pueblo de esclavos que toda Europa empieza a despreciar. Ahora puede venir el poderoso mendigo, el exterminador providencial; sus pies de bestia entrarán en Francia, Primogénita de la Iglesia convertida en la ramera del mundo, como si entraran en un excremento líquido.
Sólo una voz se alzó contra esta profanación, una voz jadeante e indignada, que enseguida fue acallada por el clamor de los ilotas que no querían que se interrumpiera su ebriedad. Supe entonces que el valiente que había hablado era un joven, un poeta, un meridional ardiente y generoso. Se llama don Georges d’Esparbès. Le doy las gracias en nombre de las almas valientes y los corazones libres que todavía queden, en vísperas de la gran Chabacanería que va a alzarse, como un sol, sobre nuestro planeta.
En lo referente a este pobre Charles de Sivry, le aconsejo que regrese a las esferas más próximas. Tuvo el honor de representar el Arte, el pobre Arte que es tan apropiado para nuestra generación como un collar de perlas para alguien con bocio… y fue vencido, el infame, vencido y aplastado como una flauta por un paquidermo.
Que salga pues volando sobre su arco. ¡Ésa es la mejor escoba para un hechicero de la música cuando quiere acudir al aquelarre de los astros!
Léon Bloy
De un experto en demoliciones
Críticas para Le Chat Noir
Este libro supone la primera prueba de cómo Léon Bloy adquirió su fama como «verdugo de la literatura contemporánea». En este temprano panorama crítico, que marcó su salida a la palestra literaria parisina, y una auténtica demolición de la misma, Bloy alimenta ya la propia leyenda de crítico intolerante, panfletario, dado al vituperio y «especialista de la injuria» que diría Borges. Entre sus derribos: Hugo, Zola, Renan, Mendès, Dumas padre, Jules Vallès, Richepin, el pintor Willette, el papa León XIII (entre sus «favoritos» siempre) y una caterva de personajes hoy de segundo orden, pero entonces lo suficientemente notables como para ejercer un silencioso castigo a semejante «niño terrible». La única tabla de salvación a ese triste sino de escritor abandonado, silenciado por la crítica, será precisamente su enorme talento literario, del que este libro es un botón de muestra, y por el que hoy es considerado entre los mejores prosistas de Francia.
De un experto en demoliciones, publicado originalmente en 1884, reúne las colaboraciones de Léon Bloy en Le Chat Noir, órgano artístico y literario del famoso cabaret homónimo, el Gato Negro, símbolo del París modernista de finales del siglo XIX. Bloy, conocido ya por su catolicismo intolerante y su talante radicalmente antimoderno, era entonces capaz de convivir «en la más ecléctica de las redacciones» y en los ambientes de la vanguardia artística más radical, junto a sus colegas hydropatas, hirsutos o fumistas. De hecho, serán éstos los que se salven de la particular quema de este libro, «siempre y cuando no me toquen las narices».
El Infame ya no es Dios, como en tiempos de Voltaire, el pobre Señor Dios, despedido definitivamente y abolido por la alianza de la ciencia y la razón modernas. El Infame, hoy, es el Arte, el Arte enemigo capaz de elevar los corazones. Un vapor, una gota de agua, decía Pascal, basta para matar a la caña que piensa. Parece que no sobra necedad en el universo para aplastar a la caña que canta y por fin ha llegado el momento de hacerlo, pues la necedad del universo está en nuestra propia casa.
Una tarde de la semana pasada, unos amigos me llevaron al Ateneo. Nunca pongo un pie en una sala de espectáculos por culpa del olor a carne humana, que desgraciadamente me asquea. Pero iba a sonar la música de Charles de Sivry, así que valía la pena un poco de extenuación.
Este Charles de Sivry es una especie de gran artista viajero que nunca se ha desplazado. Parece un príncipe de la fantasía al que le gustaría ir de incógnito y que siempre parece venir de algún lugar demasiado lejano. Un poco mago, un poco miniaturista, un poco periodista, un poco irónico y un poco virtuoso, cuando lo vi por vez primera me pareció como recién salido de la tierra y me desconcertó durante unos minutos. Yo todavía no sabía que esta mezcla de muchas cosas constituía precisamente el carácter de su arte y al poco tiempo me di cuenta de que este músico trabaja mucho para las esferas, justo como Cristóbal Colón antes de descubrir América.
¿Descubrirá él también un nuevo mundo estético, un continente de sensaciones desconocidas que sirva de consuelo a un viejo mundo harto de cantinelas? Es posible, aunque nuestros espíritus, teñidos de plata, no se presten a ello. Me espero cualquier cosa de estos hombres flacos, con bigotes de leopardo, que parecen llevar la vida como un recadero ansioso por cobrar llevaría una carta de pésame a unos burgueses afligidos. Cuando estas fieras han terminado sus encargos, regresan a la caverna iluminada donde el Ideal, sometido, hila a los pies de su Fantasía. Pero ya verán ustedes como eso produce ciudadanos felices en una sociedad que adora a los saltimbanquis.
Aquella tarde oí a una agradable muchacha que cantaba arias populares antiguas, recopiladas y orquestadas por el señor De Sivry, quien sabe muy bien que existe un París moderno con literatura de andar por casa, de cortesanas, incluso de senadores y otras muchas cosas actuales, pero se burla de ellas y se larga a otra parte, muy lejos. Estas cuatro melodías simples: Noël breton, La chanson de Renaud, La vigne y Les sabots, esas sencillas y deliciosas flores de brezo de un solo pétalo, me provocaron una especie de frescor divino. Mientras las escuchaba, el compañero transformado de Ulises que todo parisino lleva dentro vuelve a tomar forma humana por un momento, y es Circe, la abominable transformadora de cerdos, quien se convierte en una cerda inmunda.
Yo le habría dado un abrazo a este amable director de orquesta de singular fisionomía que tal vez realizaba sólo para mí el encantamiento del Sueño de una noche de verano en mitad de la absurda realidad de una noche parisina, por la felicidad que me proporcionó. Pero la experiencia me ha enseñado que no se debe abrazar a los músicos y, además, tengo demasiados asuntos sucios entre manos para permitirme poner los brazos alrededor de cualquier criatura humana.
Pero la ternura para mí no debe ser más que una distracción fugaz. Ahí debe quedarse. Después del señor De Sivry, vimos al señor Donato con sus experiencias. En ese momento, el pobre músico volvió a la nada, el armonioso Ariel se desvaneció ante la aparición de Calibán; el señor De Sivry se convirtió en el escamoteador de sus propios rayos y el señor Donato pasó a ser el artista, el único artista, el fascinador adorado por un público digno de él.
Este tal Donato está gordo, tiene una gran barriga y una cabeza que parece haber salido de ella. Es uno de esos individuos que tienen pinta de haberse pasado el día vendiendo algo, libros o tripas. Por la noche tiene pujanza. Sólo con mirarlo, puede paralizar a cualquier señor o dejarlo idiota. Cuando se le encomienda un hombre, hace lo que quiere con él: lo convierte en una tabla, en una campanilla, en una fuente, incluso en un cadáver si lo desea. Comprenderán ustedes que con tales resultados, logrados ante la mirada severa de un público cebado, cualquier artista —aunque fuera el mejor del mundo— parecerá poca cosa a su lado, si nos atrevemos a compararlo con él. Si no tuviéramos modales, vomitaríamos de buena gana sobre este inútil.
El señor Donato rehúsa representar la ciencia, él la sirve por amor, como Jacob servía a Labán con el objetivo de casarse con sus hijas dotadas convenientemente. Es el mozo de anfiteatro de la Experiencia. No quiere que sospechemos que tiene otras pretensiones. ¿Qué se puede decir de él? Lo que hace no es en realidad ni hermoso ni apetecible y a su persona le falta el destello de la seducción. Respecto a su poder magnetizador, venga de donde venga, no me interesa. Aseguran que tiene compinches y que ese bonito rebaño se mofa del público. Eso me resulta completamente indiferente. Me basta saber que este tipo de hechos son posibles y que desde hace tiempo han sido llevados a cabo por científicos que no se subían a ningún escenario. Pero mi repugnancia es invencible ante estas exhibiciones indecentes en las que la palabrería científica viene acompañada de manos trapacistas.
Tengo la creencia arcaica de que el cuerpo humano es una forma de divinidad simbólica y que debe ser respetado. No aconsejaría al señor Donato que me echara el aliento, aunque tuviera todos los dientes. Tengo también la costumbre arcaica de considerar estiércol todo aquello que carece esencialmente de belleza. Que el señor Donato realice un día una experiencia magnética que provoque el efecto de inspirar en su sujeto una palabra espiritual, un movimiento generoso o simplemente un gesto noble, y yo le lameré la planta de los pies. Hasta entonces, que se cuide mucho de alejar su persona de la mía.
No hablaría tanto de este negociante si sólo lo tuviera presente a él. No hablaría de él en absoluto ni pronunciaría su nombre, que me deja un regusto a tocino en la boca. Pero también está el público. ¡Ay, amigos míos, qué público! El público de aquí y de allá, el público tonto, vil y ordinario que no tiene más que unos ojos y un estómago, pero que carece de corazón, de cerebro e incluso de músculos para castigar a los innobles histriones que deshonran ante él la Semejanza de Dios.
Pasé una hora terrible desgarrándome el alma mientras veía a este ganado que piafaba y se partía de risa ante el espectáculo de dos o tres miserables que devoraban con gestos de simios felices las patatas crudas que el tal Donato les había dado, como si fueran deliciosas peras. Esto me provocó el efecto de una violación en público, a pleno sol, a la vista de una chusma en celo. Me dije que ahí se encontraba el sucio pueblo de esclavos que toda Europa empieza a despreciar. Ahora puede venir el poderoso mendigo, el exterminador providencial; sus pies de bestia entrarán en Francia, Primogénita de la Iglesia convertida en la ramera del mundo, como si entraran en un excremento líquido.
Sólo una voz se alzó contra esta profanación, una voz jadeante e indignada, que enseguida fue acallada por el clamor de los ilotas que no querían que se interrumpiera su ebriedad. Supe entonces que el valiente que había hablado era un joven, un poeta, un meridional ardiente y generoso. Se llama don Georges d’Esparbès. Le doy las gracias en nombre de las almas valientes y los corazones libres que todavía queden, en vísperas de la gran Chabacanería que va a alzarse, como un sol, sobre nuestro planeta.
En lo referente a este pobre Charles de Sivry, le aconsejo que regrese a las esferas más próximas. Tuvo el honor de representar el Arte, el pobre Arte que es tan apropiado para nuestra generación como un collar de perlas para alguien con bocio… y fue vencido, el infame, vencido y aplastado como una flauta por un paquidermo.
Que salga pues volando sobre su arco. ¡Ésa es la mejor escoba para un hechicero de la música cuando quiere acudir al aquelarre de los astros!
19 de enero de 1884.
Léon Bloy
De un experto en demoliciones
Críticas para Le Chat Noir
Este libro supone la primera prueba de cómo Léon Bloy adquirió su fama como «verdugo de la literatura contemporánea». En este temprano panorama crítico, que marcó su salida a la palestra literaria parisina, y una auténtica demolición de la misma, Bloy alimenta ya la propia leyenda de crítico intolerante, panfletario, dado al vituperio y «especialista de la injuria» que diría Borges. Entre sus derribos: Hugo, Zola, Renan, Mendès, Dumas padre, Jules Vallès, Richepin, el pintor Willette, el papa León XIII (entre sus «favoritos» siempre) y una caterva de personajes hoy de segundo orden, pero entonces lo suficientemente notables como para ejercer un silencioso castigo a semejante «niño terrible». La única tabla de salvación a ese triste sino de escritor abandonado, silenciado por la crítica, será precisamente su enorme talento literario, del que este libro es un botón de muestra, y por el que hoy es considerado entre los mejores prosistas de Francia.
De un experto en demoliciones, publicado originalmente en 1884, reúne las colaboraciones de Léon Bloy en Le Chat Noir, órgano artístico y literario del famoso cabaret homónimo, el Gato Negro, símbolo del París modernista de finales del siglo XIX. Bloy, conocido ya por su catolicismo intolerante y su talante radicalmente antimoderno, era entonces capaz de convivir «en la más ecléctica de las redacciones» y en los ambientes de la vanguardia artística más radical, junto a sus colegas hydropatas, hirsutos o fumistas. De hecho, serán éstos los que se salven de la particular quema de este libro, «siempre y cuando no me toquen las narices».
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