En la tarde del 29 de enero —un sábado—, el gerente del hotel bajó al bar a buscar a Ilsa: alguien la esperaba en el hall. Después de un rato, un camarero me dijo: «Creo que era la policía» y subí corriendo. Estaba sentada en el hall con uno de los agentes del SIM y su cara estaba color ceniza. Me alargó un telegrama: «Poldi murió de repente el viernes. Sigue carta». Firmaba un nombre que no conocía. El agente había venido para estar seguro de que no se trataba de una clave. Ilsa explicó cuidadosamente la situación y contestó llanamente a los comentarios locuaces del agente sobre los traficantes internacionales que había en el hotel. Después bajamos al bar, ella rígida delante de mí, y nos reunimos con el padre Lobo, que estaba con nosotros. Había conocido a Poldi, le había considerado un hombre fundamentalmente bueno y grande, y sin embargo había visto que Ilsa no le pertenecía. Ahora la consolaba gentilmente.
Se pasó una noche entera sentada en la cama peleándose consigo misma. Yo no podía hacer más que acompañarla. Se creía responsable de la muerte de él, porque pensaba que su manera de vivir desde que ella le había dejado había minado su salud. Pensaba que no se había preocupado de sí mismo, precisamente porque ella se había ido de su lado y porque había intentado encontrar una finalidad en la vida distinta de sus sentimientos hacia ella. Esto fue al menos lo que me dijo, aunque no habló mucho. No era más fácil para ella el que no sintiera remordimientos, sino sólo pena de haberle herido mortalmente y de haber perdido una amistad profunda y vieja. Habían tenido buenos ratos en su vida en común. Pero ella conocía el fracaso de él, porque ella no había podido amarle, y esto le angustiaba. Era el precio que tenía que pagar.
A las tres de la mañana hubo un bombardeo. No bajamos al bar. Las bombas cayeron muy cerca. Unas pocas horas más tarde Ilsa cayó en un sueño inquieto; me levanté, me vestí y bajé al hall. Las mujeres de la limpieza no habían terminado aún y tendría que esperar para poder trabajar. Me quedé en el hall. Un inglés joven —el segundo oficial de un barco inglés que había sido hundido por bombas italianas, según me contó el gerente del hotel— se paseaba de arriba abajo y de abajo arriba como un oso en una jaula. Tenía los ojos de un animal amedrentado y la mandíbula le colgaba floja. Se paseaba en el hall en dirección opuesta a la mía y cada vez que nos cruzábamos nos mirábamos uno a otro.
Arturo Barea
La llama
La forja de un rebelde 3
La trilogía La forja de un rebelde se cierra con este volumen centrado en las vísperas y el estallido de la Guerra Civil. Este transito esta marcado en la novela por el paso de la crónica individual a la biografía colectiva de la ciudad. El Madrid de la resistencia antifascista, cantado por los poetas del mundo, el de las Brigadas Internacionales y el «no pasarán», es el gran protagonista de «La llama». Un Madrid en el que arden las iglesias y los curas ocultan su condición, Madrid de las consignas, himnos y puños en alto, de tiroteos y registros, de bombardeos y detenciones arbitrarias. Madrid agitado y siniestro, salvaje y efervescente, capital del dolor y de la gloria. Madrid asediado y enardecido. En este torbellino el protagonista, vive también sus avatares personales. Conoce a Ilsa, escritora austriaca exiliada, con la que vivirá una nueva etapa, tras divorciarse de su mujer y abandonar a su amante.
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