Al entrar, Emma se sintió envuelta por un aire cálido, mezcla de perfume de flores y de buena ropa blanca, del aroma de las viandas y del olor de las trufas.

Capítulo VIII
La mansión, de construcción moderna, al estilo italiano, con dos alas salientes y tres escalinatas, se alzaba en la parte baja de un inmenso prado cubierto de hierba donde pastaban algunas vacas, entre bosquecillos de grandes árboles espaciados mientras que macizos de arbustos, rododendros, celindas y bolas de nieve abombaban sus matas de verdor desiguales sobre la línea curva del camino enarenado.
Por debajo de un puente corría un riachuelo; a través de la bruma, se distinguían unas construcciones cubiertas de paja, esparcidas en la pradera, que terminaba en suave pendiente en dos lomas cubiertas de bosque y, por detrás, en los macizos, se alzaban, en dos líneas paralelas, las cocheras y las cuadras, restos que se conservaban del antiguo castillo demolido.
El carricoche de Carlos se paró delante de la escalinata central; aparecieron unos criados; se adelantó el marqués, y, ofreciendo el brazo a la mujer del médico, la introdujo en el vestíbulo. Estaba pavimentado de losas de mármol, era de techo muy alto, y el ruido de los pasos, junto con el de las voces, resonaba como en una iglesia. Enfrente subía una escalera recta, y a la izquierda una galería que daba al jardín conducía a la sala de billar, desde cuya puerta se oía el ruido de las bolas de marfil al chocar en carambola.
Cuando lo atravesaba para ir al salón, Emma vio alrededor de la mesa a unos hombres de aspecto grave, apoyado el mentón sobre altas corbatas, todos ellos con condecoraciones, y sonriendo en silencio al empujar el taco de billar. De la oscura madera que revestía las paredes colgaban unos grandes cuadros con marco dorado que tenían al pie unos nombres escritos en letras negras. Emma leyó: «Juan Antonio d’Andervilliers d’lberbonville, conde de la Vaubyessard y barón de la Fresnaye, muerto en la batalla de Coutras, el 20 de octubre de 1587». Y en otro: «Juan Antonio Enrique Guy d’Andervilliers de la Vaubyessard, almirante de Francia y caballero de la Orden de San Miguel, herido en el combate de la Hougue. Saint Vaast, el 29 de mayo de 1692, muerto en la Vaubyessard el 23 de enero de 1693».
Después, los siguientes apenas se distinguían porque la luz de las lámparas, proyectada sobre el tapete verde del billar, dejaba flotar una sombra en la estancia. Bruñendo los cuadros horizontales, se quebraba contra ellos en finas aristas, según las resquebrajaduras del barniz; y de todos aquellos grandes cuadros negros enmarcados en oro se destacaba, acá y allá, alguna parte más clara de la pintura, una frente pálida, dos ojos que parecían mirarte, unas pelucas que se extendían sobre el hombro empolvado de los uniformes rojos, o bien la hebilla de una jarretera en lo alto de una rolliza pantorrilla. El marqués abrió la puerta del salón; una de las damas se levantó (la marquesa en persona), fue al encuentro de Emma y le hizo sentarse a su lado en un canapé, donde empezó a hablarle amistosamente, como si la conociese desde hacía mucho tiempo.
Era una mujer de unos cuarenta años, de hermosos hombros, nariz aguileña, voz cansina, y que llevaba aquella noche sobre su pelo castaño, una sencilla mantilla de encaje que le caía por detrás en triángulo. A su lado estaba una joven rubia sentada en una silla de respaldo alto; y unos señores, que llevaban una pequeña flor en el ojal de su frac, conversaban con las señoras alrededor de la chimenea. A las siete sirvieron la cena. Los hombres, más numerosos, pasaron a la primera mesa, en el vestíbulo, y las señoras a la segunda, en el comedor, con el marqués y la marquesa. Al entrar, Emma se sintió envuelta por un aire cálido, mezcla de perfume de flores y de buena ropa blanca, del aroma de las viandas y del olor de las trufas.
Las velas de los candelabros elevaban sus llamas sobre las tapas de las fuentes de plata; los cristales tallados, cubiertos de un vaho mate, reflejaban unos rayos pálidos; a lo largo de la mesa se alineaban ramos de flores, y, en los platos de anchos bordes las servilletas, dispuestas en forma de mitra, sostenían en el hueco de sus dos pliegues cada una un panecillo ovalado. Las patas rojas de los bogavantes salían de las fuentes; grandes frutas en cestas caladas se escalinaban sobre el musgo; las codornices conservaban sus plumas, olía a buena comida; y con medias de seda, calzón corto, corbata blanca, chorreras, grave como un juez, el maestresala que pasaba entre los hombros de los invitados las fuentes con las viandas ya trinchadas, hacía saltar con un golpe de cuchara el trozo que cada uno escogía. Sobre la gran estufa de porcelana una estatua de mujer embozada hasta el mentón miraba inmóvil la sala llena de gente. Madame Bovary observó que varias damas no habían puesto los guantes en su copa[25].
Entretanto, en la cabecera de la mesa, sólo entre todas estas mujeres, inclinado sobre su plato lleno, y con la servilleta atada al cuello como un niño, un anciano comía, dejando caer de su boca gotas de salsa. Tenía los ojos enrojecidos y llevaba una pequeña coleta, atada con una cinta negra. Era el suegro del marqués, el viejo duque de Laverdière, el antiguo favorito del conde de Artón, en tiempos de las partidas de caza en Vaudreuil, en casa del marqués de Conflans, y que había sido, decían, el amante de la reina María Antonieta, entre los señores de Coigny y de Lauzun. Había llevado una vida escandalosa, llena de duelos, de apuestas, de mujeres raptadas, había derrochado su fortuna y asustado a toda su familia. Un criado, detrás de su silla, le nombraba en voz alta, al oído, los platos que él señalaba con el dedo tartamudeando; y sin cesar los ojos de Emma se volvían automáticamente a este hombre de labios colgantes, como a algo extraordinario y augusto. ¡Había vivido en la Corte y se había acostado en lechos de reinas! Sirvieron vino de champaña helado. Emma tembló en toda su piel al sentir aquel frío en su boca. Nunca había visto granadas ni comido piña. El azúcar en polvo incluso le pareció más blanco y más fino que en otros sitios.
Después, las señoras subieron a sus habitaciones a arreglarse para el baile. Emma se acicaló con la conciencia meticulosa de una actriz debutante. Se arregló el pelo, según las recomendaciones del peluquero, y se enfundó en su vestido de barés[26], extendido sobre la cama. A Carlos le apretaba el pantalón en el vientre.
—Las trabillas me van a molestar para bailar —dijo.
—¿Bailar? —replicó Emma.
—¡Sí!
—¡Pero has perdido la cabeza!, se burlarían de ti, quédate en tu sitio. Además, es más propio para un médico —añadió ella.
Carlos se calló. Se paseaba por toda la habitación esperando que Emma terminase de vestirse. La veía por detrás, en el espejo, entre dos candelabros. Sus ojos negros parecían más negros. Sus bandós, suavemente ahuecados hacia las orejas, brillaban con un destello azul; en su moño temblaba una rosa sobre un tallo móvil, con gotas de agua artificiales en la punta de sus hojas. Llevaba un vestido de azafrán pálido, adornado con ramilletes de rosas de pitiminí mezcladas con verde. Carlos fue a besarle en el hombro.
—¡Déjame! —le dijo ella—. Me arrugas el vestido.
Se oyó un ritornelo de un violín y los sonidos de una trompa. Ella bajó la escalera, conteniéndose para no correr. Habían empezado las contradanzas.
Llegaba la gente. Se empujaban. Emma se situó cerca de la puerta, en una banqueta. Terminada la contradanza, quedó libre la pista para los grupos de hombres que charlaban de pie y los servidores de librea que traían grandes bandejas. En la fila de las mujeres sentadas, los abanicos pintados se agitaban, los ramilletes de flores medio ocultaban la sonrisa de las caras, y los frascos con tapa de oro giraban en manos entreabiertas cuyos guantes blancos marcaban la forma de las uñas y apretaban la carne en la muñeca. Los adornos de encajes, los broches de diamantes, las pulseras de medallón temblaban en los corpiños, relucían en los pechos, tintineaban en los brazos desnudos. Las cabelleras, bien pegadas en las frentes y recogidas en la nuca, lucían en coronas, en racimos, o en ramilletes de miosotis, jazmín, flores de granado, espigas o acianos.
Algunas madres, con mirada ceñuda, tocadas de turbantes rojos, permanecían pacíficas en sus asientos. A Emma le palpitó un poco el corazón cuando, enlazada a su caballero por la punta de los dedos, fue a ponerse en fila, y esperó el ataque del violín para comenzar. Pero pronto desapareció la emoción; y balanceándose al ritmo de la orquesta, se deslizaba hacia delante, con ligeros movimientos del cuello.
Una sonrisa le asomaba a los labios al escuchar ciertos primores del violín, que tocaba solo, a veces, cuando se callaban los otros instrumentos; se oía el claro sonido de los luises de oro que se echaban al lado sobre los tapetes de las mesas; después, todo recomenzaba al mismo tiempo, el cornetín lanzaba un trompetazo sonoro, los pies volvían a encontrar el compás, las faldas se ahuecaban, se cogían las manos, se soltaban; los mismos ojos, que se bajaban ante la pareja de baile, volvían a fijarse en ella.
Algunos hombres, unos quince, de veinticinco a cuarenta años, que se movían entre las parejas de baile o charlaban a la entrada de las puertas, se distinguían de la muchedumbre por un aire de familia, cualesquiera que fuesen sus diferencias de edad, de atuendo o de cara. Sus trajes, mejor hechos, parecían de un paño más suave, y sus cabellos peinados en bucles hacia las sienes, abrillantados por pomadas más finas. Tenían la tez de la riqueza, esa tez blanca realzada por la palidez de las porcelanas, los reflejos del raso, el barniz de los bellos muebles, y que se mantiene lozano gracias a un régimen discreto de alimentos exquisitos. Su cuello se movía holgadamente sobre sus corbatas bajas; sus patillas largas caían sobre cuellos vueltos; se limpiaban los labios con pañuelos bordados con una gran inicial y que desprendían un perfume suave.
Los que empezaban a envejecer tenían aspecto juvenil, mientras que un aire de madurez se veía en la cara de los jóvenes. En sus miradas indiferentes flotaba el sosiego de las pasiones diariamente satisfechas; y, a través de sus maneras suaves, se manifestaba esa brutalidad particular que comunica el dominio de las cosas medio fáciles, en las que se ejercita la fuerza y se recrea la vanidad, el manejo de los caballos de raza y el trato con las mujeres perdidas. A tres pasos de Emma, un caballero de frac azul hablaba de Italia con una mujer pálida que lucía un aderezo de perlas. Ponderaban el grosor de los pilares de San Pedro, Tívoli, el Vesubio, Castellamare y los Cassines, las rosas de Génova, el Coliseo a la luz de la luna. Emma escuchaba con su otra oreja una conversación con muchas palabras que no entendía.
Rodeaban a un hombre muy joven que la semana anterior había derrotado a Miss Arabelle y a Romulus y ganado dos mil luises saltando un foso en Inglaterra. Uno se quejaba de sus jinetes, que engordaban; otro, de las erratas de imprenta que habían alterado el nombre del animal. La atmósfera del baile estaba pesada; las lámparas palidecían. La gente refluía a la sala de billar. Un criado se subió a una silla y rompió dos cristales; al ruido de los vidrios rotos, Madame Bovary volvió la cabeza y percibió en el jardín, junto a las vidrieras, unas caras de campesinos que estaban mirando. Entonces acudió a su memoria el recuerdo de Les Bertaux.
Volvió a ver la granja, la charca cenagosa, a su padre en blusa bajo los manzanos, y se vio a sí misma, como antaño, desnatando con su dedo los barreños de leche en la lechería. Pero, ante los fulgores de la hora presente, su vida pasada, tan clara hasta entonces, se desvanecía por completo, y hasta dudaba si la había vivido. Ella estaba allí: después, en torno al baile, no había más que sombra que se extendía a todo lo demás.
En aquel momento estaba tomando un helado de marrasquino, que sostenía con la mano izquierda, en una concha de plata sobredorada, y entornaba los ojos con la cucharilla entre los dientes. Una señora a su lado dejó caer su abanico. Un danzante pasaba.
—¿Me hace el favor —dijo la señora—, de recogerme el abanico, que está detrás de ese canapé?
El caballero se inclinó, y mientras hacía el movimiento de extender el brazo, Emma vio la mano de la joven que echaba en su sombrero algo de color blanco, doblado en forma de triángulo. El caballero recogió el abanico y se lo ofreció a la dama respetuosamente; ella le dio las gracias con una señal de cabeza y se puso a oler su ramillete de flores.
Después de la cena, en la que se sirvieron muchos vinos de España, del Rin, sopas de cangrejos y de leche de almendras, pudín a lo Trafalgar y toda clase de carnes frías con gelatinas alrededor que temblaban en las fuentes, los coches empezaron a marcharse unos detrás de otros. Levantando la punta de la cortina de muselina, se veía deslizarse en la sombra la luz de sus linternas. Las banquetas se vaciaban; todavía quedaban algunos jugadores; los músicos humedecían con la lengua la punta de sus dedos; Carlos estaba medio dormido, con la espalda apoyada contra una puerta. A las tres de la mañana comenzó el cotillón. Emma no sabía bailar el vals. Todo el mundo valseaba, incluso la misma señorita d’Andervilliers y la marquesa; no quedaban más que los huéspedes del palacio, una docena de personas más o menos.
Entretanto, uno de los valseadores, a quien llamaban familiarmente «vizconde», y cuyo chaleco muy abierto parecía ajustado al pecho, se acercó por segunda vez a invitar a Madame Bovary asegurándole que la llevaría y que saldría airosa. Empezaron despacio, después fueron más deprisa. Daban vueltas: todo giraba a su alrededor, las lámparas, los muebles, las maderas, el suelo, como un disco sobre su eje. Al pasar cerca de las puertas, los bajos del vestido de Emma se pegaban al pantalón del vizconde; sus piernas se entrecruzaban; él inclinaba su mirada hacia ella, ella levantaba la suya hacia él; una especie de mareo se apoderó de ella, se quedó parada. Volvieron a empezar; y, con un movimiento más rápido, el vizconde, arrastrándola, desapareció con ella hasta el fondo de la galería, donde Emma, jadeante, estuvo a punto de caerse, y un instante apoyó la cabeza sobre el pecho del vizconde, y después, sin dejar de dar vueltas, pero más despacio, él la volvió a acompañar a su sitio; ella se apoyó en la pared y se tapó los ojos con la mano.
Cuando volvió a abrirlos, en medio del salón, una dama sentada sobre un taburete tenía delante de sí a tres caballeros arrodillados. Ella escogió al vizconde, y el violín volvió a empezar. Los miraban. Pasaban y volvían, ella con el cuerpo inmóvil y el mentón bajado, y él siempre en su misma postura, arqueado el cuerpo, echado hacia atrás, el codo redondeado, los labios salientes. ¡Ésta sí que sabía valsear! Continuaron mucho tiempo y cansaron a todos los demás. Aún siguieron hablando algunos minutos, y, después de darse las buenas noches o más bien los buenos días, los huéspedes del castillo fueron a acostarse.
Carlos arrastraba los pies cogiéndose al pasamanos, las rodillas se le metían en el cuerpo. Había pasado cinco horas seguidas, de pie delante de las mesas, viendo jugar al whist[27] sin entender nada. Por eso dejó escapar suspiros de satisfacción cuando se quitó las botas. Emma se puso un chal sobre los hombros, abrió la ventana y apoyó los codos en el antepecho. La noche estaba oscura. Caían unas gotas de lluvia. Ella aspiró el viento húmedo que le refrescaba los párpados. La música del baile zumbaba todavía en su oído, y hacía esfuerzos por mantenerse despierta, a fin de prolongar la ilusión de aquella vida de lujo que pronto tendría que abandonar.
Empezó a amanecer. Emma miró detenidamente las ventanas del castillo, intentando adivinar cuáles eran las habitaciones de todos aquéllos que había visto la víspera. Hubiera querido conocer sus vidas, penetrar en ellas, confundirse con ellas. Pero temblaba de frío. Se desnudó y se arrebujó entre las sábanas, contra Carlos, que dormía.
Hubo mucha gente en el desayuno. Duró diez minutos; no se sirvió ningún licor, lo cual extrañó al médico. Después, la señorita d’Andervilliers recogió los trozos de bollo en una cestilla para llevárselos a los cisnes del estanque y se fueron a pasear al invernadero, caliente, donde unas plantas raras, erizadas de pelos, se escalonaban en pirámides bajo unos jarrones colgados, que, semejantes a nidos de serpientes, rebosantes, dejaban caer de su borde largos cordones verdes entrelazados. El invernadero de naranjos, que se encontraba al fondo, conducía por un espacio cubierto hasta las dependencias del castillo.
El marqués, para entretener a la joven, la llevó a ver las caballerizas. Por encima de los pesebres, en forma de canasta, unas placas de porcelana tenían grabado en negro el nombre de los caballos. Cada animal se agitaba en su compartimento cuando se pasaba cerca de él chasqueando la lengua. El suelo del guadarnés brillaba a la vista como el de un salón. Los arreos de coche estaban colocados en el medio sobre dos columnas giratorias, y los bocados, los látigos, los estribos, las barbadas, alineadas a todo lo largo de la pared.
Carlos, entretanto, fue a pedir a un criado que le enganchara su coche. Se lo llevaron delante de la escalinata, y una vez en él todos los paquetes, los esposos Bovary hicieron sus cumplidos al marqués y a la marquesa y salieron para Tostes. Emma, silenciosa, miraba girar las ruedas. Carlos, situado en la punta de la banqueta, conducía con los dos brazos separados, y el pequeño caballo trotaba levantando las dos patas del mismo lado entre los varales que estaban demasiado separados para él. Las riendas flojas batían sobre su grupa empapándose de sudor, y la caja atada detrás del coche golpeaba acompasadamente la carrocería.
Estaban en los altos de Thibourville, cuando de pronto los pasaron unos hombres a caballo riendo con sendos cigarros en la boca. Emma creyó reconocer al vizconde; se volvió y no percibió en el horizonte más que el movimiento de cabezas que bajaban y subían, según la desigual cadencia del trote o del galope.
Un cuarto de hora más tarde hubo que pararse para arreglar con una cuerda la correa de la retranca que se había roto. Pero Carlos, echando una última ojeada al arnés, vio algo caído entre las piernas de su caballo; y recogió una cigarrera toda bordada de seda verde y con un escudo en medio como la portezuela de una carroza.
—Hasta hay dos cigarros dentro —dijo—; serán para esta noche, después de cenar.
—¿Así que tú fumas? —le preguntó ella.
—A veces, cuando hay ocasión.
Cuando llegaron a casa la cena no estaba preparada. La señora se enfadó. Anastasia contestó insolentemente.
—¡Márchese! —dijo Emma.
—Esto es una burla, queda despedida.
De cena había sopa de cebolla, con un trozo de ternera con acederas. Carlos, sentado frente a Emma, dijo frotándose las manos con aire feliz:
—¡Qué bien se está en casa!
Se oía llorar a Anastasia. Él le tenía afecto a aquella pobre chica. En otro tiempo le había hecho compañía durante muchas noches, en los ocios de su viudedad. Era su primera paciente, su más antigua relación en el país.
—¿La has despedido de veras?
—Sí. ¿Quién me lo impide? —contestó Emma.
Después se calentaron en la cocina mientras les preparaba su habitación. Carlos se puso a fumar. Fumaba adelantando los labios, escupiendo a cada minuto, echándose atrás a cada bocanada.
—Te va a hacer daño —le dijo ella desdeñosamente.
Dejó su cigarro y corrió a beber en la bomba un vaso de agua fría.
Emma, cogiendo la petaca, la arrojó vivamente en el fondo del armario. ¡Qué largo se hizo el día siguiente! Emma se paseó por su huertecillo, yendo y viniendo por los mismos paseos, parándose ante los arriates, ante la espaldera, ante el cura de alabastro, contemplando embobada todas estas cosas de antaño que conocía tan bien. ¡Qué lejos le parecía el baile! ¿Y quién alejaba tanto la mañana de anteayer de la noche de hoy? Su viaje a la Vaubyessard había abierto una brecha en su vida como esas grandes grietas que una tormenta en una sola noche excava a veces en las montañas. Sin embargo, se resignó; colocó cuidadosamente en la cómoda su hermoso traje y hasta sus zapatos de raso, cuya suela se había vuelto amarilla al contacto con la cera resbaladiza del suelo. Su corazón era como ellos; al roce con la riqueza, se le había pegado encima algo que ya no se borraría. El recuerdo de aquel baile fue una ocupación para Emma.
Cada miércoles se decía al despertar: «¡Ah, hace ocho días… hace quince días…, hace tres semanas, yo estaba allí!». Y poco a poco, las fisonomías se fueron confundiendo en su memoria, olvidó el aire de las contradanzas, no vio con tanta claridad las libreas y los salones; algunos detalles se le borraron, pero le quedó la añoranza.

Gustave Flaubert
Madame Bovary

Considerada unánimemente una de las mejores novelas de todos los tiempos, Madame Bovary narra la oscura tragedia de Emma Bovary, mujer infelizmente casada, cuyos sueños chocan cruelmente con la realidad. Al hechizo que ejerce la figura de la protagonista hay que añadir la sabia combinación argumental de rebeldía, violencia, melodrama y sexo, «los cuatro grandes ríos», como afirmó en su día Mario Vargas Llosa, que alimentan esta historia inigualable. La publicación de esta obra en 1857 fue recibida con gran polémica y se procesó a Flaubert por atentar contra la moral. A través del personaje de Madame Bovary, el autor rompe con todas las convenciones morales y literarias de la Burguesía del siglo XIX, tal vez porque nadie antes se había atrevido a presentar un prototipo de heroína de ficción rebelde y tan poco resignada al destino. Hoy existe el término «bovarismo» para aludir aquel cambio del prototipo de la mujer idealizada que difundió el romanticismo, negándole sus derechos a la pasión. Ella actúa de acuerdo a la pasión y necesidad que siente su corazón de avanzar en la búsqueda de su felicidad, pasando por los ideales establecidos para la mujer en esa época. Rompe con el denominado encasillamiento en que la mayoría de las mujeres estaban sometidas.

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