opino que los escoceses harían bien, por su propio interés, en adoptar la pronunciación y los modismos ingleses, sobre todo si pretenden hacer fortuna en el sur de Inglaterra

Para el doctor LEWIS
Sería muy ingrato, querido Lewis, si no me sintiera dispuesto a pensar y hablar favorablemente de esta gente, entre quienes he encontrado más amabilidad, hospitalidad y diversiones racionales en unas semanas que en ningún otro país donde haya estado a lo largo de mi vida. Tal vez la gratitud suscitada por esos beneficios interfiera con la imparcialidad de mis observaciones, pues el hombre es tan proclive a dejarse influenciar por las atenciones personales como a dejarse llevar por la aversión personal. Si soy parcial, al menos mi conversión de unos prejuicios poco generosos que habían arraigado profundamente en mi carácter no carecerá del todo de mérito.
Las primeras impresiones que un inglés recibe en este país no contribuyen a eliminar sus prejuicios, porque compara todo lo que ve con los mismos artículos en su propia tierra y dicha comparación de sus características exteriores es desfavorable para Escocia, igual que lo es la apariencia del campo en lo que se refiere a sus cultivos, el aspecto de la gente y el lenguaje empleado en general en la conversación. De todos modos, no me he dejado convencer por los argumentos del señor Lismahago y opino que los escoceses harían bien, por su propio interés, en adoptar la pronunciación y los modismos ingleses, sobre todo si pretenden hacer fortuna en el sur de Inglaterra. Sé por experiencia lo mucho que se dejan influenciar por el oído los ingleses y lo fácil que es que se burlen al oír su idioma hablado con acento extranjero o provinciano. He visto a un miembro de la Cámara de los Comunes hablar con gran energía y precisión, sin lograr atraer la atención de nadie porque hacía sus observaciones en dialecto escocés, que (con todo el respeto por el señor Lismahago) sin duda otorga un aire ridículo incluso a los sentimientos más dignos y decorosos. He expuesto mi opinión al respecto a varios de los hombres más sensatos del país, observando al mismo tiempo que, si contrataran a algunos ingleses para enseñar la pronunciación de nuestra lengua vernácula, en veinte años no habría la menor diferencia entre el dialecto de los jóvenes de Edimburgo y los de Londres.
Las normas civiles de este reino y esta metrópolis se basan en modelos muy distintos a los ingleses, a excepción de ciertas instituciones concretas y a consecuencia del Acta de Unión. Su Colegio de Justicia es un tribunal de gran dignidad formado por jueces hábiles y competentes. He asistido a algunas sesiones de ese venerable tribunal y he disfrutado con los alegatos de los abogados, que no carecían ni de retórica ni de argumentación. La legislación escocesa se funda en gran medida en la ley civil y, en consecuencia, sus procedimientos difieren de los de los tribunales ingleses; pero creo que nos llevan ventaja en su forma de interrogar a los testigos, y en la constitución de sus jurados, con la que ciertamente evitan los males de los que hablé en mi última carta a propósito de las observaciones de Lismahago.
La universidad de Edimburgo tiene excelentes profesores en todas las ciencias; y la facultad de medicina, en particular, es famosa en toda Europa. Los estudiantes de esta disciplina tienen las mejores oportunidades de aprenderla a la perfección, en todas sus ramas, pues hay diferentes cursos sobre teoría y práctica de la medicina, de anatomía, química, botánica y materia médica, aparte de matemáticas y filosofía experimental, y todos los imparten hombres de talento reconocido. La ventaja de poder asistir al hospital, que es la mejor fundación benéfica de esa naturaleza que he visto nunca, contribuye a que esa parte de la educación sea aún más completa. Y, ya que hablamos de instituciones benéficas, hay varios hospitales, muy bien dotados y mantenidos con normas admirables, que resultan no solo útiles sino ornamentales para la ciudad. Entre ellos, os hablaré tan solo del hospicio general, en el que los pobres que no tienen otro medio de subsistencia pueden trabajar según sus diferentes habilidades con tan buen juicio y eficacia que casi se mantienen a sí mismos con su trabajo y no se ve un mendigo en toda la ciudad. El ejemplo de este tipo de instituciones lo dio Glasgow hace unos treinta años. Incluso en la iglesia de Escocia, a la que tanto se le ha reprochado su fanatismo y su fervor, abundan los pastores celebrados por su erudición y respetados por su moderación. He oído sus sermones con tanta sorpresa como placer. El buen pueblo de Edimburgo ya no cree que el polvo y las telarañas sean esenciales en la casa del Señor. Algunas iglesias han admitido adornos que habrían animado a la sedición, incluso en Inglaterra, hace menos de un siglo, y un profesor de la catedral de Durham practica y enseña la salmodia. Dentro de pocos años, no me sorprendería oírla acompañada de música de órgano.
En Edimburgo el genio está constantemente en ebullición. He tenido la buena fortuna de conocer a muchos autores de primer orden, pues eso es lo que son los dos Humes, Robertson, Smith, Wallace, Blair, Ferguson, Wilkie y compañía, y su conversación me ha parecido tan agradable como instructivos y entretenidos son sus escritos. Todos estos encuentros se los debo a la amistad del doctor Carlyle, a quien solo le falta la inclinación a aparecer con los demás en letra impresa. La alcaldía de Edimburgo se renueva cada año por elección, y parece estar muy adaptada a su cargo, tanto en lo tocante a su distinción como a su autoridad. El lord provost se corresponde en dignidad al lord mayor de Londres; y los cuatro bailíos equivalen al rango de concejal. Hay un decano del gremio, que se ocupa de los asuntos mercantiles, un tesorero y un escribano municipal. El consejo está formado por diáconos que se renuevan uno por año de forma rotativa, como representantes de cada uno de los gremios de artífices y artesanos. Aunque esta ciudad, debido a su peculiar ubicación, no puede ser ni muy cómoda ni muy limpia, tiene una majestuosidad que inspira respeto. El castillo es un ejemplo de lo sublime tanto por el lugar que ocupa como por su arquitectura. Sus fortificaciones se conservan en buen estado y hay una guarnición de soldados que se releva cada año, aunque hoy sería incapaz de soportar un asedio con las técnicas de la guerra moderna. La colina del castillo, que se extiende desde la puerta exterior hasta el extremo de la calle Mayor, se emplea como paseo público para los ciudadanos y desde ella se domina una vista tan amplia como deleitosa de todo el condado de Fife al otro lado del estuario y a lo largo de toda la costa que está tachonada de una sucesión de ciudades, que parecen indicio de una intensa actividad comercial, aunque, si hemos de decir la verdad, dichas ciudades llevan en decadencia desde la unión, que privó en gran parte a los escoceses de su comercio con Francia. El palacio de Holyrood es una joya arquitectónica, incrustada en una hondonada donde casi no se ve, ubicación que ciertamente no escogió el ingenioso arquitecto, quien sin duda tuvo que ceñirse al lugar donde estaba el antiguo palacio, que antes fue un convento. Edimburgo se extiende mucho por el lado sur, donde hay varias placitas elegantes construidas al estilo inglés, y los ciudadanos han proyectado otras mejoras en el norte, que, cuando se lleven a cabo, contribuirán mucho a la belleza y comodidad de la ciudad.
El puerto marítimo está en Leith, un pueblo floreciente, a poco más de un kilómetro y medio de la ciudad, en cuya dársena he visto más de cien barcos atracados unos junto a otros. Debéis saber que tuve la curiosidad de cruzar el estuario en un barco de pasajeros y pasé dos días en Fife, donde crece muy bien el trigo y donde hay numerosas mansiones elegantes y muy bien amuebladas. En todos los sitios de Escocia donde he estado hay un número increíble de casas nobles. Dalkeith, Pinkie, Yester y la mansión de lord Hopton, todas a seis u ocho kilómetros de Edimburgo, son palacios principescos en los que cualquier soberano podría vivir a sus anchas. Supongo que los escoceses aprecian esos monumentos a su grandeza. Si se me permite mezclar la censura con mis observaciones sobre un pueblo al que venero, debo observar que su punto débil parece ser la vanidad. Temo que incluso su hospitalidad no esté del todo libre de ostentación. Me parece haber notado que se toman muchas molestias para exhibir sus manteles, que ciertamente tienen en abundancia, sus muebles, sus platos y su variedad de vinos, con los que hay que reconocer que son no solo generosos sino pródigos. Un ciudadano de Edimburgo, no contento con rivalizar con un ciudadano de Londres diez veces más rico que él, se ve obligado a superarlo en sus gastos y en la elegancia de sus recepciones.
Aunque las villas de la nobleza y los terratenientes locales tienen un aire majestuoso e imponente, creo que sus parques y jardines no resisten la comparación con los de Inglaterra; una circunstancia tanto más curiosa si se tiene en cuenta que, según me contó el ingenioso Philip Miller, de Chelsea, casi todos los jardineros del sur de Inglaterra son nativos de Escocia. El verdor de este país no es comparable al de Inglaterra. Los lugares de esparcimiento, en mi opinión, no están tan bien dispuestos de acuerdo con el genius loci, igual que los paseos, los senderos y los setos no están tan cuidados y ordenados. Los árboles se plantan en severas hileras que no producen un efecto tan natural como cuando están dispersos en grupos irregulares con claros entre sí; y los abetos, que se alzan en torno a sus casas, parecen sombríos y fúnebres en la estación estival. Debo reconocer, no obstante, que proporcionan una madera muy buena y protección contra el viento del norte, que crecen y prosperan en el suelo más estéril y que continuamente exhalan un fino perfume a resina que debe de hacer que el aire sea muy saludable para los pulmones delicados.
Tabby y yo nos llevamos un buen susto al regresar de la costa de Fife. Ella temió ahogarse, y yo resfriarme después de haberme empapado de agua marina; pero, por suerte, tanto mis temores como los suyos resultaron ser infundados. Ahora goza de un perfecto estado de salud y ojalá pudiera decir lo mismo de Liddy. Algo le pasa a esa pobre niña, está pálida, ha perdido el apetito y su ánimo desfallece. Parece triste y melancólica y a menudo la encuentro llorando. Su hermano sospecha que está inquieta por culpa de Wilson y jura venganza contra el aventurero. Por lo visto, le afectó mucho en el baile la súbita aparición de un tal señor Gordon, que se parece mucho al tal Wilson; pero yo sospecho más bien que debió de coger frío después de acalorarse bailando. He consultado al doctor Gregory, un eminente médico de carácter muy amable, que recomienda el aire de las Tierras Altas y el uso de suero de leche de cabra, que sin duda no puede sentarle mal a una paciente nacida y criada en las montañas galesas. La opinión del doctor no puede resultarme más agradable, pues encontraremos esos remedios en el mismo lugar que yo había escogido como último destino de nuestra expedición. Me refiero a la frontera de Argyle.
El señor Smollett, uno de los jueces del tribunal de sesiones, ha insistido amablemente en que nos alojemos en su casa de campo a orillas del loch Lomond, a unos veinte kilómetros de Glasgow. Dentro de dos días partiremos hacia esa ciudad y pasaremos de camino por Stirling, bien provistos de recomendaciones de nuestros amigos de Edimburgo, a quienes Dios sabe que me pesa mucho dejar. Estoy tan lejos de pensar que la vida aquí es desagradable, que, si tuviese que vivir en la ciudad, Edimburgo se convertiría sin duda en el cuartel general de
vuestro fiel amigo
Edr., 8 de agosto    
Matt. Bramble

Tobias Smollett
La expedición de Humphry Clinker
Penguin Clásicos


Matthew Bramble, misántropo enfermo de gota, viaja por Gran Bretaña en compañía de sus sobrinos, su hermana solterona y Humphry Clinker, su fiel criado. Bramble ve el mundo como un lugar lleno de ruido y degeneración, poblado por borrachos, vagos y delincuentes. La expedición de Humphry Clinker, construida a través de las cartas a seis personajes distintos, constituye una visión divertidísima y grotesca del reinado de Jorge III, el rey loco, además de una maravillosa lección narrativa.
A caballo entre la novela picaresca, el bildungsroman y el libro de viajes, La expedición de Humphry Clinker es la culminación y casi el testamento literario de Smollett, pues fue publicada en el año de su muerte. De la importancia de esta obra, cuya traducción firma aquí Miguel Temprano García, da cuenta en esta edición la introducción de Jeremy Lewis, miembro de la Royal Society of Literature.


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