El 4 de agosto, ya reparada la galeota y bastante leña y agua embarcadas como para satisfacer a don Álvaro —aunque el piloto principal exigía más—, se les comunicó a los altos oficiales que al día siguiente se levaría anclas; pero esto debía mantenerse secreto ante sus hombres hasta último momento. No obstante, la noticia se filtró y las tropas se lanzaron frenéticas a sus placeres finales, sin retroceder ante la violación, la sodomía y otras atrocidades, hasta que fueron convocados y confinados a bordo. Al amanecer una partida fue enviada a la cima de la colina de tres picos, para erigir allí tres cruces de madera que fueran visibles desde el mar. Debían grabar otra cruz en la corteza tierna de un árbol, junto con el año, el día y el nombre de nuestros cuatro barcos; pero don Lorenzo, a quien se le había encomendado la tarea, omitió al Santa Ysabel de la inscripción por causa del odio que experimentaba hacia el almirante.
Al regresar, un tal Miguel Cierva, colonizador soltero que había perdido en el juego todo lo que poseía y estaba profundamente empeñado por una profusa emisión de pagarés, se separó subrepticiamente de la partida y nunca más se lo volvió a ver. Era herrero de oficio y hombre de cierta piedad. Su deserción parece haber sido impremeditada —porque sólo llevaba consigo su arcabuz, pólvora y una bala—, súbito acto de desesperación del que se arrepentiría noche y día a partir del momento en que se encontrara solo. A menudo me he preguntado qué habrá sido de él después de nuestra partida: si los nativos tomarían en él venganza por nuestras injurias; y en el caso de que no lo hubieran dañado, si encontraría metal para ejercer su oficio; y qué les enseñaría a los nativos; y, sobre todo, cómo se las compondría para vivir sin el consuelo de la religión.
No bien la partida de don Lorenzo estuvo de regreso, nos hicimos en seguida a la mar. Los aldeanos estaban alineados en las playas mirándonos en silencio, sin saber si no tendríamos intención de volver, porque nada les habíamos comunicado al respecto. Yo me sentía profundamente avergonzado por todo lo que se había hecho y por lo que se había dejado de hacer, y esa noche volqué el amargo contenido de mi corazón ante el piloto principal.
—Sí —me dijo él—, si fuera español también yo me avergonzaría, como en las Indias Orientales me avergoncé de ser portugués. En los años por venir, cuando otros barcos lleguen a estas islas, les será imposible contar con una bienvenida amistosa, y el mensaje del amor de Dios que podría haberse comunicado a oídos dispuestos, será rechazado con desprecio y odio. Que los doctores en teología decidan quién es mayor pecador: el que permite el crimen, el que lo comete o el que le da la espalda cuando está en su poder prevenirlo. Pero de una cosa estoy seguro: que para los cuellos de los que han pecado contra estos inocentes hay preparada una muela que los hundirá hasta el fondo insondable del abismo.
Según yo lo creo, si el general hubiera tenido firme control de las tropas desde un principio, no habría habido necesidad de derramar sangre y podríamos haber hecho un noble uso de nuestra estadía, tanto en relación con nuestros intereses, como en relación con los de Dios. Pero don Álvaro cerró los ojos y se tapó los oídos ante el asesinato, y el vicario sostenía que como reanudaríamos el viaje no bien la galeota estuviera reparada, no debía emprender la conversión de los isleños en absoluto. De acuerdo con su experiencia en el interior del Perú, declaraba, impartir los rudimentos de la doctrina cristiana a los indios salvajes y seguir luego de largo, era mucho peor que dejarlos librados a la ignorancia: pues mezclaban la verdadera fe con sus propias creencias fomentando así nuevas herejías blasfemas y, al no tener sacerdote a quien recurrir, se extraviaban como ovejas sin pastor. No pretendo contradecir al padre Juan, que era hombre de muchos conocimientos además de muy piadoso; pero lamento que gentes tan bondadosas quedaran libradas a la ligera a su error.
Robert Graves
Las islas de la imprudencia
Graves se centra en esta ocasión en la expedición encabezada por Álvaro de Mendaña (cuyo propósito era descubrir Australia y colonizar las islas de los Mares del Sur) y en el hallazgo de las islas Marquesas y las Salomón. Al margen de la pugna entre la armada británica y la española, uno de los temas mejor reflejados en la novela es la audacia y valentía de los hombres de mar de la época, y lo que singulariza esta expedición es que, a la muerte de Mendaña, quien se hizo cargo de la expedición fue una mujer extraordinaria que apenas ha dejado huella en la historia, Ysabel de Barreto. De nuevo, Graves ha recuperado un episodio oculto de la historia que sobre todo deleitará al lector español.
Al regresar, un tal Miguel Cierva, colonizador soltero que había perdido en el juego todo lo que poseía y estaba profundamente empeñado por una profusa emisión de pagarés, se separó subrepticiamente de la partida y nunca más se lo volvió a ver. Era herrero de oficio y hombre de cierta piedad. Su deserción parece haber sido impremeditada —porque sólo llevaba consigo su arcabuz, pólvora y una bala—, súbito acto de desesperación del que se arrepentiría noche y día a partir del momento en que se encontrara solo. A menudo me he preguntado qué habrá sido de él después de nuestra partida: si los nativos tomarían en él venganza por nuestras injurias; y en el caso de que no lo hubieran dañado, si encontraría metal para ejercer su oficio; y qué les enseñaría a los nativos; y, sobre todo, cómo se las compondría para vivir sin el consuelo de la religión.
No bien la partida de don Lorenzo estuvo de regreso, nos hicimos en seguida a la mar. Los aldeanos estaban alineados en las playas mirándonos en silencio, sin saber si no tendríamos intención de volver, porque nada les habíamos comunicado al respecto. Yo me sentía profundamente avergonzado por todo lo que se había hecho y por lo que se había dejado de hacer, y esa noche volqué el amargo contenido de mi corazón ante el piloto principal.
—Sí —me dijo él—, si fuera español también yo me avergonzaría, como en las Indias Orientales me avergoncé de ser portugués. En los años por venir, cuando otros barcos lleguen a estas islas, les será imposible contar con una bienvenida amistosa, y el mensaje del amor de Dios que podría haberse comunicado a oídos dispuestos, será rechazado con desprecio y odio. Que los doctores en teología decidan quién es mayor pecador: el que permite el crimen, el que lo comete o el que le da la espalda cuando está en su poder prevenirlo. Pero de una cosa estoy seguro: que para los cuellos de los que han pecado contra estos inocentes hay preparada una muela que los hundirá hasta el fondo insondable del abismo.
Según yo lo creo, si el general hubiera tenido firme control de las tropas desde un principio, no habría habido necesidad de derramar sangre y podríamos haber hecho un noble uso de nuestra estadía, tanto en relación con nuestros intereses, como en relación con los de Dios. Pero don Álvaro cerró los ojos y se tapó los oídos ante el asesinato, y el vicario sostenía que como reanudaríamos el viaje no bien la galeota estuviera reparada, no debía emprender la conversión de los isleños en absoluto. De acuerdo con su experiencia en el interior del Perú, declaraba, impartir los rudimentos de la doctrina cristiana a los indios salvajes y seguir luego de largo, era mucho peor que dejarlos librados a la ignorancia: pues mezclaban la verdadera fe con sus propias creencias fomentando así nuevas herejías blasfemas y, al no tener sacerdote a quien recurrir, se extraviaban como ovejas sin pastor. No pretendo contradecir al padre Juan, que era hombre de muchos conocimientos además de muy piadoso; pero lamento que gentes tan bondadosas quedaran libradas a la ligera a su error.
Robert Graves
Las islas de la imprudencia
Graves se centra en esta ocasión en la expedición encabezada por Álvaro de Mendaña (cuyo propósito era descubrir Australia y colonizar las islas de los Mares del Sur) y en el hallazgo de las islas Marquesas y las Salomón. Al margen de la pugna entre la armada británica y la española, uno de los temas mejor reflejados en la novela es la audacia y valentía de los hombres de mar de la época, y lo que singulariza esta expedición es que, a la muerte de Mendaña, quien se hizo cargo de la expedición fue una mujer extraordinaria que apenas ha dejado huella en la historia, Ysabel de Barreto. De nuevo, Graves ha recuperado un episodio oculto de la historia que sobre todo deleitará al lector español.
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