Paseamos a la ventura, y luego nos sentamos en un banco al borde del agua

Madame Récamier había llegado desde hacía dos días para hacer una visita a la reina de Holanda. Yo esperaba a madame de Chateaubriand, que venía a reunirse conmigo en Lucerna. Me proponía estudiar si no sería preferible establecerse primero en Suavia, sin perjuicio de ir luego a Italia.
En la deteriorada ciudad de Constanza, nuestro hotel era muy alegre; se estaban haciendo los preparativos de un banquete de bodas. Al día siguiente de mi llegada, madame Récamier quiso ponerse al abrigo de la alegría de nuestros anfitriones; tomamos una barca en el lago, y, atravesando la extensión de agua de la que nace el Rin para convertirse en río, atracamos en la orilla de un parque.
Tras tomar tierra, cruzamos una hilera de sauces, al otro lado de la cual encontramos una alameda arenosa que discurría entre bosquecillos de arbustos, grupos de árboles y alfombras de césped. Se alzaba un pabellón en medio de los jardines, y había una elegante villa que linda con un oquedal. Observé en la hierba unos cólquicos, siempre melancólicos para mí, debido a las reminiscencias de mis diversos y numerosos otoños. Paseamos a la ventura, y luego nos sentamos en un banco al borde del agua. Del pabellón de los boscajes surgieron unas armonías de arpa y de corno que dejaron de oírse cuando, encantados y sorprendidos, comenzábamos a escucharlos: era una escena de cuento de hadas. Al no reiniciarse las armonías, le leí a madame Récamier mi descripción del San Gotardo; ella me rogó que escribiera algo en su cuaderno de notas, ya a medio llenar con los detalles de la muerte de J. J. Rousseau. Debajo de estas últimas palabras del autor de Eloísa: «Mujer mía, abrid la ventana, que vea aún el sol», pergeñé estas palabras a lápiz: Lo que quería en el lago de Lucerna lo he encontrado en el lago de Constanza, el encanto y la inteligencia de la belleza. No quiero morir como Rousseau; quiero seguir viendo aún largo tiempo el sol, si es que debo acabar mi vida cerca de usted. Que mis días expiren a sus pies, como esas olas cuyo murmullo le agrada —28 de agosto de 1832.
El azul del lago centelleaba débilmente detrás del follaje: en el horizonte de mediodía se arracimaban las cumbres de los Alpes de los Grisones; una brisa que pasaba una y otra vez a través de los sauces seguía el vaivén de las olas: no veíamos a nadie; no sabíamos dónde estábamos.

François-René de Chateaubriand
Memorias de ultratumba


Epopeya extraordinaria de unos tiempos convulsos que François de Chateaubriand vivió como testigo y protagonista, las “Memorias de ultratumba” son un documento literario atemporal. Melancólico y desengañado, aristócrata que presenció la Revolución Francesa, que viajó a la joven República americana y conoció el esplendor y la falsía del Imperio napoleónico, así como la Restauración, Chateaubriand fue un hombre polifacético, hábil y vehemente, cuyas “Memorias” —«un templo de la muerte erigido a la luz de mis recuerdos»— nacieron como confrontación personal con la Historia, como revancha contra el tiempo. Un escritor maravilloso y de culto capaz de construir, como el profesor Fumaroli dice en el prólogo redactado para esta edición, «una reflexión profunda, de una actualidad sobrecogedora y de un alcance universal, sobre la era democrática inaugurada por la Revolución Americana y por la Revolución Francesa, sobre las grandes esperanzas que ella hizo nacer, sobre los peligros que llevaba en germen, y sobre las pruebas insólitas a las que exponía, en su expansión mundial, la libertad y la humanidad misma del hombre.»

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