El 2 de agosto era la movilización general, y el 4, la Guerra

Eran periodistas, gacetilleros, publicistas, columnistas, directores de periódicos que jamás se veían en puestos ni quioscos, reporteros, «échotiers», gente de levita, gente de trajes raídos, gente de sombrero hongo, gente de gorra, hombres de estoque en bastón, monóculo manchado de yema de huevo —supuestos especialistas en política extranjera que, de América, sólo conocían el cóndor de los Hijos del Capitán Grant, el último mohicano, La Perichole, y El Choclo, tango argentino que era el furor del día…—, quienes venían, a todas horas, «en busca de informaciones»… vagamente amenazantes, afirmando que se seguían recibiendo tremendas noticias de allá, que se sabía de una persecución desatada contra estudiantes y periodistas, de la amenaza que pesaba sobre muchos intereses europeos, y, sobre todo, sobre todo, del raro, rarísimo suicidio de Monsieur Garcin —antiguo cayenero, de acuerdo, pero francés al fin— cuyo cuerpo había sido hallado, hacía poco, colgado de una excavadora inservible, a unos kilómetros de Nueva Córdoba. Detrás de Le Petit Journal, cuya venta sufría una gran merma en esos días, se presentaba L’Excelsior, recordando insidiosamente que en sus páginas los documentos gráficos aparecían con excepcional claridad; detrás de Le Cri de Paris aparecía La Libre Parole, y, de mayores a menores, de diarios de chantaje a revistas de escándalo, llegábase a las hojas de provincia —Bajos Pirineos, Alpes Marítimos, ecos del Norte, faros de Armórica, libelos marselleses…— en un cotidiano desfile de pérfidos sablistas, a quienes había que acallar en lenguaje de guarismos, con magnífica asistencia de la Momia. Ahí la tenían, fotografiada en todos sus ángulos; ahí tenían al Abuelo de América que, según fuese la fantasía del redactor, cargaba con una edad de dos mil, tres mil, cuatro mil años —la pieza más antigua del Continente, cuya presencia hacía retroceder vertiginosamente los comienzos de su Historia. Elogios de nuestras instituciones científicas; elogios del Primer Magistrado, autor del sensacional hallazgo; agradecimiento por haber hecho tan valioso obsequio a un museo de París. Pero la Momia no llegaba. Embarcada en un carguero sueco para ser bajada en Cherburgo, había ido a dar, por error, al puerto de Gotemburgo, a donde iba a buscarla, ahora, el Cholo Mendoza… Y, mientras tanto, siempre insaciados, siempre amenazantes, los reporteros seguían acudiendo a la Rue de Tilsitt «en busca de noticias». —«No puedo más; no puedo más» —había gritado el Primer Magistrado, después de recibir la visita de una redactora de Lisezmoi Bleu—: «¡Estos cabrones me van a dejar sin una locha, sin un fierro, sin una puya! ¡Que digan lo que quieran, pero no les doy un céntimo más!». Pero seguía dando y dando, aunque la Momia, de tanto haber sido mostrada en foto, descrita, comparada con otras momias —las del Louvre, las del British Museum…— no daba ya materia para nuevos artículos. Buscando nuevos temas, estudiaba Peralta los casos de apariciones de la Virgen en el mundo, para relacionarlos con nuestro culto a la Divina Pastora —tema este que podía interesar a los lectores de publicaciones católicas… Y en ese desconcierto se estaba cuando sonó el pistoletazo de Sarajevo, seguido de los disparos que, en el Café du Croissant, mataron a Jaurès. —«¡Gracias a Dios que por fin ocurre algo en este puñetero continente!» —dijo el Primer Magistrado. El 2 de agosto era la movilización general, y el 4, la Guerra… —«Que no entre un periodista más en esta casa» —dijo el Presidente a Sylvestre. —«Ahora podremos descansar» —dijo el Doctor Peralta… Y aquella noche volvió el Primer Magistrado a sus recorridos de antes. Fue, con su secretario, al BoisCharbons de Monsieur Musard, al 25 de la Rue SainteApolline —Aux glaces—, a la casa de las colegialas inglesas y las hermanitas de San Vicente de Paul. En todas partes se hablaba de lo mismo. Unos decían que la guerra sería breve y que pronto llegarían los ejércitos franceses a Berlín. Otros decían que sería una guerra larga, dolorosa, tremenda. —«¡Macanas!» —decía el Presidente—: «La última guerra, por haber sido la última guerra clásica, fue la Franco-Prusiana del 70.» Un eminente economista inglés había demostrado recientemente («y pueden conseguir su libro en la Edición Nelson …») que ninguna nación civilizada estaba en condiciones de soportar los costos de una contienda prolongada. Las armas modernas eran demasiado caras; no había país que pudiese hacer frente a los gastos de mantenimiento de ejércitos que ahora sumarían millones de hombres. Además, lo decía el Estado Mayor Francés: «Tres meses, tres batallas, tres victorias»… En eso llegó Ofelia de Salzburgo, vía Suiza, embarazada del Papageno de La flauta mágica. La habían clavado así, tontamente, una noche en que, por mucho beber, se había olvidado de usar el diafragma que siempre llevaba en la cartera para casos imprevistos —así, tontamente, estúpidamente, agarrada a la centauresa, en una casita rodeada de pinos del Kapuzinnersberg. Venía furiosa; furiosa por tener que ir a largar eso a otra parte, ya que los estúpidos médicos de acá, por más que se les pagara, se negaban a hacer ese tipo de intervención; furiosa por lo de Le Matin, que había tenido resonancia en periódicos de Alemania y de Austria, con una caricatura en el Simplississimus de Munich, donde el Primer Magistrado había sido representado, con ancho sombrero a la mexicana, canana terciada, panza de millonario y habano en el colmillo, disparando sobre una campesina arrodillada: Ultima Ratio Regum, rezaba la leyenda… «¡Como siempre, te measte fuera del perol!» —gritaba la Infanta—: «¡Levita de macaco no oculta el rabo! ¡Si mataste a tantos, también pudiste tronar al fotógrafo!». —«¡Ya se lo cargaron!». —«¡Valiente cosa! ¡Cuando la cosa no tenía remedio! ¡Menos mal que balacearon al Archiduque ese! ¡Tal vez con lo de ahora se olvidarán de tus imbecilidades! Porque todo el mundo nos vuelve las espaldas. Estamos hundidos. Metidos en la mierda hasta aquí» (esto, llevándose un dedo a la frente)… El Primer Magistrado sacó su brazo derecho del cabestrillo de seda. Le volvía el movimiento; ya la articulación del codo no lo hacía sufrir. Casi podía palpar nuevamente la culata de su pistola… Dejando a Ofelia en sus gritos y pataleos (debía haberse tomado unos wiskies de más en el coche-comedor del tren), salió a comer con el Doctor Peralta a un sótano próximo a la Gare Saint-Lazare donde, en tabla acompañada de jarros de vino, podían probarse ochenta variedades de quesos —entre ellos uno, de cabra, veteado de yerbas aromáticas, cuyo recio sabor le recordaba el de las cuajadas de páramos andinos.

Alejo Carpentier
El recurso del método


El recurso del método es una obra compleja, escrita en un lenguaje suntuoso, montada sobre un monólogo, que en su momento tuvo una acogida muy entusiasta por parte del público y la crítica, como lo demuestran sus numerosas ediciones, que ya pasan de treinta sin contar los idiomas extranjeros. La mayoría de los críticos reconoció que era un logro apreciable, una novela histórica y política entre cuyas virtudes estaban la paródica autenticidad del mundo narrado, la actualidad de su propuesta y su nivel de experimentación formal. El título de la novela hace alusión al pensamiento cartesiano. Esta es una de las obras cumbres del subgénero narrativo que podría denominarse «novela de dictador», suma o amalgama de varios dictadores de América Latina, como el cubano Machado, el guatemalteco Estrada Cabrera, el mexicano Porfirio Díaz o el venezolano Guzmán Blanco, el personaje central de la trama es soez y aparentemente ilustrado, corrupto, incapaz y de bajísimo vuelo histórico, es una de las creaciones más memorables del autor y un emblema perfecto de una figura histórica que aún hoy hace sentir su peso en Latinoamérica.

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