Corren rumores terribles sobre las interminables colas que se forman a la entrada, pero tengo suerte.

A la mañana siguiente me presento temprano. Corren rumores terribles sobre las interminables colas que se forman a la entrada, pero tengo suerte. Tal como me sucedió el año anterior en las grandes exposiciones sobre los Médicis, también aquí me veo asediado por masas de escolares demasiado pequeños. Hay que ser un verdadero optimista de la educación para pensar que con este tipo de visitas se despertará la pasión por la Antigüedad clásica en el alma de esos cientos de criaturas de ocho años. Al cabo de media hora, una voz serena de hombre mayor dice a mis espaldas: All children beneath twenty-one ought to be executed (Habría que ejecutar a todos los niños menores de veintiún años). Los profesores, nerviosos, intentan a la desesperada imponer orden entre esos futuros fascistas, brigadistas rojos y decentes ciudadanos, pero en vano. La cruzada de criaturas avanza. Se arrojan al suelo los unos a los otros tirándose de los pelos, se introducen los duros dedos infantiles en ojos, orejas y otros orificios, se pinchan, vociferan y parlotean como en un parlamento liliputiense, al tiempo que arrastran consigo a un par de personas adultas como si fueran los restos de un naufragio. Una vez en el interior del museo, las criaturas son divididas en cohortes y a cada cohorte se le habla por separado, aunque con una diferencia de tiempo mínima. El resultado es una polifonía tipo Frère Jacques de información cultural. En fin. Los tiempos del Grand Tour y de la Contemplación en Silencio han llegado a su fin. El ciudadano que hoy en día desee ver algo en un museo no tiene más remedio que acorazarse contra sus prójimos armado de un odio brutal e intentar aislarse valiéndose de sus últimas reservas de concentración. De lo contrario, también él sufrirá las consecuencias de esa difusión del conocimiento: es decir, un menor conocimiento.
El 16 de agosto de 1972, un solitario buceador avanza por las transparentes cortinas del mar Jónico agitadas por el viento nello Ionio, di fronte a Riace Marina, su un fondo di circa otto metri, trecenti metri della riva. Aquél debió de ser un instante extático para ese hombre que, buceando en el gran silencio por entre los mudos pobladores del mar, sostenido por el elemento en el que se mueve, de repente ve surgir ante sí a esas dos grandes figuras oscuras, cubiertas de algas, de hierbas de mar y de conchas, y sin embargo figuras humanas. Unos hombres, sí, aunque de mayor tamaño, los rostros con los ojos muy abiertos, los brazos paralizados en un movimiento indefinido, unas figuras que no nadaban, sino que flotaban en las aguas, a la espera de este momento. El buceador avisa al doctor Giuseppe Foti, quien alerta a los carabinieri del Nucleo Sommozzatori di Messina. El atestado instruido contiene los elementos de esta asociación policíaco-arqueológica. Fueron hallados en el mar: due figure virili nude, stante, in origine armate di scudo e lancia, Ve secolo a. C.: dos figuras masculinas desnudas, en posición erguida, armadas originariamente de escudo y lanza, del siglo V a. C.
En las primeras fotos, llama la atención la calma que irradian las dos figuras, como si hubieran pasado todo ese tiempo dormidas, mecidas en el gran lecho de la madre jónica. Eso se ha terminado. Hay algo absurdamente humano en la serie de fotos que recogen el proceso de restauración. Ocho años ha llevado el trabajo, ocho años de operaciones y tratamientos químicos con el objeto de convertir a los dos misteriosos colosos, afectados de peste y de cáncer de piel, en los dos héroes de bronce reluciente que he visto en la sala de al lado. El proceso ha sido retratado en imágenes. Se ve a las figuras yaciendo en el quirófano, rodeadas de hombres, más pequeños y posteriores, vestidos de blanco, que arremeten contra ellas con toda clase de instrumentos; ves un brazo de bronce extendido rozando una pared de azulejos con un grifo anacrónico, sigues el largo proceso de pulido (pulitura con vibratore meccanico), ves cómo la boca abierta vuelve a relucir, cómo emiten luz y resplandecen los dientes dorados.

Cees Nooteboom
El enigma de la luz
Un viaje en el arte


Cees Nooteboom recorre algunos museos buscando capturar en las obras de los grandes pintores aquello que alimenta nuestra alma con formas y colores: la belleza. En este libro el lector tiene el privilegio de intuir, gracias al diálogo permanente que nuestro especial guía mantiene consigo mismo, el enigma que subyace en toda obra artística. Nooteboom no es un historiador del arte ni pretende serlo. Él se deja llevar por la imaginación, no ofrece respuestas sino que plantea interrogantes. A través de los ojos del artista-escritor contemplamos, entre otras, las imágenes alegóricas medievales, los estudios de la naturaleza de Leonardo da Vinci, los autorretratos de Aert de Gelder o de Rembrandt, los interiores de Vermeer, los paisajes de Bruegel, los rostros sin ojos de De Chirico, la pasión por la masa geométrica de Piero della Francesca o las soledades de Hopper. Y finalmente, sin apenas darnos cuenta, empezamos a ver los cuadros como si fueran personas.

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