Los conventos
Las almas más enérgicas, más grandes, más españolas de los siglos pasados están en los conventos. Lecciones provechosas, fecundas lecciones de fe y entusiasmo puede tomar el artista en las vidas de Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Juan de Avila, Alvaro de Córdoba, Luis de Granada.
Todo el genio de la raza está aquí. No es inactivo, silencioso y absorto en los grandes claustros solitarios el misticismo español; es religión batalladora, inquieta, andariega, proselitista; peregrinea en largos viajes, predica en campos y ciudades, funda monasterios, reforma Ordenes, combate la herejía, mantiene perpetua batalla contra las pompas y lacerías del mundo.
¿Hay espíritu español más enérgico e indomable que el de la mujer de Avila? Admira la obra por ella realizada. Pobre, achacosa, desamparada de todos, combatida por el dolor, recorre España entera, de Salamanca a Toledo, de Toledo a Sevilla, de Sevilla a Valladolid. Cierto, más caridad había entonces, más viva fe ardía en los pechos; pero, ¡cuan más ruda y feroz la vida, qué de peligros en los caminos, y desapacibilidad en las posadas, y lentitud en el comercio social! Estableció Teresa de Jesús, personalmente, diez y seis monasterios; tal era su ansia que, apenas llegada a un pueblo, fundaba en cualquier mezquina casa, y se apresuraba, para dar por definitiva la fundación, a manifestar el Santísimo, trastocando el zaguán en iglesia. Ni ella ni sus compañeras contaban con medios dé fortuna ni tenían valiosas influencias. Hubo, por el contrario, que vencer formidables obstáculos y desvanecer pertinaces persecuciones, como la de las monjas de la Encarnación en Avila. Veíanse también a cada paso obligadas a disipar las suspicacias que sus míseras personas inspiraban a los dueños de las casas que trataban de alquilar. Vuelcos, nieves, aguaceros, penalidades de todo género sufrieron en sus peregrinaciones. Una madrugada, en Medina del Campo, estuvieron a punto de ser topadas de unos toros que entraban para correr: «Fué harta misericordia del Señor —escribe Teresa— que aquella hora encerraban toros, para correr otro día, no nos topase alguno. Con el embebecimiento que llevábamos, no había acuerdo de nada». A pique estuvieron de anegarse en un río, cerca de Burgos, al vadearlo; delicioso es el relato de un grande espanto que tuvieron posando una noche (noche de Animas) en un destartalado caserón de Salamanca. Parece que el continuo batallar acrece el subido temple de este portentoso espíritu. Acaso a sus mismas hermanas inspira su energía algo más que respeto. Abundan los pasajes que autorizan la certeza. Escribiendo a la priora de Sevilla, le dice que sentía que, amándola como hija, no gustase mucho de estar siempre con su madre. Manifiesta claramente, en otra carta al P. Gracian, que hánla comenzado a tomar miedo.
Tan admirable como en vida fué en muerte. Extenuada de inanición y de cansancio, llega un día a Alba de Tormes. Pónese en cama; pero a la mañana siguiente, a pesar de todo, se levanta y comulga, y practica todos los actos de comunidad durante nueve días. Por fin no puede más y cae abatida. A las cinco de la tarde, víspera de San Francisco —dice una de sus compañeras—, pidió el Santísimo Sacramento. Estaba tan postrada que no se podía mover; dos religiosas la ayudaban, y mientras llegaba el Viático les dijo a todas: «Hijas mías y señoras mías: por amor a Dios las pido tengan gran cuenta con la guarda de la regla y constituciones, que, si las guardan con la puntualidad que deben, no es menester otro milagro para canonizarlas; ni miren el mal ejemplo que esta mala monja las dio y ha dado, y perdónenme».
El Viático llega; Teresa de Jesús, «con estar tan rendida», arrodíllase en la cama y aun intenta arrojarse de ella, «y poniéndosele el rostro con grande hermosura y resplandor, e inflamada en el divino amor, con gran demostración de espíritu y alegría, dijo al Señor cosas tan altas y divinas, que a todas ponía gran devoción». Al otro día expira. Fué a gozar de Dios como una paloma, dice la venerable Ana de San Bartolomé…
¿Cómo pintar en breves páginas cuánto de admirable presenta en este sentido el alma española? Esforzado espíritu es también el de Fray Luis de Granada[1]. No es sólo Granada un místico; es un gran orador y un gran prosista. El llamado abate José Marchena, sujeto nada lerdo en cuestiones de estilo, siquiera en otras cosas desbarrase de firme, decía de los libros de Granada que su meditación y lectura «son acaso el estudio más provechoso para los que quisieran escribir dignamente el castellano». Maestro de Fray Luis fué Juan de Avila. «Más debo yo a vuesa mermed y a sus consejos que a muchos años de estudio», decíale en cierta ocasión el autor de la Guía de pecadores. «El verdadero maestro es Dios, a quien se debe toda honra y gloria», contestó humildemente el santo varón. Pero mientras Avila era fogoso, desarreglado, improvisador en sus discursos; Granada era ordenado, metódico, fiel observante de las reglas de la retórica. Cuenta Martin Ruíz de Mesa, biógrafo de Juan de Avila, que, comiendo los dos religiosos juntos un día que Avila predicó un elocuentísimo sermón, díjole Fray Luis: «Cierto, Padre maestro, que no ha dejado hoy vuestra Reverencia piedra en la retórica que no haya movido». Y respondió Fray Juan: «No me cuido de eso en verdad». Y pidiéndole el P. Fray Luis el sermón para copiarle, sacó del seno una dobladura de una carta, donde en pocos renglones estaban los puntos reducidos.
No enturbió la fama la modestia de Fray Luis. Tan grandes como su virtud y doctrina eran sus penitencias. Renunció modestamente los honores con que intentaban distinguirle reyes y magnates; renunció, con verdadero tesón, el arzobispado de Braga. Levantábase ordiarinamente a las cuatro; ocupábase en su ministerio hasta las ocho; de las ocho hasta el mediodía, trabajaba, bien escribiendo de su mano, bien dictando a un escribiente, «con tanta prontitud como si delante de los ojos tuviera escrito lo que iba diciendo»; dedicaba la tarde, parte a obras de caridad y oración, parte al trabajo literario. Su comida era fragilísima; dura su cama; la camisa de estameña gruesa y áspera; raidísimos y desabrigados sus hábitos aun en lo más recio del invierno. «El desabrigo de un hombre anciano y tolerancia porfiada de los fríos y otras inclemencias —dice su biógrafo Luis Muñoz— es una mortificación muy molesta, de poco ruido, pero de gran mérito». Murió a los ochenta y cuatro años. Perseveró en sus trabajos literarios hasta su última enfermedad. «La muerte le quitó la pluma de la mano».
Esta fortaleza de ánimo e impasibilidad a los rigores del sufrimiento no es sólo patrimonio de estos grandes varones; es, por el contrario, generalísima en todas las órdenes religiosas. Un día, por ejemplo, el prior de un monasterio de Granada llama a uno de los religiosos y le ordena que se ponga de rodillas (actitud en que los religiosos reciben la imposición de obediencia), y ya en esta forma le manda que vaya a Tierra Santa, a la casa que allí posee la Orden. El religioso sale de Granada el II de Julio de 1626; marcha a pie a Alicante; no encuentra allí las galeras en que ha de embarcarse y pasa a Valencia; no halla tampoco proporción aquí, y pasa a Vinaroz, y de Vinaroz vése también obligado a salir para Barcelona, a donde llega el 23 de Agosto. Sus arreos de viaje no pueden ser más sencillos. «No llevaba —dice— más que un hábito, túnica y manto y una alforjilla en que llevaba unos paños menores, dos pañuelos, hilo, pedernal, eslabón y yesca y otras cosillas necesarias para el camino». ¿Creerá el lector que esto es una fantasía? Pues tal es el viaje (uno de tantos viajes) que realizó el franciscano Fray Antonio del Castillo, según lo cuenta en su libro El devoto peregrino, una de las obras más leídas en el siglo XVII.
A pie y descalza viajó también de Granada a Roma la venerable María de Jesús cuando fué a pedir licencia al Papa para reformar la Orden del Carmen, antes de que en ello pensase la mística de Avila…
Afables, sonrientes, con la apacibilidad de la virtud sincera, los buenos religiosos batallan en los claustros, o corren a la ventura, predicando la Fe, el mundo…
Fuentes:
Teresa de Jesús. Libro de las fundaciones, Vida, Cartas.
Luis Muñoz. Vida y virtudes del venerable varón el Padre Maestro Fr. Luis de Granada. (Madrid, 1782).
Azorín
El alma castellana
(1600-1800)
El alma castellana es un texto emblemático de José Martínez Ruiz, en el que alimenta el primer Azorín, aparecido en la primavera de 1900, y que incorpora, modificado en parte, su anterior folleto Los hidalgos. Supone una reconstrucción histórica de los siglos XVII y XVIII. Sin ser plenamente obra que marque un punto de inflexión, sí que significa una transición marcada hacia los temas que van a configurar, en el futuro, su estética, desarrollada en un estilo más cuidado, mejor construido, de mayor contenido lírico y con una preocupación destacada por penetrar en la esencia de las cosas, dirigiendo el foco de atención artística hacia los pequeños hechos de la vida cotidiana.
Las almas más enérgicas, más grandes, más españolas de los siglos pasados están en los conventos. Lecciones provechosas, fecundas lecciones de fe y entusiasmo puede tomar el artista en las vidas de Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Juan de Avila, Alvaro de Córdoba, Luis de Granada.
Todo el genio de la raza está aquí. No es inactivo, silencioso y absorto en los grandes claustros solitarios el misticismo español; es religión batalladora, inquieta, andariega, proselitista; peregrinea en largos viajes, predica en campos y ciudades, funda monasterios, reforma Ordenes, combate la herejía, mantiene perpetua batalla contra las pompas y lacerías del mundo.
¿Hay espíritu español más enérgico e indomable que el de la mujer de Avila? Admira la obra por ella realizada. Pobre, achacosa, desamparada de todos, combatida por el dolor, recorre España entera, de Salamanca a Toledo, de Toledo a Sevilla, de Sevilla a Valladolid. Cierto, más caridad había entonces, más viva fe ardía en los pechos; pero, ¡cuan más ruda y feroz la vida, qué de peligros en los caminos, y desapacibilidad en las posadas, y lentitud en el comercio social! Estableció Teresa de Jesús, personalmente, diez y seis monasterios; tal era su ansia que, apenas llegada a un pueblo, fundaba en cualquier mezquina casa, y se apresuraba, para dar por definitiva la fundación, a manifestar el Santísimo, trastocando el zaguán en iglesia. Ni ella ni sus compañeras contaban con medios dé fortuna ni tenían valiosas influencias. Hubo, por el contrario, que vencer formidables obstáculos y desvanecer pertinaces persecuciones, como la de las monjas de la Encarnación en Avila. Veíanse también a cada paso obligadas a disipar las suspicacias que sus míseras personas inspiraban a los dueños de las casas que trataban de alquilar. Vuelcos, nieves, aguaceros, penalidades de todo género sufrieron en sus peregrinaciones. Una madrugada, en Medina del Campo, estuvieron a punto de ser topadas de unos toros que entraban para correr: «Fué harta misericordia del Señor —escribe Teresa— que aquella hora encerraban toros, para correr otro día, no nos topase alguno. Con el embebecimiento que llevábamos, no había acuerdo de nada». A pique estuvieron de anegarse en un río, cerca de Burgos, al vadearlo; delicioso es el relato de un grande espanto que tuvieron posando una noche (noche de Animas) en un destartalado caserón de Salamanca. Parece que el continuo batallar acrece el subido temple de este portentoso espíritu. Acaso a sus mismas hermanas inspira su energía algo más que respeto. Abundan los pasajes que autorizan la certeza. Escribiendo a la priora de Sevilla, le dice que sentía que, amándola como hija, no gustase mucho de estar siempre con su madre. Manifiesta claramente, en otra carta al P. Gracian, que hánla comenzado a tomar miedo.
Tan admirable como en vida fué en muerte. Extenuada de inanición y de cansancio, llega un día a Alba de Tormes. Pónese en cama; pero a la mañana siguiente, a pesar de todo, se levanta y comulga, y practica todos los actos de comunidad durante nueve días. Por fin no puede más y cae abatida. A las cinco de la tarde, víspera de San Francisco —dice una de sus compañeras—, pidió el Santísimo Sacramento. Estaba tan postrada que no se podía mover; dos religiosas la ayudaban, y mientras llegaba el Viático les dijo a todas: «Hijas mías y señoras mías: por amor a Dios las pido tengan gran cuenta con la guarda de la regla y constituciones, que, si las guardan con la puntualidad que deben, no es menester otro milagro para canonizarlas; ni miren el mal ejemplo que esta mala monja las dio y ha dado, y perdónenme».
El Viático llega; Teresa de Jesús, «con estar tan rendida», arrodíllase en la cama y aun intenta arrojarse de ella, «y poniéndosele el rostro con grande hermosura y resplandor, e inflamada en el divino amor, con gran demostración de espíritu y alegría, dijo al Señor cosas tan altas y divinas, que a todas ponía gran devoción». Al otro día expira. Fué a gozar de Dios como una paloma, dice la venerable Ana de San Bartolomé…
¿Cómo pintar en breves páginas cuánto de admirable presenta en este sentido el alma española? Esforzado espíritu es también el de Fray Luis de Granada[1]. No es sólo Granada un místico; es un gran orador y un gran prosista. El llamado abate José Marchena, sujeto nada lerdo en cuestiones de estilo, siquiera en otras cosas desbarrase de firme, decía de los libros de Granada que su meditación y lectura «son acaso el estudio más provechoso para los que quisieran escribir dignamente el castellano». Maestro de Fray Luis fué Juan de Avila. «Más debo yo a vuesa mermed y a sus consejos que a muchos años de estudio», decíale en cierta ocasión el autor de la Guía de pecadores. «El verdadero maestro es Dios, a quien se debe toda honra y gloria», contestó humildemente el santo varón. Pero mientras Avila era fogoso, desarreglado, improvisador en sus discursos; Granada era ordenado, metódico, fiel observante de las reglas de la retórica. Cuenta Martin Ruíz de Mesa, biógrafo de Juan de Avila, que, comiendo los dos religiosos juntos un día que Avila predicó un elocuentísimo sermón, díjole Fray Luis: «Cierto, Padre maestro, que no ha dejado hoy vuestra Reverencia piedra en la retórica que no haya movido». Y respondió Fray Juan: «No me cuido de eso en verdad». Y pidiéndole el P. Fray Luis el sermón para copiarle, sacó del seno una dobladura de una carta, donde en pocos renglones estaban los puntos reducidos.
No enturbió la fama la modestia de Fray Luis. Tan grandes como su virtud y doctrina eran sus penitencias. Renunció modestamente los honores con que intentaban distinguirle reyes y magnates; renunció, con verdadero tesón, el arzobispado de Braga. Levantábase ordiarinamente a las cuatro; ocupábase en su ministerio hasta las ocho; de las ocho hasta el mediodía, trabajaba, bien escribiendo de su mano, bien dictando a un escribiente, «con tanta prontitud como si delante de los ojos tuviera escrito lo que iba diciendo»; dedicaba la tarde, parte a obras de caridad y oración, parte al trabajo literario. Su comida era fragilísima; dura su cama; la camisa de estameña gruesa y áspera; raidísimos y desabrigados sus hábitos aun en lo más recio del invierno. «El desabrigo de un hombre anciano y tolerancia porfiada de los fríos y otras inclemencias —dice su biógrafo Luis Muñoz— es una mortificación muy molesta, de poco ruido, pero de gran mérito». Murió a los ochenta y cuatro años. Perseveró en sus trabajos literarios hasta su última enfermedad. «La muerte le quitó la pluma de la mano».
Esta fortaleza de ánimo e impasibilidad a los rigores del sufrimiento no es sólo patrimonio de estos grandes varones; es, por el contrario, generalísima en todas las órdenes religiosas. Un día, por ejemplo, el prior de un monasterio de Granada llama a uno de los religiosos y le ordena que se ponga de rodillas (actitud en que los religiosos reciben la imposición de obediencia), y ya en esta forma le manda que vaya a Tierra Santa, a la casa que allí posee la Orden. El religioso sale de Granada el II de Julio de 1626; marcha a pie a Alicante; no encuentra allí las galeras en que ha de embarcarse y pasa a Valencia; no halla tampoco proporción aquí, y pasa a Vinaroz, y de Vinaroz vése también obligado a salir para Barcelona, a donde llega el 23 de Agosto. Sus arreos de viaje no pueden ser más sencillos. «No llevaba —dice— más que un hábito, túnica y manto y una alforjilla en que llevaba unos paños menores, dos pañuelos, hilo, pedernal, eslabón y yesca y otras cosillas necesarias para el camino». ¿Creerá el lector que esto es una fantasía? Pues tal es el viaje (uno de tantos viajes) que realizó el franciscano Fray Antonio del Castillo, según lo cuenta en su libro El devoto peregrino, una de las obras más leídas en el siglo XVII.
A pie y descalza viajó también de Granada a Roma la venerable María de Jesús cuando fué a pedir licencia al Papa para reformar la Orden del Carmen, antes de que en ello pensase la mística de Avila…
Afables, sonrientes, con la apacibilidad de la virtud sincera, los buenos religiosos batallan en los claustros, o corren a la ventura, predicando la Fe, el mundo…
Fuentes:
Teresa de Jesús. Libro de las fundaciones, Vida, Cartas.
Luis Muñoz. Vida y virtudes del venerable varón el Padre Maestro Fr. Luis de Granada. (Madrid, 1782).
Azorín
El alma castellana
(1600-1800)
El alma castellana es un texto emblemático de José Martínez Ruiz, en el que alimenta el primer Azorín, aparecido en la primavera de 1900, y que incorpora, modificado en parte, su anterior folleto Los hidalgos. Supone una reconstrucción histórica de los siglos XVII y XVIII. Sin ser plenamente obra que marque un punto de inflexión, sí que significa una transición marcada hacia los temas que van a configurar, en el futuro, su estética, desarrollada en un estilo más cuidado, mejor construido, de mayor contenido lírico y con una preocupación destacada por penetrar en la esencia de las cosas, dirigiendo el foco de atención artística hacia los pequeños hechos de la vida cotidiana.
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