Evelyn

Evelyn
La siguiente novela ha sido dedicada con su permiso a la señorita Mary Lloyd por su obediente y humilde servidora,
La autora.
En una parte retirada del condado de Sussex, hay (si no me equivoco) un pueblo llamado Evelyn, quizá uno de los lugares más bellos del sur de Inglaterra. Un caballero que pasaba por allí a caballo, hace unos veinte años, compartió de tal forma mi opinión al respecto, que se detuvo ante la pequeña taberna que hay en él y preguntó con gran interés si había alguna casa en alquiler en la parroquia.
La tabernera, que como todo el mundo en Evelyn era extraordinariamente amable, movió la cabeza pero pareció no querer darle ninguna respuesta. Él no podía soportar aquella incertidumbre, pero tampoco sabía cómo obtener la información que deseaba. Repetir una pregunta que ya había hecho sentir incómoda a la mujer era imposible. Se dio la vuelta, visiblemente agitado. «¡En menuda situación me encuentro!», se dijo a sí mismo mientras se dirigía a la ventana y empujaba el marco hacia arriba. Se sintió aliviado por el aire, que sentía mucho más, ahora que la ventana estaba abierta, que antes. Sin embargo esto duró solo un momento. El dolor agónico de la duda y de la incertidumbre volvieron a hacer mella en su estado de Ánimo.
La buena mujer, que había observado las distintas expresiones operadas en el rostro de este, en profundo silencio y con esa benevolencia que caracteriza a todos los habitantes de Evelyn, le rogó que le informara de la causa de su desasosiego.
—¿Hay algo que yo pueda hacer para dulcificar sus penas, señor? Dígame de qué manera podría aliviarlas, y créame que el amistoso bálsamo de la ayuda y el apoyo no le faltará. Porque sepa, señor, que tengo un alma piadosa.
—Amable mujer —dijo el señor Gower, conmovido casi hasta las lágrimas por este generoso ofrecimiento—, esta grandeza de corazón de alguien para quien soy casi un desconocido, hace que desee aún más ardientemente una casa en este dulce pueblo. ¡Qué no daría por ser su vecino, por ser bendecido con su trato y con el conocimiento aún mayor de sus virtudes! ¡Oh, con qué placer me formaría con su ejemplo! Dígame pues, flor entre las mujeres, ¿no existe ninguna posibilidad? No puedo hablar. Ya sabe qué es lo que quiero.
—¡Ay, señor! —replicó la señora Willis—. No hay ninguna. Debido a su encantadora situación y a la pureza de su aire —en la que la miseria, la mala voluntad y el vicio nunca tuvieron cabida—, todas las casas de este pueblo están habitadas. Sin embargo —dijo tras una breve pausa—, hay una familia que, aunque está profundamente arraigada al lugar, posee una peculiar generosidad, y quizá estaría dispuesta a cederle su casa.
El señor Gower se aferró en seguida a esta posibilidad y, después de obtener la dirección del lugar, se encaminó hacia él inmediatamente.
Al acercarse a la casa se sintió encantado con su situación. Se encontraba en el centro exacto de un prado circular, cercado con una valla y bordeado por una plantación de chopos lombardos y por tres hileras de abetos plantados a tresbolillo. Un camino de gravilla transcurría por esta hermosa maleza y, como el resto del prado, estaba desprovisto de Árboles; su superficie era perfectamente lisa y suave, y a su lado pastaban cuatro vacas blancas dispuestas a igual distancia unas de otras. Todo ello hizo que, cuando el señor Gower entró en el prado, el espectáculo que encontró fuese extraordinariamente sorprendente. Un camino de gravilla bellamente circular conducía sin vueltas ni interrupción alguna hasta la casa.
El señor Gower llamó a la puerta, y esta le fue abierta en seguida.
—¿Están el señor y la señora Webb en casa?
—Sí, buen señor, lo están —replicó el criado.
Y precediéndole, condujo al señor Gower hasta un vestidor muy elegante del piso superior, donde, levantándose de su asiento, una dama le dio la bienvenida con toda la generosidad que la señora Willis había atribuido a la familia.
—Bienvenido, príncipe de los hombres. Bienvenido a esta casa y a todo lo que contiene. William, informe a su señor de la felicidad de la que disfruto e invítele a compartirla conmigo. Traiga un poco de chocolate en seguida, ponga un mantel en el saloncito y sirva el pastel de venado. Mientras tanto, ofrezca al caballero unos bocadillos y traiga una cesta con fruta. Haga subir unos helados y una sopera. Y no olvide unas gelatinas y unos pasteles.
Y después, volviéndose hacia el señor Gower y sacando su monedero, añadió:
—Acepte esto, mi buen señor. Créame que todo lo que esté en mi mano darle es suyo. Ojalá mi monedero estuviera más cargado, pero el señor Webb arreglará esta deficiencia. Sé que tiene en la casa la suma de cien libras, cantidad que le será entregada inmediatamente.
El señor Gower se sintió desbordado por la generosidad de la dama, mientras se metía el monedero en el bolsillo, y, conmovido por un exceso de gratitud, apenas pudo expresarse inteligiblemente cuando aceptó las cien libras. El señor Webb entró en seguida en la habitación y repitió todas las muestras de amistad y cordialidad que su dama había hecho antes. El chocolate, los bocadillos, las gelatinas, los pasteles, el helado y la sopa hicieron su aparición. Después de probar un poco de cada cosa y de guardarse el resto en los bolsillos, el señor Gower fue conducido al saloncito y allí tomó una cena excelente, acompañada de los vinos más exquisitos, mientras el señor y la señora Webb se mantenían en pie a su lado, animándole a comer y a beber un poco más.
—Y ahora, mi buen señor —dijo el señor Webb, una vez que el señor Gower concluyó su comida—, ¿qué más podemos hacer para contribuir a su felicidad y expresarle el afecto que le profesamos? Díganos qué es lo que más desea y permita que le estemos muy agradecidos por comunicarnos sus deseos.
—Denme entonces su casa y sus tierras. No quiero nada más.
—Son suyas —exclamaron los dos a un tiempo—. Desde este momento son suyas.
El asunto quedó acordado y el señor Gower aceptó el regalo. El señor Webb ordenó el coche y pidió a William que llamara a las señoritas.
—Príncipe de los hombres —dijo la señora Webb—, no le molestaremos más.
—No se disculpe, querida señora —replicó el señor Gower—, puede usted quedarse media hora más si quiere.
Ambos estallaron entonces en raptos de admiración por su cortesía, aunque creyeron que esta no hacía sino agravar la inexcusable conducta de ellos por permanecer allí robándole su tiempo.
Las señoritas entraron en la habitación. La mayor tendría unos diecisiete años, la otra, varios menos. Tan pronto sus ojos se fijaron en la señorita Webb, el señor Gower sintió que más que la casa que acababa de recibir necesitaba otra cosa para ser feliz. La señora Webb le presentó a su hija.
—Mi amor, este es nuestro querido amigo, el señor Gower. El señor Gower ha sido tan generoso que ha aceptado esta casa como regalo, a pesar de lo pequeña que es, y ha prometido quedarse con ella para siempre.
—Señor —dijo la señorita Webb—, permítame que le agradezca muchísimo su amabilidad, más halagadora aún teniendo en cuenta la brevedad de su relación con mi padre y mi madre.
El señor Gower inclinó la cabeza.
—Es usted demasiado generosa, señora. Le aseguro que la casa me gusta muchísimo, y si sus padres completaran su gesto de generosidad ofreciéndome a su hija mayor en matrimonio con una buena dote, no habría nada más en el mundo que quisiera ambicionar.
Este cumplido hizo enrojecer las mejillas de la encantadora señorita Webb, quien pareció buscar la aprobación de su padre y de su madre. Ellos se miraron entre sí encantados. Finalmente, la señora Webb rompió el silencio, diciendo:
—El peso de nuestra deuda con usted es tan grande que nunca podremos compensarlo. Tome a nuestra niña, tome a nuestra Maria. En ella recae esa difícil tarea: devolverle de alguna manera todo el bien que nos ha hecho.
El señor Webb añadió:
—Su fortuna es de solo diez mil libras, una suma muy pequeña.
La generosidad del señor Gower restó inmediatamente importancia a esta objeción y se declaró satisfecho con la suma mencionada. El señor y la señora Webb, junto con su hija pequeña, se marcharon entonces, y los esponsorios de la hija mayor y del señor Gower se celebraron al día siguiente.
Este amable hombre se sintió completamente feliz. Estaba casado con una mujer encantadora y digna de todos los elogios, tenía una gran fortuna, una casa elegante en el pueblo de Evelyn, y podía cultivar su relación con la señora Willis. ¿Podía pedir más?
Durante varios meses pensó que no, hasta que un día, mientras paseaba por la maleza con Maria del brazo, observaron una rosa caída sobre la gravilla. Había caído de un rosal que, junto con otros tres, había sido plantado por el señor Webb para dar una agradable variedad al paseo. Estos cuatro rosales servían también para marcar los límites de la maleza, y por medio de ellos el viajero podía saber siempre cuánto había avanzado por el prado. Maria se agachó para recoger la bella flor y, con su habitual generosidad, se la ofreció a su esposo.
—Mi querido Frederic —dijo—, te ruego que aceptes esta encantadora rosa.
—¡Rosa! —exclamó el señor Gower—. ¡Oh, Maria, no sabes lo que ese nombre me ha recordado! ¡Ay, mi pobre hermana, cómo te he abandonado!
Lo cierto es que el señor Gower era el único hijo de una familia muy numerosa, de la cual la señorita Rosa Gower era la decimotercera hija. Esta señorita, cuyos méritos merecían un mejor destino del que había conocido, era la preferida de todos. La palidez de su piel y el brillo de sus ojos la hacían merecedora de ese afecto. Otra circunstancia contribuía al amor que todos le profesaban y es que tenía una de las matas de pelo más bonitas del mundo.
Pocos meses antes de la boda de su hermano, el corazón de esta se había prendado de las atenciones y encantos de un joven, cuya elevada posición social y expectativas parecían anticipar objeciones por parte de su familia, que no vería bien una unión que a los directamente implicados haría muy felices. El joven hizo proposiciones y su padre planteó objeciones. Se le pidió que abandonara Carlisle —donde se encontraba con su adorada Rosa— y que regresara a la casa familiar de Sussex. El joven se vio obligado a obedecer y, cuando el enfadado padre, tras una conversación con él, descubrió lo decidido que estaba a no casarse con ninguna otra mujer, le envió a pasar dos semanas a la isla de Wight, al cuidado de la familia Chaplin, con la esperanza de que el tiempo y la estancia en un país extranjero doblegaran su determinación.
Así las cosas, se prepararon para un largo adeiu a Inglaterra. Al joven noble no se le permitió ver a su Rosa. El barco zarpó, levantándose después una tempestad más poderosa que todas las artes de los marineros. La nave naufragó en la costa de Calshot y todas las almas que iban a bordo perecieron.
La noticia del triste acontecimiento pronto llegó a Carlisle, y la bella Rosa la recibió con un dolor que sobrepasa el poder de las palabras. De tal forma su aflicción se vería dulcificada por la obtención de un retrato del desventurado amante, que su hermano emprendió viaje a Sussex con la esperanza de que el severo pero también afligido padre no rechazara su petición.
Cuando llegó a Evelyn, no se encontraba a muchas millas del castillo de…, mas los felices sucesos que le habían acontecido en aquel lugar le habían hecho olvidar completamente el objeto de su viaje y a su hermana durante un tiempo. El pequeño incidente de la rosa le devolvió de repente la memoria y le hizo arrepentirse amargamente de su descuido. Volviendo a la casa inmediatamente, y agitado por la pena, la aprensión y la vergüenza, escribió a Rosa la siguiente carta:
Evelyn, 14 de julio.
Mi queridísima hermana:
Teniendo en cuenta que partí de Carlisle hace ahora cuatro meses y que no te he escrito en todo este tiempo, quizá me acuses injustamente de olvido y abandono. ¡Ay! Me sonrojo al pensar en la verdad de tu acusación. Sin embargo, si todavía vives, no pienses en mí con tanta dureza, ya que ni por un solo momento podría olvidar la situación de mi Rosa. Créeme que no pienso tenerte en el olvido ni un minuto más y que me dirigiré tan pronto como pueda al castillo de… si es que, por tu respuesta, sé que todavía vives.
Maria se une a mis mejores deseos para ti.
Afectuosamente,

F. GOWER.
El señor Gower esperó ansiosamente una respuesta a su carta, la cual llegó tan pronto como la gran distancia que le separaba de Carlisle podía admitir. Pero ¡ay!, no era de Rosa.
Carlisle, 17 de julio.
Querido hermano:
Mi madre se ha tomado la libertad de abrir tu carta a la pobre Rosa, ya que esta lleva muerta seis semanas. Tu larga ausencia y tu continuado silencio nos procuró a todos un gran desasosiego y apresuró su camino hacia la tumba. No hace falta, por tanto, que hagas el proyectado viaje al castillo de…
No nos informas sobre dónde has estado desde que dejaste Carlisle, ni nos das razón alguna sobre tu triste ausencia, lo que nos causa cierta sorpresa. Todos nos sumamos a enviar nuestros respetos a Maria, y te rogamos que nos digas quién es.
Tu afectuosa hermana,

M. GOWER.
Esta carta —por la cual el señor Gower se vio obligado a atribuir a su conducta la muerte de su hermana— fue un golpe tan violento para sus sentimientos, que, a pesar de vivir en Evelyn, donde apenas se había oído hablar de una cosa como la enfermedad, tuvo un ataque de gota que le confinó en su habitación, dando así la oportunidad a Maria de brillar en el papel favorito de sir Charles Grandison, el de enfermera.
Ninguna mujer fue nunca más amable de lo que fue Maria en tales circunstancias y, gracias a sus constantes atenciones, tuvo el placer de ver cómo su esposo recobraba gradualmente el uso de sus pies. Una bendita facultad que no había perdido, pues pronto se encontró en condiciones de salir de la casa, de montar a caballo y de cabalgar hasta el castillo de…, deseando saber si su señoría, dulcificado por la muerte de su hijo, consentiría en la unión de este y de Rosa de estar estos vivos. La amable Maria le siguió con los ojos hasta perderlo de vista y, hundiéndose en un sillón abrumada por la pena, se dio cuenta de que en ausencia de su esposo no podía disfrutar de ninguna paz.
El señor Gower llegó al castillo avanzada la noche. Estaba situado sobre un lugar eminente y boscoso, desde el cual se divisaba una bella vista del mar. Al señor Gower no le molestó aquella situación, aunque desde luego estaba muy por debajo de la de su propia casa. Había una irregularidad en la caída del terreno y una profusión de Árboles viejos que le pareció poco apropiada para el estilo del castillo. Pensó que para obtener un contraste deseable, la antigüedad del edificio necesitaba un prado como el de la casa de Evelyn, algo que realzaría su estructura.
El lóbrego aspecto del viejo castillo, que parecía echársele encima a medida que se acercaba por el serpenteante camino, le produjo terror. No se sintió a salvo hasta que no se encontró en el salón del edificio, donde la familia estaba reunida para el té.
El señor Gower era un completo desconocido para todos los componentes de aquel grupo; no obstante, y aunque tenía miedo a la oscuridad y se asustaba con facilidad cuando se encontraba solo, halló ese noble valor necesario para entrar sin sonrojarse en un círculo de posición social más elevada, formado por personas a las que no había visto nunca antes, y tomar asiento entre ellas con perfecta indiferencia.
El nombre de Gower no era desconocido para Lord…, que se sintió sorprendido y perturbado. Sin embargo, se levantó y recibió al señor Gower con la corrección propia de un hombre bien educado. Lady…, que sentía un dolor más profundo por la pérdida de su hijo que el que el corazón más endurecido de Lord… podía mostrar, apenas pudo mantenerse erguida en el asiento cuando supo que el hombre que tenía ante sí era el hermano de la Rosa de su llorado Henry.
—Señor —dijo el señor Gower, tan pronto se sentó—, quizá le sorprenda la visita de un hombre a quien no podía esperar ver de ningún modo. Mi hermana, mi desdichada hermana, es la verdadera causa de que perturbe su casa de esta forma. La infortunada niña ha dejado de existir, y si no por ella, que ya no siente ni padece, sí por la satisfacción de su familia, me gustaría saber si la muerte de esta desdichada pareja ha conmovido su corazón de tal forma que daría su consentimiento a este matrimonio —un consentimiento que no dio en circunstancias más felices— de estar ellos con vida.
Lord… parecía perdido; Lady… no pudo soportar la mención de su hijo y salió de la habitación llorando a lágrima viva; el resto de la familia permaneció en atento silencio, casi persuadidos de que el señor Gower estaba loco.
—Señor Gower —replicó Lord… ha hecho usted una pregunta muy extraña. Me parece que está usted suponiendo una imposibilidad. Nadie puede lamentar más sinceramente que yo la muerte de mi hijo, y me duele mucho saber que la de la señorita Gower se ha acelerado a causa de la suya. Sin embargo, suponerlos vivos significaría destruir de inmediato el motivo que me haría cambiar de sentimientos con relación al asunto.
—Señor —dijo el señor Gower, furioso—, veo que es usted un hombre completamente inflexible y que ni siquiera la muerte de su hijo puede hacerle desear la futura felicidad de este. No le robaré más tiempo. Veo claramente que es usted un hombre vil. Y ahora, tengo el honor de desear a todos los señores y a todas las señoras muy buenas noches.
Y dicho esto, abandonó inmediatamente la habitación, olvidando en su acceso de rabia lo tarde que era —algo que en otro momento le hubiera hecho temblar— y dejando a la concurrencia unánimemente convencida de que estaba loco. Una vez hubo montado a caballo y traspasado las grandes verjas del castillo, el señor Gower sintió un temblor colosal en toda su estructura ósea.
Si consideramos detenidamente su situación: solo, a caballo, tan avanzado el año como en el mes de agosto, tan avanzado el día como a las nueve de la noche, sin luz que le guiara salvo la de una luna casi llena y un cielo lleno de estrellas que le atemorizaban con su titilar, ¿quién podría no sentir piedad por él? Ninguna casa a menos de un cuarto de milla y un lóbrego castillo, oscurecido por la profunda sombra de nogales y pinos, a su espalda. El señor Gower sintió casi enloquecer de miedo y, cerrando los ojos para no ver ni gitanos ni fantasmas, cabalgó a galope tendido de esta guisa hasta que llegó al pueblo.
Cuando se encontró de regreso en su casa, llamó a la campana de la puerta, pero nadie salió a recibirle. Llamó una segunda vez, pero la puerta no se abrió. Llamó una tercera y una cuarta con el mismo poco éxito, cuando, observando que la ventana del comedor estaba abierta, saltó por ella al interior de la casa, abriéndose paso hasta el vestidor de Maria, donde encontró a todos los criados tomando el té. Sorprendido ante una visión tan inusitada, se desmayó. Al recobrarse, se encontró tendido en el sofá, la doncella de su esposa arrodillada junto a él, humedeciéndole las sienes con agua de Hungría. Por ella supo que su adorada Maria se había sentido tan desconsolada por su partida que había muerto de corazón roto unas tres horas después de esta.
El señor Gower se recompuso lo suficiente para dar las órdenes necesarias para su funeral, el cual se celebró al lunes siguiente, siendo aquel día sábado. Una vez hubo establecido el orden que debía seguir la procesión, partió hacia Carlisle para llorar su tristeza al lado de su familia. El señor Gower llegó a este lugar en buen estado de salud y de ánimo, después de un viaje delicioso de tres días y 1/2. ¿Cuál no sería su sorpresa cuando, al entrar en el saloncito del desayuno, vio a Rosa, a su adorada Rosa, sentada en un sofá? Al verlo, Rosa se desmayó y se hubiera caído al suelo si un caballero que estaba sentado de espaldas a la puerta no se hubiera levantado y hubiera prevenido la caída. Rosa se recobró pronto y presentó a este caballero a su hermano como su esposo, un tal señor Davenport.
—Pero, mi querida Rosa —dijo el sorprendido Gower—, pensaba que estabas muerta y enterrada.
—Bueno, mi querido Frederic —replicó Rosa—, eso era lo que quería que pensaras. Actué así con la esperanza de que propagarías la noticia por todo el país y de que esta acabaría por llegar al castillo de…, con lo cual confiaba en ablandar de algún modo los corazones de sus habitantes. No fue hasta anteayer cuando escuché la noticia de la muerte de mi adorado Henry, que recibí del señor Davenport y a la que puso fin ofreciéndome su mano. Yo la acepté, en un transporte de emoción, y me casé ayer.
El señor Gower abrazó a su hermana y estrechó la mano del señor Davenport. Luego, se fue a dar un paseo por la ciudad. Al pasar por una taberna, se detuvo en ella y pidió una jarra de cerveza, que le fue traída inmediatamente por su vieja amiga la señora Willis.
Grande fue su asombro al ver a la señora Willis en Carlisle. No obstante, sin olvidarse del respeto que le debía, puso una rodilla en tierra y recibió de sus manos la espumosa jarra, que le pareció más agradable que el néctar. Inmediatamente después, el señor Gower le ofreció su mano y su corazón, los cuales ella condescendió en aceptar, diciéndole que solo había ido a la ciudad a visitar a su primo, que era el dueño de El áncora, y que estaba lista para regresar a Evelyn en el momento que él quisiera.
Al día siguiente se casaron e inmediatamente después se pusieron en camino hacia Evelyn. Cuando llegaron a la casa, el señor Gower se acordó de que no había escrito al señor y a la señora Webb para informarles sobre la muerte de su hija, de la cual pensó correctamente que no sabían nada, ya que nunca compraban periódicos.
El señor Gower despachó en seguida la siguiente carta.
Evelyn, 19 de agosto de 1809.
Queridísima señora:
¿Cómo podrían mis palabras expresar el dolor de mis sentimientos?
Nuestra Maria, nuestra adorada Maria ha dejado de existir, habiendo expirado su último aliento el sábado, 12 de agosto.
Puedo imaginarles en una agonía de dolor, lamentando, no su pérdida sino la mía. Tranquilícense, soy feliz. Con mi encantadora Sarah a mi lado ¿qué más podría desear?
Respetuosamente,

F. GOWER.
Bloque Westgate, 22 de agosto.
Generoso príncipe de los hombres:
¡Cuánto nos alegramos al conocer su bienestar y felicidad presentes! ¡Y cuán agradecidos nos sentimos por su incomparable generosidad, al escribir ofreciéndonos sus condolencias por el desdichado accidente que sufrió nuestra Maria!
Adjunto le envío un cheque de nuestro banco, por valor de 30 libras, que el señor Webb y yo le rogamos que acepten usted y la amable Sarah.
Su agradecidísima,

ANNE AUGUSTA WEBB.
El señor y la señora Gower vivieron muchos años en Evelyn, disfrutando de una felicidad perfecta que era justa recompensa a sus virtudes. La única alteración que se produjo en Evelyn fue que el señor y la señora Davenport se establecieron en la antigua morada de la señora Willis, y fueron durante muchos años los propietarios de la taberna del Caballo Blanco.
finis

Jane Austen
Amor y amistad


Las obras juveniles de Jane Austen (1775-1817) están reunidas en tres cuadernos que la autora llamó «Volúmenes» y numeró del I al III. Austen escribió estos textos entre 1787 y 1793, entre sus 12 y 18 años de edad. Por tanto, incluyen desde ocurrencias casi infantiles hasta piezas en las que ya se adivina el genio de su autora como novelista madura… Son textos llenos de humor e ironía, desde la parodia de los tópicos de las novelas de su época («Ten cuidado con los desvanecimientos… Aunque al principio puedan parecer reconfortantes y agradables, al final, sobre todo si se repiten demasiado y en estaciones poco apropiadas, son destructivos para el organismo… Enloquece cuantas veces quieras, pero no te desmayes»), hasta el humor negro («Maté a mi padre cuando era muy pequeña, después maté a mi madre y ahora me dispongo a asesinar a mi hermana»), y el puro nonsense («El noble joven nos informó de que su nombre era Lindsay, aunque por razones particulares lo llamaré aquí Talbot»). Eran obras escritas para la familia y allegados, que Austen nunca pensó publicar… De hecho, no se publicaron hasta 1922 (Volumen II), 1933 (Volumen I) y 1951 (Volumen III). Esta edición incluye una selección del Volumen I (seis de sus quince textos) y los Volúmenes II y III completos.

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