En territorio enemigo

III · En territorio enemigo
Tomé el tren expreso de las 15 en Paddington; iba a Fishguard y, con la precipitación de cualquier muchacho estudiante, llegué a la estación uno o dos minutos antes de la partida. Lo hice adrede. En uno de los compartimientos había un asiento libre, coloqué mi mochila en el portaequipajes y me instalé con el ostensible propósito de leer el Times. Tras sus páginas, que me sirvieron de escudo protector, reflexioné sobre mi situación.
Se imponía la decisión de tratar de entrar en Irlanda del modo más abierto y franco. Si fracasaba, siempre me quedaba el recurso de los «habituales métodos» de Parsonage. Si tenía éxito, podría cumplir mi cometido con menos probabilidades de interferencia por parte del contraespionaje irlandés. Todo esto me hizo pensar que, aunque todavía estábamos en Inglaterra, la aventura había comenzado ya. Sin duda, los irlandeses tenían gente en el tren, gente que vigilaba a los pasajeros y hablaba con ellos, hombres expertos en la tarea de separar las ovejas de los cabritos, lo cual no es —al fin y a la postre— tarea difícil. El menor paso en falso que ahora cometiera podía conducirme al desastre cuando, dentro de unas horas, tuviera que correr el riesgo de pasar por las aduanas irlandesas.
Lo que más me preocupaba era la visación. Obtener una auténtica llevaba tres meses, siempre y cuando se la concedieran a uno. Yo me había mostrado partidario de aguardar, pero Parsonage no quiso oír hablar de ello, e insistió en que él podía obtener una falsificación tan perfecta —en el lapso de una hora—, que nadie podría distinguirla del original. Esto, sin duda, era verdad, pero yo no era tan optimista en cuanto a la posibilidad de que Papá Percy hiciera inscribir mi nombre, con unos días de anticipación, en las listas de los funcionarios aduaneros encargados de la inmigración. A menos que esta hazaña de prestidigitación documental se hubiera hecho, y bien, iba a encontrarme en una situación muy incómoda. Los argumentos que habían parecido tan convincentes en la habitación de Parsonage, al resguardo, ahora resultaban bastante flojos.
—Aunque esperase usted, nada le asegura que conseguirá al fin su visación —me había dicho—; y aun cuando obtuviese la visación, nadie le asegura tampoco que logrará entrar en Irlanda. Con suma prudencia, los irlandeses están manejando todo este asunto de las visaciones bajo la apariencia de una increíble desidia y falta de organización. Esto les permite rechazar a quien les place, o expulsarlo. Descorazona al viajero auténtico y, sobre todo, dificulta cualquier protesta diplomática por parte de Inglaterra.
Este era el primero de mis problemas. El segundo era el dinero. Como la moneda irlandesa es actualmente tan «firme» como la que más, tuve que limitarme a la módica suma que oficialmente se permitía. Claro está que podría haber corrido el riesgo de llevar una cantidad mayor, pero si llegaban a registrarme, el intento hubiera terminado allí mismo, ignominiosamente, pues cualquier viajero británico que llevase en el bolsillo más dinero que el permitido por su propio Gobierno, sería blanco inmediato de gravísimas sospechas.
Parsonage había restado importancia al asunto diciéndome repetidas veces que, una vez en Irlanda, podría recibir todo el dinero que quisiera de manos de un agente de Dublín, un tal Mr. Seamus Colquhoun, que vivía en Marrowbone Lane. Sin duda, este arreglo era perfectamente normal, pero yo intuía claramente que cuanto más lejos permaneciera del espionaje oficial, más satisfecho me sentiría.
Estas cavilaciones agotaron las páginas del Times; entonces me dediqué a un libro en rústica, obra de un «joven iracundo» que egresara de Cambridge pocos años atrás y —lamento decirlo— de mi propia Facultad. La lectura no era fácil, pero me apliqué resueltamente a ella hasta que el tren llegó a Cardiff.
Después de Cardiff, me dirigí al cuarto de baño que se encontraba en el extremo más próximo del pasillo. Estaba cerrado con llave. A mi oído, una voz observó:
—¡Qué raro! Siempre que he pasado, lo he encontrado cerrado con llave, desde que salimos de Reading.
Era un guarda, o mejor dicho (para ser preciso) era un individuo con uniforme de guarda de tren. Dio fuertes golpes a la puerta del baño y gritó: «¡Hola! ¿Hay alguien?». Al no recibir respuesta, después de dos minutos de golpear y vociferar, dijo en un tono que me pareció notablemente natural y tranquilo:
—Me parece que será mejor abrir esta puerta.
Con una herramienta que sacó del bolsillo (yo jamás había visto nada semejante) retiró el cerrojo, abrió la puerta, echó una ojeada al interior y dijo con aire desconcertado:
—¡Qué broma más tonta! No hay nadie. No me explico cómo se ha cerrado la puerta. Ah, bien, señor, ahora está libre —agregó.
Tenía razón, adentro no había nadie. Pero bastaba una mirada para ver que algo muy extraño ocurría o había ocurrido; pues todo el interior del retrete estaba salpicado, aquí y allá, de manchas oscuras. Toqué una. Mi mano quedó pegajosa y enrojecida.
—Algo muy serio ha ocurrido —dije, retrocediendo hacia el pasillo. El guarda, por lo visto, se había metido en el compartimiento inmediato, por lo cual abrí, sin perder un instante, la puerta de comunicación. Una ojeada por el corredor bastó para indicarme que en un par de segundos el individuo había desaparecido. Mi instinto me ordenó imitarlo al punto, pero la razón insistió en la conveniencia de reflexionar antes. Debía de haber alguna explicación de por qué el guarda, después de abrir la puerta del baño, había desaparecido. Miré mis pantalones y lancé una imprecación al ver que había rozado uno de los oscuros manchones. ¡Por los diablos! ¿Tendría que hacer la parte más delicada de mi cometido lleno de salpicaduras de sangre?
Mi primera idea fue ponerme los pantalones cortos de deporte. Había eludido adrede la ropa deportiva y las botas para caminar, porque no me parecía prudente exagerar mi aire de estudiante dispuesto a una excursión a pie, a una gira de vacaciones. Ahora, al parecer, no me quedaría otro recurso. En dos zancadas, estuve otra vez en mi compartimiento. Tres personas quedaban en él, pues dos se habían apeado en Cardiff, pero mi bolso de viaje había desaparecido.
Se dice que el moribundo recorre todo su pasado en un instante. Esto, naturalmente, es una tontería; pero resulta sorprendente cuán rápido pensamos, en caso de necesidad. En mi cabeza explotó la idea de que, a toda costa, debía conducirme como lo haría cualquier estudiante inocente y joven. En una palabra: tenía que armar un escándalo descomunal. Sin detenerme casi, abrí la puerta del compartimiento, miré hacia el portaequipaje y dije con el tono de sorpresa más convincente que pude fingir:
—¿Qué ha sido de mi bolso?
Dos de los hombres, individuos de treinta a treinta y cinco años, dormitaban o pretendían dormitar. El tercero era mucho mayor, tendría unos cincuenta y cinco años. Ante mi pregunta, bajó el libro que leía, me miró con interrogantes ojos azules y dijo con marcadísimo acento irlandés:
—Pero ¡si usted mismo se lo llevó hace un momento!
—¡De ninguna manera! Sin duda, habrá visto usted a alguien que entró y se lo llevó.
—Sí, alguien entró. Yo estaba con la atención puesta en el libro de modo que, como es natural, pensé que sería usted. Era una persona de su misma estatura, aproximadamente, y con el mismo color de cabello.
—Mejor será que busque al guarda —dijo uno de los jóvenes.
—Buscaré al guarda y a la policía en la primera parada.
El individuo tenía razón, lo que debía hacer era buscar de inmediato al guarda. Pero necesitaba, a toda costa, tiempo para pensar. Parecía imposible que mi bolso hubiera sido robado por alguien que conociera el verdadero objetivo de mi viaje. ¿O sería posible? ¿Conocerían ya los irlandeses mi relación con Parsonage? ¿Habría algún espía en su repartición? Pero, aun en tal caso, los irlandeses no habrían actuado acá, en el tren. Sin duda, podrían esperar a que llegara a Rosslare. No, el asunto no se refería personalmente a mí; estaba relacionado con el bolso. Sin embargo, este solo contenía un par de libros y mi equipo de excursión, buen disfraz para quien necesitara un urgente y rápido cambio de ropas, ¿tal vez, para quien tuviera su traje salpicado de abundantes manchas de sangre? No obstante, el disfraz resultaría inútil si yo lanzara un alarido al echar la primera mirada a mi propia camisa, pantalones y botas. Por lo tanto, sería necesario darme un buen golpe en la cabeza —si no algo peor— cuando saliera en busca del guarda.
Naturalmente, estas ideas hicieron que yo lanzase una penetrante ojeada al hombre que acababa de sugerir que saliera en busca del guarda. También fue natural que él, desprevenido, delatara su culpabilidad. No hubo el «repentino sobresalto» tan caro a los novelistas, ni la «repentina palidez», ni las «gotas de sudor». Todo lo que se vio fue una leve ola de emoción que cruzó el rostro del hombre, efímera como un soplo de viento sobre un pastizal. Pero la situación no habría sido más clara si me hubiera firmado, sellado y entregado su confesión.
Los tres dimos un brinco. Fuertes manos me rodearon la cintura y los hombros, forcejeando por arrojarme al suelo. Pero mi diestra había alcanzado a tiempo la cuerda de comunicación, y el peso y arrastre de sus cuerpos no hizo sino tironearla con mayor energía. El tren frenaba ya.
Aunque parezca increíble, uno de los hombres creyó poder salir del paso con un bluff.
—¡Mire lo que ha hecho! Tendrá que pagar cinco libras.
Sin embargo, su compañero no pensaba lo mismo.
—No seas tonto, Karl. Salgamos de aquí.
Yo estaba demasiado aturdido para detenerlos, pero conseguí estirar un pie justo a tiempo para hacer una zancadilla a Karl, que avanzaba velozmente hacia la puerta. Cayó largo a largo en el corredor, golpeando la cabeza con estruendo contra el barrote de bronce que bordea las ventanas exteriores. Su compañero me miró furibundo, sujetó a Karl por los hombros y lo llevó a rastras por el pasillo. Resolví dejarlos huir. Probablemente, estarían armados y yo pronto me vería ante otros problemas.
La puerta exterior se abrió de golpe y una voz gritó:
—Vamos a ver, ¿qué pasa aquí? (¿Será esta la única manera de enfrentarse a una crisis por parte de los más robustos representantes del orden público y del mundo oficial?)
—Eso es, precisamente, lo que me gustaría saber —repliqué.
Un corpulento guarda se encaramó hasta entrar en el compartimiento. Al parecer, afuera se hallaban el maquinista, el fogonero y tres o cuatro empleados más. Todo a lo largo del convoy, las ventanillas se habían llenado de cabezas curiosas, masculinas y femeninas, tocadas y descubiertas, rubias, blancas, castañas y negras.
—Uno de ustedes debe de haber tirado de la cuerda —dijo el guarda, dirigiéndose al irlandés y a mí.
—Fui yo.
—¿Por qué? ¿Qué sucede? Todo parece tranquilo.
—Lo hice por impulso.
El guarda, asomándose, informó al maquinista:
—Dice que lo hizo por impulso.
—¡Al diablo con el impulso! Estamos retrasados —tal era el punto de vista del conductor. El guarda se volvió pesadamente hacia mí:
—Veamos, joven. El asunto es serio, y va a costar le cinco libras.
Se me ocurrió que, hace un siglo, cinco libras constituían seguramente una suma bastante respetable. Detener un tren sin motivos fundados debe de haber sido, entonces, asunto serio.
Pero ahora, después de cien años de inflación ¿qué significa un billete de cinco para un individuo que quiere divertirse?
—No afirmé que mi impulso careciera de base.
El irlandés resolvió aclarar los malos entendidos.
—A este joven acaban de robarle el bolso de viaje.
—Esa no es razón para detener el tren. Podría haber venido a buscarme sin necesidad de tirar de la cuerda.
—Ahí está mostrando usted su ignorancia del asunto, si me permite decírselo. Si hubiera tratado de encontrarlo, con toda seguridad me habrían golpeado la cabeza; un lindo «cachiporrazo», si prefiere la palabra, y posiblemente habría desaparecido sin dejar rastro.
El guarda dirigió de nuevo la palabra a sus colegas:
—Mejor será que entres, Alf. Se trata de un loco rematado.
Alf, el foguista, se encaramó con notable agilidad. Era evidente que debía jugar sin demora mi carta de triunfo.
—Hablando de sangre, esto me recuerda que el baño más próximo, el que está a la izquierda, sobre el pasillo, se encuentra cubierto de abundantes salpicaduras de esa sustancia.
—¿No te dije que estaba chiflado? —susurró el guarda con estertor asmático.
—¿No les parece que vale la pena ir al retrete, aunque solo sea para confirmar lo que les digo? No llevará sino unos segundos de su valioso tiempo, y nos ahorrará a Alf y a mí el trabajo de lesionarnos gravemente.
El guarda respondió con excelente espíritu científico:
—Oh —dijo— pronto lo veremos.
Mientras avanzaba por el corredor, en la misma dirección en que Karl y su amigo desaparecieran tan presurosos pocos minutos antes, se me ocurrió preguntarme si el líquido en cuestión sería realmente sangre. ¿Y si fuera salsa de tomate? Los dos médicos más próximos se prestarían de bonísima gana a suscribir la interpretación del guarda, y yo sería encerrado en un manicomio. ¿Pero acaso la salsa de tomate, al secarse, se vuelve pegajosa?
Surgió una idea peor aún: si los acontecimientos siguieron el curso habitual de las novelas policiales o de los relatos de misterio, sin duda el baño estaría ya limpio de todo rastro revelador. ¿Qué me quedaría por hacer, en tal caso, fuera de destacar la desusada limpieza del lugar?
Sin embargo, mis temores no se realizaron. El hombre regresó al instante.
—Este es un asunto serio —anuncio—. ¿Qué ha estado sucediendo aquí?
Yo decidí que ya habíamos perdido bastante tiempo en tonterías.
—¿Me permite ver sus credenciales, por favor?
Esto lo hizo parpadear rápidamente durante unos diez segundos. Después tronó:
—¿Mis qué?
—Sus credenciales, su constancia, el documento que lo acredita como miembro de la Policía.
—¡Yo no soy de la policía, so chiflado!
—Eso es, precisamente, lo que estoy señalando con la mayor delicadeza. ¿No le parece que este es asunto de la policía? A estas horas, cualquier criminal que haya estado en el tren debe de estar a un par de paradas de aquí. Alf, ¿queda aún un poco de vapor en esta vieja bañera?
Esta última pregunta hizo surgir en Alf al hombre primitivo.
—Yo te voy a dar vapor en esa bocaza si no cierras el pico —gruñó, mientras se descolgaba hasta el suelo.
El guarda dio un portazo y cruzó al pasillo, donde se quedó de pie, amenazante, hasta que llegamos a Swansea.
Supongo que no puedo censurar demasiado al guarda por poner en duda mi sano juicio, pues mi historia sonaba fantástica hasta a mis propios oídos, cuando se la referí al inspector Harwood, de la policía de Swansea. Como es natural, nada dije del verdadero motivo de mi viaje a Irlanda, pero narré todo lo demás con la máxima precisión posible, exactamente como sucedió. Me formé la mejor impresión acerca del inspector Harwood, pues logró escuchar impasible y grave todo mi absurdo relato. Cuando hube concluido, dijo:
—Señor Sherwood, me temo que nos veremos obligados a pedirle que permanezca en Swansea un día o dos, hasta que investiguemos este curioso asunto. Lamento tener que demorar sus vacaciones. Bien sé lo que pensaría yo, si estuviera en su lugar; pero estoy cierto de que usted comprende que es necesario, absolutamente necesario.
¿Sería conveniente telefonear a Parsonage y pedirle que me sacara de esta ridícula situación? Se me ocurrió una idea, y resolví no cometer semejante tontería.
—Claro está, inspector, que no me hace gracia demorarme aquí, pero si es imprescindible, nada ganaré con discutir. ¿Puedo pedirle que me consiga algún alojamiento económico? La verdad es que no traigo mucho dinero, pues no pensaba quedarme más de una hora o dos en Gales.
—Nada más fácil, señor. Podemos adelantarle una cantidad razonable para sus gastos más necesarios. En la calle Cromwell hay un pequeño hotel residencial bastante bueno, donde le darán también desayuno. Con el mayor gusto le reservaré habitación en él.
—¿Dónde podría comprar un cepillo de dientes y hojas de afeitar?
—A estas horas, no va a ser cosa fácil, pero sin duda podremos conseguirle algo.
Eran más de las 10 de la noche cuando llegué al hotelito residencial de Mrs. William Williams. La dueña de casa, con suma amabilidad, se ofreció a prepararme unos huevos con tocino cuando supo que no había probado bocado desde el almuerzo. Fui, pues, al comedor y allí encontré a mi compañero de viaje, el irlandés, que estaba terminando lo que —a todas luces— había sido una copiosa cena.
—De modo que lo mandaron aquí también —dijo—. Ahora pueden vigilarnos a los dos.
Con un ademán, me ofreció asiento a su mesa.
—Me llamo George Rafferty. No muy irlandés el nombre, pero es lo mejor que pude conseguir.
—Soy Thomas Sherwood. Mucho gusto. ¿Vino usted aquí a instancias de la policía?
—¿A instancias, dice usted? ¡Cualquier día! Me ordenaron que viniese aquí. Joven, ese policía va a responder de algo muy serio cuando sea juzgado por Dios. ¡Miren que mandar a un irlandés a la calle Cromwell!
Rafferty, por lo visto, no tenía ganas de irse, pues se quedó conversando conmigo mientras yo comía.
—¿Perdió usted cosas de importancia en ese bolso de viaje?
—Nada de gran valor. Unos pocos objetos de uso personal y dos libros. Lo malo es que no voy a poder reemplazar esos libros.
—No veo por qué, a menos que sea usted anticuario, cosa que no parece muy verosímil.
Reí ante la pregunta implícita.
—No, no, soy matemático, o mejor dicho, pichón de matemático. ¿Existe en Dublín alguna librería donde se puedan conseguir libros técnicos sobre ciencias matemáticas?
—No lo sé con certeza. Pero todo lo que puede adquirirse en Londres se puede comprar también en Dublín, de modo que su pregunta queda respondida.
Evidentemente, el señor Rafferty no estaba tan acostumbrado como Papá Parsonage a acaparar el noventa por ciento de la conversación. En aquellos instantes, su aparente deseo de charlar me molestaba, pues mi preocupación inmediata era la hermosa fuente de huevos con tocino que acababa de traer Mrs. Williams.
—¿Y por qué quiere usted visitar Irlanda, si no es impertinente la pregunta?
Teniendo en cuenta la hora, el lugar y la situación, era un tanto impertinente, pero decidí ejercitarme con el señor Rafferty. Pronto referiría el mismo cuento a los funcionarios de Inmigración. En muchos detalles, era exacto. Bien sabía yo que, como mentiroso, no resultaba nada convincente y por eso había resuelto mantenerme siempre muy cerca de la verdad.
—Oh, por dos razones, de las cuales una franca curiosidad es, probablemente, la más importante. Considerando los asombrosos cambios que se están efectuando en Irlanda, me parece que es bastante natural, ¿no?
—Completamente. Sí, hay grandes transformaciones en Irlanda. ¿No le parece una vergüenza cómo se está quedando de atrasada Gran Bretaña?
Resolví no hacer hincapié en esta última observación.
—El apellido de mi abuelo era Emmet. Una tradición de mi familia afirma que descendía de Robert Emmet; no sé si es verdad o no, pero tengo muchísimos parientes en Yorkshire, de donde, según creo, procedía Robert Emmet.
—¡Magnífico pasaporte para Irlanda es ese! —exclamó, radiante, el señor Rafferty—. De modo que visitará usted las montañas de Wicklow, y el teatro de los últimos levantamientos…
—Sí, tengo intención de hacer un poco de alpinismo. Pero pasaré la mayor parte del tiempo en Dublín.
—Bien hecho —aplaudió Rafferty con calor—, porque Dublín es la fuente de cuanto está ocurriendo en Irlanda. Pronto será la ciudad más importante del mundo entero.
A la mañana siguiente, Mrs. Williams me trajo el mensaje de que debía presentarme en la policía. Mi bolso había sido hallado.
Lo vacié ante la mirada vigilante del inspector Harwood.
Todo estaba allí, hasta los dos libros. Solo le quedaba una señal del contratiempo: una gran mancha obscura del lado de afuera, donde nadie podía dejar de verla.
—Muy bien, muy satisfactorio desde su punto de vista, señor. Ojalá todas las noticias fuesen igualmente buenas.
—Lamentaría saber que algo anda mal, inspector.
—Así lo imagino, pues mucho me temo que le ocasionará una nueva demora.
—¿Qué sucede?
—Pues bien, señor, la verdad es que no debería decir nada de esto, pero supongo que usted ha adivinado ya que un cadáver fue arrojado desde el tren. Lo encontramos en el túnel de Severn.
—Malo, muy malo… para el cadáver, naturalmente.
El inspector Harwood frunció levemente el ceño ante esta observación estudiantil.
—No lo retendré más tiempo esta mañana, señor Sherwood, pero debe usted volver mañana. Entonces sabremos algo más sobre el asunto y estaremos en mejores condiciones para encararlo. Mientras tanto, quisiera hacerle una pregunta más.
—Usted dirá.
—¿Está completamente seguro de que no volvió a ver al guarda, al que abrió la puerta del retrete? Cuando hizo parar el tren ¿no apareció delante de su compartimento?
—Estoy perfectamente seguro de que no fue así. Naturalmente, me esforcé por echarle el ojo, pero no volví a verlo.
—Gracias. Solo quería confirmar el hecho.
Almorcé mejillones galeses y pan moreno en un café próximo al puerto. A la tarde, descubrí un autobús que se internaba en la península de Gower. El mar estaba sereno en la playa de Oxwich y me di un baño magnífico; como consecuencia de este, tenía un apetito excelente cuando regresé a mi alojamiento de la calle Cromwell. El señor Rafferty no estaba visible aquella tarde, y tampoco lo vi a la mañana siguiente, a la hora del desayuno. Aparentemente, el inspector Harwood lo había puesto en libertad. No sé si habrá sido por la nerviosidad de los dos últimos días, o por los mejillones, o por el baño de mar, pero desperté en mitad de la noche bruscamente, convencido de que alguien caminaba quedamente por la habitación. Permanecí un momento inmóvil de miedo, esperando que me aferrasen por la garganta, o que el guarda me susurrara al oído sangrientos detalles del crimen. Luego, con un enorme esfuerzo de voluntad, eché a un lado las mantas, corrí hasta donde suponía que se encontraba la llave de la luz, la busqué a tientas y la hallé por fin. Como es natural, no había nadie. Di vueltas en la cama durante más de una hora hasta conciliar nuevamente el sueño.
Al día siguiente, bajo la amistosa luz del sol, encontré al inspector Harwood frente a una alta pila de fotografías.
—Veamos, joven —dijo—. Quiero que trate usted de identificar a ese Karl, o a su compañero, o al guarda, entre esta galería de rostros.
Recorrí cuidadosamente el fajo de fotografías, pero no había ninguna de Karl, ni de su colega, ni del guarda. Lo que sí había era un retrato del señor George Rafferty. Lo arrojé sobre la mesa, frente al inspector.
—Esta es la única cara que he visto antes.
—Ah, sí, el señor George Rafferty —dijo secamente Harwood—. Tal vez le interese saber que Rafferty ha escapado. El pajarillo irlandés ha levantado el vuelo.
Caía la tarde cuando la embarcación iba dejando atrás la rada de Fishguard. Yo veía alejarse la costa, la alegre tierra de Gales, hasta que se oscureció bajo la noche que todo lo cubría. Quizás a las pocas horas, yo estaría de vuelta en esos verdes campos, en esas mesetas que el viento orea siempre; de regreso, con la vergüenza de una derrota instantánea. Quizás, y eso sería mucho peor, no regresaría nunca. Pensando en estas cosas, me volví hacia el resplandor de oro que aún brillaba en el cielo, hacia occidente. Después me dirigí hacia abajo, al comedor de segunda clase.
Mientras me servían tocino, salchichas con tomate, pan y manteca, mermelada y un jarro de té, reflexionaba en los cuatro días pasados en Swansea. Cosa rara, en lugar de fastidiarme por la demora, me alegré de haberla soportado y de no haber cedido a la tentación de ponerme en contacto con Parsonage.
Este informe sería mucho más interesante si pudiera relatar acontecimientos ocurridos durante la travesía, peripecias tan extrañas como las que viví en el viaje de Cardiff a Swansea. Pero la veracidad me obliga a reconocer que aquella noche no ocurrió nada de particular. Sin duda, había a bordo buen número de agentes. Sin duda corría, subterráneo, un torrente de intensa dramaticidad; pero en ningún momento afloró a la superficie visible. En resumen: pasé una noche incómoda, dormitando a intervalos en el bar.
Para mayor contraste aún, tengo que reconocer francamente que mi paso por las aduanas irlandesas resultó ridículamente fácil. Con todo, vale la pena referirlo, ya que mi primer encuentro con las autoridades irlandesas no careció de interés. Me interrogaba un individuo corpulento, de aire bonachón, el tipo más adecuado para sorprender a una víctima incauta, especialmente después de una noche en vela.
—¿Nombre?
—Thomas Sherwood.
—¿Fecha de nacimiento?
—29 de agosto de 1948.
—¿Ocupación?
—Estudiante.
—¿Dónde estudia?
—En Cambridge.
—Nombre de su padre y lugar de nacimiento.
—Robert Sherwood, nacido en Halberton, Devon.
—¿Objeto de su visita?
—Curiosear.
—¿Dónde se propone usted curiosear, señor Sherwood?
—Durante tres semanas, en Dublín y sus alrededores. Una semana, en las montañas de Wicklow.
—¿Por qué siente tanta curiosidad?
—No hace falta dar explicaciones. Todo el mundo siente curiosidad por las novedades que están ocurriendo en Dublín.
—¿Y por qué las montañas de Wicklow?
Le conté la historia de mi abuelo.
—Hum, ¿de modo que su abuelo era un tal señor John Emmet? —hojeó unos papeles, deteniéndose en una hoja determinada. Luego añadió, satisfecho en apariencia—: Permítame ver el contenido de su bolso.
Lo vacié lenta y cuidadosamente, colocando los dos libros sobre la mesa, delante de él.
—¿Y cómo vino a dar esa gran mancha en la delantera de su bolso de viaje, si me permite preguntárselo?
Empecé a narrar la historia de los novelescos sucesos del tren, pero no había dicho gran cosa cuando observé que parecía hincharse y enrojecer como un pavo. Luego estalló en ruidosas carcajadas.
—Basta, señor Sherwood, basta. Sí, ya sabemos todo lo que sucedió en el tren. Tenemos los ojos y las orejas bien abiertos.
Se enjugó la cara y se puso más serio, mientras sellaba mi pasaporte.
—Ahí tiene. Váyase ahora. Y manténgase fiel a su programa. Ya sabe las normas. Presentarse todas las semanas a cualquier Oficina de Guardas. No vaya usted a creer que nos gusta imponer tantas restricciones a los auténticos visitantes, pero nos ha obligado a ello el dudoso sector humano que está invadiendo nuestras costas en estos últimos tiempos. Quédese en Dublín y en las montañas de Wicklow, señor Sherwood, y pasará unas vacaciones muy agradables.
Mientras salía al andén del ferrocarril, oía todavía su ronca risa. Tenía razón. Ningún agente en su sano juicio hubiera procedido como yo. El instinto más arraigado en todo agente secreto es eludir lo que lo ponga en evidencia. Ninguno de ellos hubiera vociferado y protestado como yo.
Llegué a Dublín en una mañana clara y hermosa, prometedora de un día radiante. Cuando recorría el breve trecho que media entre el Liffey y la plaza O’Connell, pasaron velozmente a mi lado tres enormes camiones de la casa Guinness. En verdad, estas gentes deben de ser bebedores empedernidos.
Me detuve un instante en el puente y luego caminé rápidamente hasta College Green. Había un portero de turno ante la Universidad de Trinity.
—Creo que tienen ustedes una habitación reservada para mí. Yo soy del otro Trinity, el de Cambridge. Me llamo Sherwood.
Consultó una lista, como todos los porteros del mundo.
—Sí, señor; está usted en el segundo piso, en la escalera 24. Siga a la derecha. La encontrará cerca de la biblioteca.
Mi pieza contenía una jofaina y una jarra de agua. Me mojé bien la cara, me desnudé y me metí en la cama. Mi último pensamiento, antes de que las brumas del sueño me sumergieran por completo, fue preguntarme si Papá Percy habría usado sangre verdadera. Por cierto que no corrió el menor riesgo de que dejara de entrar en Irlanda. A todas luces, la absurda comedia del tren había engañado al señor George Rafferty, el pajarillo irlandés… o más probablemente, el agente irlandés. Pero resultaba deprimente el que Papá Percy no hubiera querido decirme lo que proyectaba; sin duda me consideraba muy tonto. Y posiblemente tuviera razón, pues hasta mi segunda entrevista con el inspector Harwood, no había caído en lo que estaba ocurriendo. El supremo insulto fue mostrarme la fotografía del pobre señor Rafferty. Tal vez sea yo tonto, estoy dispuesto a reconocerlo, pero ¡no tanto!
Una última idea inquietante: ¿cómo sabían que un agente irlandés se instalaría en mi compartimiento? ¿Estaban repletos de agentes todos los trenes que iban a Fishguard?

Fred Hoyle & Geoffrey Hoyle
El enigma de Ossian


Los diversos gobiernos del mundo se muestran alarmados y desconcertados ante el insólito crecimiento tecnológico e industrial que la Corporación Industrial del Eire, la CIE, está consiguiendo en el sur de Irlanda, en la zona de Kerry, lugar donde según la leyenda el bardo Ossian habría hecho su famosa cabalgada. La CIE domina completamente la política y la sociedad irlandesa, y ha impuesto un gobierno de corte autoritario. Existe el temor de que ese dominio podría extenderse a todo el mundo de la mano de la enorme superioridad tecnológica de la Corporación. Todas las tentativas de infiltrarse en la CIE para descubrir las razones de su inusual desarrollo han fracasado. Thomas Sherwood, un joven matemático recién licenciado, es enviado a investigar.

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