Finnegans Wake. «Pensando que probablemente nunca lo leería, lo cogí y empecé a leer. Me ha costado dejarlo. No es que sea fácilmente comprensible, pero tiene verdadera gracia.

Una semana después (22 de agosto), aún en el apartamento de tu madre, en Newark, con Bob P. ya ausente sin duda, una confusa carta de seis páginas que, extraña y pretenciosamente, arranca con una serie de frases entrecortadas: «Aquí. Estoy aquí. Sentado. Quiero empezar, pero poco a poco, porque siento el impulso de decirme que debo seguir durante un tiempo, quizá demasiado… Oirás, ahora, antes de que diga aquello que quiero decirte aquí sentado, cosas, tonterías, lo que llaman noticias, o cháchara, pero que yo denomino, quizá tú también…, “ejercicio de calentamiento”, que es, te lo aseguro, una simple manera de hablar, porque desde luego ya tengo bastante calor (es verano, ya sabes).» Tras algunas observaciones morbosas sobre el horror y la inevitabilidad de la muerte, cambias de pronto de tema y declaras tu intención de hablar únicamente de cosas alegres. «Mientras bajaba no hace mucho por el monte Putney, después de haber ascendido hasta la cumbre, me vino súbitamente a la cabeza, como un relámpago, por así decir, o tuve conocimiento, mejor dicho, de la única cosa verdaderamente cómica del mundo. Lo que no equivale a afirmar que no haya muchas cosas cómicas. Pero no son puramente cómicas, porque todas tienen su lado trágico. Sin embargo, esta siempre lo es, nunca falla. Es el pedo. Ríete si quieres, pero eso solo reforzaría mi argumento. Sí, siempre resulta gracioso, nunca puede tomarse en serio. La más encantadora de todas las debilidades humanas». Luego, tras otro giro inopinado «(He parado a encender un cigarrillo: de ahí el hiato en la sempiterna línea recta de mi pensamiento)», anuncias que hace poco has comprado un ejemplar de Finnegans Wake. «Pensando que probablemente nunca lo leería, lo cogí y empecé a leer. Me ha costado dejarlo. No es que sea fácilmente comprensible, pero tiene verdadera gracia. Tú lo has leído un poco, ¿verdad? Hay mucho ahí». Unas cuantas frases después: «Tengo que trabajar mucho la obra de teatro. Tras haber empezado ayer a escribir de nuevo, después de no haberla mirado desde hace dos semanas, me parece que tengo mucho que hacer». El manuscrito de aquel temprano esfuerzo se ha perdido, pero esa afirmación demuestra que ya por entonces escribías con ahínco, que ya pensabas en ti mismo como escritor (o futuro escritor). Luego, sin duda respondiendo a una pregunta formulada por Lydia en una carta de contestación a la tuya anterior: «Fuimos a una playa llamada North Truro. Llegamos a las seis: la hora justa. Me gustaron sobre todo las sombras en las huellas de las pisadas». Un poco más adelante, al hacer un comentario sobre algo que debía de haber dicho en su carta: «… para empezar otra vez, para escribir, debes meditar, en el verdadero sentido de la palabra. Honrada, penosamente. Entonces afloran las cosas ocultas. Debes olvidar a la Lydia cotidiana, a la Lydia de tu hermana, a la Lydia de tus padres, a la Lydia de Paul; pero además debes estar en condiciones de volver a ellos, sin perder la “inspiración”. No es que ambos mundos sean incompatibles, pero hay que comprender sus interconexiones». Finalmente, cuando te acercas a la última página de la carta, le dices que te estás expresando mal. «Qué difícil. Ya ves, todo este asunto de la vida me tiene infinitamente confuso. Todo un desbarajuste, patas arriba, un desastre. Sé que siempre será lo mismo: confusión. Y cómo me desprecio por hablarte de las cosas buenas de la vida… cuando me llamaste la noche que estabas enferma. ¿Qué sentido tiene? ¿Por qué vivir? No quiero hacer el tonto. En el fondo, según creo más firmemente que en cualquier otra cosa, lo único que importa es el amor. Ah, los viejos clichés… Pero eso es lo que creo. Creo. Sí. Yo. Creo. Estoy perdido sin él. La vida es una triste broma pesada sin él».

Paul Auster
Informe del interior


¿Quién eras, hombrecillo? ¿Cómo te convertiste en persona capaz de pensar, y si podías pensar, adónde te llevaban tus pensamientos? Desentierra las viejas historias, escarba por ahí, a ver qué encuentras, luego pon los fragmentos a la luz y échales un vistazo. Hazlo. Inténtalo.
Con estas palabras se dirige Paul Auster a su yo infantil al comienzo de Informe del interior, obra memorística (compañera de Diario de invierno) en la que el autor norteamericano se sumerge en su visión del mundo desde la primera niñez e indaga, a través de los recuerdos, en su desarrollo moral e intelectual. A base de objetos, cartas y fotografías, Auster explora el despertar en su infancia a la vida y a la escritura, y cimienta su obra autobiográfica más personal.


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