La quinta de Landor. Para formar pareja con «La posesión de Arnheim»
Esta espléndida descripción de una pequeña y hermosa casa de campo está impregnada de un poético elemento autobiográfico. Se sitúa en una parte del país que Poe conocía bien, pues vivió, durante su estancia en la Universidad de Virginia (1826), en medio del escenario que inspiró a tantos y tantos artistas de la Hudson River School. En el verano de 1848 habría realizado un viaje a través de uno o dos de los condados a orillas del río. Su intención, según parece, era la de escribir una suerte de crónica que, esperaba, fuese publicada por su editora de Pennsylvania, Eli Bowen. La casa del relato no es otra, entonces, que la que el propio autor habitó junto a su madre y su esposa en 1826, aunque ligeramente idealizada al servicio de su pluma.
La idea germinal de «La quinta de Landor» surge como secuela de «La posesión de Arnheim» y empieza a tomar forma en octubre de 1848. En enero de 1849, en una carta dirigida a su amiga, la señora de Charles Richmond —a quien llama «Annie»—, deja constancia de que terminó el relato «no hace mucho». El texto, pues, tenía que editarse en el número de marzo del American Metropolitan Magazine, pero el cierre de la publicación en febrero retrasó la aparición de la narración, que, a la postre, sería la última que el escritor vería impresa en vida.
En el párrafo final de «La quinta», tal y como fue publicada en primera instancia, Poe menciona que en su mente corría la idea de escribir una segunda parte. No obstante, es casi seguro que el autor no llegó a concebirla plenamente, aunque tuviera planes de hacerlo y hubiera recopilado información para ello.
Durante una excursión a pie que hice el verano último por uno o dos de los condados ribereños de Nueva York, me encontré, al declinar el día, algo desconcertado respecto a la ruta a seguir. La tierra era harto ondulante, y mi camino, desde hacía una hora, serpenteaba y serpenteaba tan intrincado en su esfuerzo por mantenerse dentro de los valles, que no sabía ya en qué dirección se enclavaba el lindo pueblo de B., donde había yo decidido detenerme para pasar la noche. Apenas había brillado el sol —hablando con propiedad— durante el día, desagradablemente caluroso. Una niebla humosa, parecida a la del verano indio, envolvía todas las cosas y aumentaba, por supuesto, mi incertidumbre. No es que me inquietase mucho el lance. Si no llegaba al pueblo antes de ponerse el sol o antes de oscurecer, era más que posible que apareciese pronto una pequeña granja holandesa, o algo por el estilo, aunque, en realidad, las cercanías (quizá por ser estas más pintorescas que fértiles) estuvieran despobladas a grandes trechos. En último caso, con mi mochila por almohada y mi podenco de centinela, vivaquear al aire libre era precisamente la cosa que más podría divertirme. Vagué, por tanto, bien a mis anchas —confiando mi escopeta a Ponto—, hasta que al fin, cuando me dedicaba a comprobar si alguno de los numerosos pequeños claros que se abrían aquí y allá eran efectivos senderos, uno de ellos me condujo a una indudable carretera pública. No cabía equivocación. Se hacían de todo punto visibles los rastros de unas ruedas ligeras, y aunque los altos arbustos y la maleza, con exceso crecida, se entrecruzaran en lo alto, no había obstáculo alguno abajo ni aun para el paso de una carreta de las montañas de Virginia, el vehículo más ambicioso en su clase que conozco. Sin embargo, aquella carretera, excepto en lo de estar abierta a través del bosque —si el de bosque no es un nombre demasiado importante para tan escasa reunión de árboles— y excepto en las señales evidentes de las rodadas, no tenía el menor parecido con ninguna de las que había yo visto antes. Las rodadas de que hablo eran solo apenas perceptibles, habiendo sido marcadas sobre una superficie compacta, aunque suavemente mojada y más semejante al terciopelo verde de Génova que a ninguna otra cosa. Era césped, sin duda, pero un césped como rara vez lo vemos fuera de Inglaterra, tan corto, tan espeso, tan liso y de un color tan intenso. Ni un solo obstáculo existía en la rodada, ni siquiera un trozo de leña o una ramita seca. Las piedras que antes obstruían la vía habían sido colocadas con cuidado —no tiradas— a lo largo de las cunetas, como para marcar sus límites en la zanja con una especie de precisión totalmente pintoresca, semiexacta y semidescuidada. Ramos de flores silvestres crecían en libertad, con exuberancia en los espacios intermedios.
Por mi parte ignoraba qué inferir de todo aquello, naturalmente. Había allí arte, sin duda, lo cual no me sorprendía, ya que todas las carreteras, en sentido ordinario, son obras de arte; no puedo decir que causara mucho asombro el simple exceso de arte manifestado: cuanto parecía haber sido hecho aquí, podía hacerse con los «recursos» naturales (como se dice en los libros sobre el paisaje de jardinería), con muy poco trabajo y gasto. No; no era la cantidad, sino el carácter del arte lo que me impulsó a tomar asiento sobre una de aquellas piedras floridas, para contemplar por un lado y por otro, durante media hora o más, con pasmada admiración, aquella avenida de aspecto mágico. Había algo que se iba evidenciando mejor a medida que yo miraba: un artista, y uno de los de ojos más delicados con respecto a la forma, había dirigido todos aquellos arreglos. Había puesto el mayor esmero en conservar un justo medio entre la elegancia y la gracia por una parte, y lo pintoresco, en el verdadero sentido del término italiano, por otra. Había allí pocas líneas rectas, e interrumpidas con frecuencia. El mismo efecto de curva o de color aparecía habitualmente duplicado, aunque rara vez; mas desde cualquier punto de vista, por doquiera se hallaba la variedad en la uniformidad. Era una pieza de «composición» en la que el gusto del crítico más descontentadizo hubiera indicado apenas una enmienda.
Al entrar en aquella carretera torcí a la derecha, y al levantarme continué en la misma dirección. El camino era tan sinuoso, que en ningún momento pude seguir su curso más de dos o tres pasos hacia delante. Su carácter no sufría ningún cambio material.
Ahora sonó gratamente en mis oídos un murmullo de agua, y pocos instantes después, cuando torcía yo por la carretera más bruscamente que antes, divisé una especie de casa situada al pie de una suave pendiente enfrentito de mí. No podía ver nada con claridad a causa de la niebla que ocupaba todo el pequeño valle de abajo. Se levantó una leve brisa, empero, cuando iba el sol a ponerse, y mientras yo permanecía en pie sobre la cumbre de la ladera, la niebla se disipó en espirales por grados, y flotó sobre el paisaje.
Cuando este se halló por entero ante mi vista —así, gradualmente, tal como lo describo: trozo a trozo, aquí un árbol, allí un resplandor de agua y de nuevo allá el remate de una chimenea—, no pude impedirme de imaginar que el conjunto era una de esas ingeniosas ilusiones que se exhiben con el nombre de «cuadros desvanecientes».
Entretanto, durante el rato que había tardado la niebla en desaparecer, el sol se había puesto detrás de las suaves colinas, y desde allí, como si hubiera hecho un ligero paso de balancé hacia el sur, volvió a mostrarse de lleno ante mi vista, refulgiendo con un brillo purpúreo a través de una grieta que se abrió en el valle desde el oeste. Así, repentinamente —como al conjuro de una varita mágica—, el valle entero y cada cosa con él se hicieron brillantemente visibles.
El propio coup d’œil,[269] cuando el sol se deslizó en la posición que he descrito, me impresionó mucho más que cuando, de niño, asistía yo a la escena final de algún espectáculo teatral bien ideado, o algún melodrama. Nada faltaba, ni siquiera la monstruosidad del color, pues la luz del sol brotaba de la grieta, toda teñida de naranja y de púrpura, mientras el intenso verde del césped en el valle se reflejaba más o menos sobre todos los objetos desde la cortina de vapor que seguía cerniéndose en lo alto, como si le costase trabajo abandonar en definitiva un cuadro tan encantadoramente bello.
El vallecillo, en el cual escudriñaba yo así por debajo de aquel dosel de niebla, no tenía más de cuatrocientas yardas de largo, en tanto que su anchura variaba de cincuenta a ciento cincuenta, o quizá hasta doscientas. Era más estrecho en su extremidad norte y se ensanchaba al avanzar hacia el sur, pero sin mucha regularidad exacta. La parte más amplia era de unas noventa yardas en el extremo sur. Las laderas que circundaban el valle no hubieran podido ser llamadas con propiedad colinas, salvo por el lado norte. Allí se elevaba un reborde escarpado de granito a una altura de unos noventa pies, y como ya he dicho, no tenía el valle en aquel punto más de cincuenta pies de ancho; pero, cuando el visitante avanzaba desde aquel risco hacia el sur, encontraba a su derecha y a su izquierda declives menos altos, menos abruptos, menos rocosos. Todo, en una palabra, iba inclinándose y suavizándose hacia el sur, y aun así, el valle entero estaba rodeado de lomas más o menos elevadas, excepto en dos puntos. Ya he hablado de uno de ellos. Se hallaba muy hacia el norte y el oeste, allí donde el sol poniente, como he descrito antes, se abría camino en el anfiteatro a través de una recortada grieta natural abierta en el terraplén granítico; esta grieta tendría diez yardas de anchura en su parte más amplia, hasta donde la mirada podía penetrar. Parecía ascender como una calzada natural hacia los escondrijos de las montañas y de las selvas inexploradas. La otra abertura estaba situada directamente en el extremo sur del valle. Allí las laderas no eran en general más que suaves inclinaciones, extendiéndose de este a oeste y en una extensión aproximada de ciento cincuenta yardas. A la mitad de aquel espacio había una depresión cuyo nivel era el ordinario del suelo del valle. En lo tocante a vegetación, así como respecto a las demás cosas, el paisaje descendía y se suavizaba hacia el sur. Al norte, sobre el precipicio escabroso, a unos pasos del borde, se alzaban los magníficos troncos de los nogales americanos, nogales negros y castaños, entremezclados con algunos robles, y las recias ramas laterales, proyectadas por los nogales principales, se extendían sobre el borde del risco. Avanzando hacia el sur, el explorador veía al principio la misma clase de árboles, pero cada vez menos elevados y con menos carácter de Salvator; luego divisaba el olmo apacible, al que sucedían el sasafrás y el curbaril, y después el suave tilo, el ciclamor, la catalpa, el arce, seguidos de unas variedades cada vez más graciosas y modestas. Toda la superficie de la ladera sur estaba cubierta solo de arbustos silvestres, salvo algún sauce plateado o algún álamo blanco. En el fondo del valle mismo (pues debe recordarse que la vegetación mencionada hasta aquí crecía únicamente sobre las rocas o las laderas de las colinas) se veían tres árboles aislados. Uno era un olmo de buena altura y exquisita forma. Se alzaba vigilando la puerta sur del valle. Otro era un nogal americano mucho más grueso que el olmo, aunque los dos eran muy hermosos: parecía estar encargado de custodiar la entrada del noroeste, surgiendo de un grupo de rocas en la propia boca del barranco, proyectando su gracioso cuerpo en un ángulo de casi cuarenta y cinco grados. Sin embargo, a unas treinta yardas al este de dicho árbol se alzaba la gloria del valle y sin disputa el árbol más magnífico que había yo visto nunca, a excepción acaso de los cipreses del Itchiatuckanee. Era un tulípero de triple tronco —el Liriodendron tulipifera—, del orden natural de los magnolios. Sus tres troncos se separaban del tronco padre a tres pies, aproximadamente, del suelo, y apartándose de manera muy leve y gradual no estaban espaciados más de cuatro pies en el punto donde el tronco más ancho se extendía en follaje, es decir, a una altura como de ochenta pies. La altura total del tronco principal era de ciento veinte pies. Nada puede superar en belleza la forma y el color verde lustroso, intenso, de las hojas del tulípero. En el caso presente tendrían esas hojas sus buenas ocho pulgadas de ancho, pero su gloria quedaba totalmente eclipsada por el fastuoso esplendor de la profusa floración. ¡Figuraos, en tupido ramillete, un millón de los mayores y más resplandecientes tulipanes! Solo así podrá el lector hacerse una idea del cuadro que quisiera describirle. Y añádase a ello la gracia firme de los puros y finamente veteados troncos como columnas, el más grueso de los cuales tenía cuatro pies de diámetro, a veinte de la tierra. Los innumerables ramos de flores, mezclándose con los de otros árboles apenas menos bellos, aunque muchísimo menos majestuosos, llenaban el valle de aromas más exquisitos que los perfumes de Arabia.
El suelo general del anfiteatro era de césped, de la misma clase que el que había yo encontrado en la carretera, y si acaso, de más deliciosa suavidad aún, más espeso, aterciopelado y milagrosamente verde. Era difícil concebir cómo se había podido alcanzar toda aquella belleza.
He hablado ya de dos aberturas en el valle. De la situada al noroeste partía un arroyuelo que descendía a lo largo del barranco, con un suave murmullo y una ligera espuma, hasta estrellarse contra el grupo de rocas junto a las cuales se alzaba el nogal americano aislado. Allí, después de circundar el árbol, se dirigía un poco hacia el nordeste, dejando el tulípero a unos veinte pies al sur, y no teniendo otra alteración en su curso hasta llegar cerca de la mitad del camino entre los linderos este y oeste del valle. En aquel punto, después de una serie de revueltas, torcía en ángulo recto y seguía por lo general en dirección sur, serpenteando a veces, hasta desembocar al fin en un pequeño lago de forma irregular (aunque toscamente ovalada) que se extendía refulgente cerca del extremo inferior del valle. Este pequeño lago tenía tal vez un centenar de yardas de diámetro en su parte más ancha. Ningún cristal hubiera podido ser más límpido que sus aguas. Su fondo, que se veía con claridad, estaba formado todo él con guijarros de una fulgurante blancura. Sus orillas, revestidas de ese césped esmeralda ya descrito, redondeadas más bien que cortadas en terraplén, se hundían en el claro cielo de debajo; y tan claro era aquel cielo, y reflejaba a veces tan a la perfección todos los objetos de encima, que era muy difícil determinar dónde terminaba la efectiva orilla y dónde comenzaba la reflejada. Las truchas, y otras variedades de peces de que aquella laguna parecía materialmente repleta, tenían todo el aspecto de verdaderos peces voladores. Era casi imposible creer que no estuviesen suspendidos por entero en el aire. Una ligera canoa de abedul que reposaba, plácida, sobre el agua, reflejaba en ella sus fibras más pequeñas con una fidelidad no superada por el espejo más a conciencia bruñido. Una islita grata y risueña, con sus flores en plena lozanía —en la que había el espacio suficiente para contener una casita pintoresca, semejante a una pajarera—, se elevaba sobre el lago no lejos de la orilla norte, con la cual estaba unida por medio de un puente que, aunque muy primitivo, parecía inconcebiblemente ligero. Estaba formado por una sola tabla ancha y gruesa de madera de tulípero. Tenía esta cuarenta pies de larga, y abarcaba el espacio entre orilla y orilla con un arco reducido, pero perceptible, que prevenía toda oscilación. Del extremo sur del lago salía una continuación del arroyuelo que, después de serpentear treinta yardas quizá, pasaba al cabo por la «depresión» (ya descrita) en la mitad de la pendiente sur, y cayendo por un escarpado precipicio de un centenar de pies, se abría su tortuoso e inadvertido camino hacia el Hudson.
El lago tenía en algunos sitios treinta pies de profundidad; pero el arroyuelo rara vez pasaba de los tres, y su mayor anchura era de ocho, aproximadamente. Su fondo y orillas eran como las de la laguna, y si existía un defecto que se le pudiera achacar desde el punto de vista de lo pintoresco, era su excesiva limpieza.
La extensión del verde césped estaba realzada aquí y allá por algún brillante arbusto, tal como la hortensia, la bola de nieve común o la siringa aromática, o más a menudo, por un grupo de geranios de numerosas variedades en magnífica floración. Crecían estos últimos en tiestos cuidadosamente sepultados en la tierra, de modo a darles la apariencia de plantas indígenas. Además de todo ello, moteaba de un modo exquisito con sus ovejas el terciopelo del césped un rebaño considerable que vagaba por el valle en compañía de tres gamos domesticados y de un gran número de patos de brillante plumaje. Un enorme mastín parecía estar vigilando a todos aquellos animales, sin excepción.
A lo largo de las colinas del este y del oeste —donde, hacia la parte superior del anfiteatro, eran más o menos escarpados los linderos— crecía la hiedra en gran profusión, de tal modo, que solo podía vislumbrarse algún trecho de la desnuda roca. De igual manera, el precipicio del norte estaba casi por entero revestido de viñas de una rara exuberancia; algunas brotaban del suelo en la base de la roca, y otras, de los bordes de la superficie.
La ligera elevación que formaba el lindero inferior de aquel pequeño dominio estaba coronada por un muro de piedra lisa, de una altura suficiente para impedir que los gamos se escaparan. No se observaba ninguna clase de barrera por otra parte, pues en ninguna otra parte era necesario un cercado artificial: si alguna oveja perdida, por ejemplo, hubiese intentado salir del valle por el barranco, habría encontrado interrumpido su avance, después de unas cuantas yardas, por el saliente escarpado de la roca desde donde se desplomaba la cascada que atrajo al principio mi atención cuando me acerqué a la finca.
En resumen, las únicas entradas o salidas se hacían por una puerta que ocupaba un paso rocoso en la carretera, a algunas yardas por debajo del punto en el cual me había detenido para reconocer el paisaje.
Como ya he descrito, el arroyo serpenteaba con mucha irregularidad a lo largo de todo su curso. Sus dos direcciones generales, conforme he dicho, eran al principio de oeste a este, y luego de norte a sur. En la revuelta, la corriente huía hacia atrás, haciendo una curva casi circular, de modo a formar una península que era muy parecida a una isla, y que encerraba la sexta parte de un acre. Sobre aquella península se elevaba una casa habitable, y al decir que aquella casa, como la terraza infernal que vio Vathek, «était d’une architecture inconnue dans les annales de la terre»,[270] quiero dar a entender simplemente que su tout ensemble[271] me impresionó por el más agudo sentimiento de novedad y de limpieza —en una palabra, de poesía— (pues me sería difícil emplear otros términos que estos precisamente, para dar una definición más rigurosa de poesía en abstracto), y no quiero decir en modo alguno que se distinguiese bajo ningún aspecto solo por poseer un carácter outré.[272]
En realidad, nada podía ser más sencillo, más sin pretensiones en absoluto que aquella quinta. Su maravilloso efecto consistía por completo en su artística disposición, que era como la de un cuadro. Hubiese yo podido imaginar, mientras la miraba, que algún eminente paisajista la había construido con su pincel.
El punto de vista desde donde había yo contemplado el valle al principio no era ni por asomo, aunque se acercara, el mejor para examinar la casa. La describiré, por tanto, tal como la vi después, situándome sobre el muro de piedra en el extremo sur del anfiteatro.
El edificio principal tenía veinticuatro pies de largo y dieciséis de ancho, o cosa así, y de seguro, no más. Su altura total, desde el suelo hasta el ápice del tejado, no excedía de dieciocho pies. Al extremo oeste de aquella construcción se unía otra, una tercera parte menor en todas sus proporciones: la línea de su fachada retrocedía unas dos yardas de la fachada de la mayor, y la línea de su tejado estaba, naturalmente, mucho más baja que la del tejado contiguo. Haciendo ángulo recto con aquellos edificios, y más atrás del principal —no con exactitud en la mitad— se extendía un tercer cuerpo, muy pequeño, y en general, una tercera parte menor que el ala oeste. Los tejados de los dos mayores eran muy inclinados, describiendo desde la parhilera una larga curva cóncava y superando en cuatro pies los muros de la fachada, de modo a formar los tejados de dos galerías. Estos tejados últimos no necesitaban, por supuesto, soportes; pero como tenían el aire de necesitarlos, unos ligeros y muy bien pulidos pilares habían sido adaptados a ellos solo en las esquinas. El tejado del ala norte era simple prolongación de una parte del tejado principal. Entre el edificio mayor y el ala oeste se elevaba una altísima y muy esbelta chimenea cuadrada de consistentes ladrillos holandeses, negros y rojos, alternados; la coronaba una ligera cornisa de ladrillos salientes. Sobre los caballetes se proyectaban los tejados también mucho: en el edificio principal el saliente era de unos cuatro pies hacia el este y de dos hacia el oeste. La puerta principal no estaba colocada con simetría en el cuerpo principal del edificio, pues se hallaba un poco al este, con las dos ventanas al oeste. Estas últimas no bajaban hasta el suelo, sino que eran mucho más largas y estrechas que de costumbre, tenían unas sencillas hojas parecidas a puertas y unos cristales en forma de rombos, pero muy anchos. La puerta misma era de vidrieras en su mitad superior, también de cristales en forma de rombos, con una hoja movible que la protegía durante la noche. La puerta del ala oeste estaba colocada en el muro lateral y tenía una sola ventana orientada hacia el sur. El ala norte no tenía puerta exterior, y también solo una ventana hacia el este.
El muro que sostenía el caballete oriental estaba realzado por una escalera (con balaustrada) que lo cruzaba en diagonal, con la subida hacia el sur. Bajo el techado del ancho alero saliente, aquellos escalones daban acceso a una puerta que conducía a las buhardillas, o más bien al desván, pues aquella parte no estaba iluminada más que por una sola ventana orientada hacia el norte, y parecía haber sido destinada a cuarto almacén.
Las piazzas del cuerpo principal y del ala oeste no estaban soladas, como es costumbre; pero ante las puertas y las ventanas, anchas losas de granito llanas e irregulares se encajaban en el delicioso césped, proporcionando en todo tiempo un cómodo piso. Excelentes pasos de la misma materia —no muy bien ajustados, sino que dejaban entre las piedras frecuentes espacios por los que salía el aterciopelado césped— conducían, aquí y allá, desde la casa, a una fuente de cristal, que manaba unos cinco pasos más lejos, a la carretera o a uno o dos pabellones situados al norte, más allá del arroyo, y completamente ocultos por algunos curbariles y catalpas.
A no más de seis pasos de la puerta principal de la quinta, se alzaba el tronco muerto de un fantástico peral, tan revestido desde la copa al pie por magníficas flores de bignonia, que exigía un minucioso examen el determinar qué especie de fenómeno podía ser aquello. De las diversas ramas de aquel árbol colgaban jaulas con diferentes clases de pájaros. En una, amplio cilindro de mimbre con un anillo en el remate, retozaba un sinsonte; en otra, una oropéndola; en una tercera, el descarado gorrión de los arrozales, mientras tres o cuatro prisiones más delicadas resonaban agudamente con el canto de los canarios.
Los pilares de la piazza estaban enguirnaldados de jazmín y de madreselva, en tanto que del ángulo formado por el cuerpo principal y su ala oeste, enfrente, brotaba una parra de una exuberancia sin igual.
Despreciando toda contención, había trepado primero hasta el tejado inferior y luego hacia el superior, y a lo largo del borde de este último seguía retorciéndose, lanzando sus zarcillos a derecha y a izquierda, hasta alcanzar el caballete del este, dejándose caer y arrastrándose sobre la escalera.
Toda la vivienda, con sus alas, estaba construida, conforme a la vieja moda holandesa, con alfarjías anchas y no redondeadas en los cantos. Este material posee la peculiaridad de dar a las casas el aspecto de ser más anchas en la base que en el remate, a la manera de la arquitectura egipcia, y en el caso presente, aquel efecto sumamente pintoresco estaba ayudado por numerosos tiestos de flores que circundaban casi la base de los edificios.
Las alfarjías estaban pintadas de un gris oscuro, y un artista puede imaginar sin esfuerzo hasta qué punto se fundía aquel tono neutro a maravilla con el verde vivo de las hojas de los tulíperos que sombreaban parcialmente la quinta.
Desde el sitio próximo al muro de piedra, como he descrito ya, se veían los edificios con gran facilidad —pues el ángulo sudeste se proyectaba hacia delante—; de modo que la mirada captaba enseguida la totalidad de las dos fachadas con el pintoresco caballete del este, y al mismo tiempo tenía la plural visión del ala norte, de una parte de un lindo tejado del invernadero, y casi de la mitad de un ligero puente que se arqueaba sobre el arroyo en la proximidad de los edificios principales.
No permanecí mucho tiempo sobre la cumbre de la colina, aunque sí el suficiente para contemplar por completo el paisaje a mis pies. Era evidente que me había apartado de la carretera del pueblo, y tenía así una buena disculpa de viajero para abrir la puerta frente a mí y preguntar mi camino, en todo caso; por lo cual, sin más rodeos, avancé.
Después de franquear la puerta, la carretera parecía extenderse sobre un reborde natural que iba descendiendo a lo largo de la pared noroeste de las rocas. Me condujo al pie del precipicio norte, y luego al puente, y bordeando el caballete del este, a la puerta de la fachada. En mi marcha observé que no se podían ver los pabellones.
Cuando torcía la esquina del caballete, el mastín saltó hacia mí, silenciosamente amenazador, con los ojos y todo el aspecto de un tigre. Le alargué mi mano, sin embargo, en prueba de amistad, y no he conocido nunca perro más sensible a aquel llamamiento hecho a su cortesía. No solo cerró su boca y meneó su rabo, sino que me ofreció de veras su pata, después de haber extendido también sus afabilidades a Ponto.
Como no vi campanilla alguna, golpeé con mi bastón sobre la puerta, que estaba entornada. Inmediatamente avanzó una figura hacia el umbral, una joven de unos veintiocho años de edad, delgada o más bien ligera, y de una estatura superior a la mediana. Cuando se acercaba con cierta modesta decisión, con su paso de todo punto indescriptible, me dije a mí mismo: «He encontrado, de seguro, la perfección de lo natural, en oposición a la gracia artificial». La segunda impresión que me hizo, aun siendo la más viva de las dos, fue una impresión de entusiasmo. No había penetrado nunca en el fondo de mi corazón hasta entonces una impresión novelesca tan intensa, si es que puede llamarse así, o de tal espiritualidad como la que brillaba en sus ojos muy hundidos. No sé cómo sucede esto; pero esa peculiar expresión de ojos que a veces se apodera de los labios es el hechizo más poderoso, si no el único, que capta mi atención hacia una mujer. «Novelesca», con tal que mis lectores comprendan a fondo lo que quisiera encerrar en esa palabra; «novelesca» y «femenina» me parecen términos recíprocos, y, después de todo, lo que el hombre ama verdaderamente en la mujer es su «femineidad». Los ojos de Annie[273] (oí que alguien, desde el interior, la llamaba su «¡querida Annie!») eran de un «gris espiritual»; su cabello, de un castaño claro: esto fue todo lo que tuve tiempo de observar de ella.
Ante su muy cortés invitación, entré, pasando primero por un vestíbulo bastante espacioso. Habiendo venido especialmente para observar, noté que a mi derecha, al entrar, había una ventana parecida a las de la fachada de la casa; a la izquierda, una puerta conduciendo a la estancia principal, mientras enfrente de mí otra puerta abierta me permitió ver una pequeña habitación, del mismo tamaño que el vestíbulo, arreglada para gabinete de trabajo y con una ancha ventana saliente que daba al norte.
Al pasar a la sala de confianza, me encontré con mister Landor, que tal era su nombre, como supe después; se mostraba afable, incluso cordial en sus maneras; pero precisamente en aquel momento estaba yo más atento a observar el decorado de la casa, que tanto me había interesado, que el aspecto personal del morador.
El ala norte, lo vi entonces, era un dormitorio; su puerta abierta conducía a la sala de confianza. Al oeste de esta puerta se veía una ventana sencilla que miraba al arroyo. En el extremo oeste de esta sala de confianza había una chimenea y una puerta que daba acceso al ala oeste, donde, al parecer, se encontraba la cocina.
No puede haber nada más rigurosamente sencillo que el mobiliario de la sala de confianza. Cubría el suelo una alfombra de nudo de excelente tejido, con un fondo blanco sembrado de figuritas verdes, circulares. Las cortinas de las ventanas eran de muselina de chaconada blanca, bastante anchas, y cayendo en pliegues paralelos hasta el suelo, hasta el mismo suelo. Los muros estaban tendidos con un papel francés de gran finura, de fondo plateado, que tenía una tira de un verde pálido corriendo en zigzag sobre él. Lo realzaban en toda su superficie no más de tres exquisitas litografías de Lulien à trois crayons,[274] colgadas en la pared, sin marcos. Uno de estos dibujos representaba una escena de riqueza o más bien de voluptuosidad oriental; otra era una «escena de carnaval» de un brío incomparable; el tercero era una cabeza de mujer griega, un rostro tan divinamente bello, y, sin embargo, con una expresión de vaguedad tan provocativa como nunca había atraído mi atención.
Los muebles más importantes consistían en una mesa redonda, unas cuantas sillas (incluyendo entre ellas una mecedora) y un sofá, o más bien un canapé de madera de arce lisa, pintada de un blanco crema, con un ligero fileteado verde, y el asiento de bejuco. Las sillas y la mesa «hacían juego»; pero las formas de todas habían sido, evidentemente, trazadas por el mismo cerebro que planeó el trazado de «los terrenos»: imposible concebir nada más gracioso.
Sobre una mesa había unos cuantos libros; un ancho y cuadrado frasco de cristal contenía algún nuevo perfume; una lámpara lisa, de vidrio esmerilado, astral (no solar), con una pantalla italiana, y un búcaro grande lleno de flores espléndidamente lozanas. En realidad, las flores, de magníficos colores, formaban el solo decorado de la estancia. La chimenea estaba casi repleta por un florero con brillantes geranios. Sobre una rinconera triangular, colocada en cada esquina de la habitación, había también un florero semejante, que solo se diferenciaba de los otros en su delicioso contenido. Uno o dos bouquets más pequeños adornaban la repisa de la chimenea, y unas violetas recién cogidas se apiñaban sobre las ventanas abiertas.
Este trabajo no tiene otro objeto que dar con detalle una descripción de la residencia de mister Landor tal como la encontré.
[Trad. de Julio Gómez de la Serna]
Edgar Allan Poe, Cuentos completos, Penguin Clásicos,
Edgar Allan Poe llevó a cabo lo que ningún escritor había logrado antes: liberar las terribles imágenes que atesora el subconsciente para dejarlas caminar entre sus páginas. Abanderado de la novela gótica y precursor del relato detectivesco y de la ciencia ficción, sus historias llevan el suspense y el desasosiego hasta una perfección nunca alcanzada y quizá jamás alcanzable de nuevo.
Cuentos completos reúne un total de setenta piezas, de las cuales siete eran inéditas hasta ahora en castellano. Thomas Ollive Mabbot, máxima figura en el estudio de la obra de Poe, firma la esclarecedora introducción. Asimismo, a cada relato corresponde una sucinta nota editorial, anexos que completamos, cerrando el tomo, con los prefacios que el propio autor compuso para Tales of the Folio Club y Tales of the Grotesque and Arabesque y los escritos de su coetáneo y principal valedor europeo, Charles Baudelaire.