Ciclamor (9) - los recuerdos que yo tenía corrían en el cristal del tren como si se volviesen viejos en un instante,

Lisboa al revés y faroles de barcos, varias Lisboas y varios barcos superpuestos por el movimiento del Tajo, una Lisboa plegándose en otra y la otra en otra y en esto la primera otra vez, mi madre conversando con un hombre, el hombre vació un cubo en el patio y empujó la puerta, traje en la gabardina de Rui una lata de petróleo, la jeringuilla, el periódico y el encendedor para calentar la cuchara, hace siglos que no hay quien pedalee en el triciclo dos casas más adelante porque su sobrina no se hizo novia de un doctor, pide limosna en la calle, le habrán dicho que su sobrina pide limosna en la calle y la tía
—No me mortifiques, cállate
Dália giraba y giraba con su vestidito azul, parece un ángel, parece un hada, parece una princesa ¿no?
—Cállate
yo a Dália en la colina de Chelas
—¿Quieres tu triciclo, Dália?
y Dália con la boca abierta agitándose en los trapos, qué ha sido de tus dientes, Dália, qué les ha sucedido a tus dientes de esposa de doctor, sabías que tienes el triciclo esperándote con ruedas nuevas, Dália, sabías que tu tía
—Cállate, no te he oído, cállate
corriendo la cortina, el cerrojo, los estores
—No me mortifiques, cállate
Dália en Bico da Areia intentando acordarse
—¿Me conociste de dónde?
acuclillándose a la entrada del barrio con una esperanza de limosnas, esas heridas en los dedos, esas uñas sin color, se notaba el viento de Trafaria con unos jirones de música colgados de los hombros como tu chaqueta, Dália, cuando las flores de la genciana se abran en mayo nos hacemos novios, ¿quieres?, Dália y la fantasma
—Sácame de aquí a esta fantasma, Judite
la fantasma a la espera de que los gitanos quietos, el espejo del armario vacío, ninguna farola en el barrio, tirando del tapón de la lata de petróleo con los dientes, ordenando a la terraza
—Abre la boca, bebe
Dália apretaba el émbolo con la ayuda de la fantasma en una vena de la lengua, las de los brazos y las piernas sin sangre, se buscaba debajo de la ropa y las líneas de los huesos le roían la piel, Vânia adelgazaba así y el gerente observando lo holgado de la blusa
—Por casualidad no estarás enferma, ¿no, Vânia?
si mi abuela recorriese su cara entendería, mi abuela en un hoyo que mi padre no alisó, lo alisaron dos individuos con gorra y el cura con el misal en el pecho quejándose del frío
—Más deprisa
ni una campana que repicase lutos por ella, la muchacha del dedo en el libro con nosotros
no, una vecina
ni un boj ni un tronco, un rectángulo en el comienzo de la cuesta con un crucifijo a la entrada
el cementerio de los judíos, decían ellos
cipreses en harpilleras para plantar después, sauces, ciclamores, Vânia
—Nunca he estado tan bien
en una ocasión llevamos a mi abuela a Bico da Areia, todo quedaba atrás en la ventanilla
es decir los recuerdos que yo tenía corrían en el cristal del tren como si se volviesen viejos en un instante, separándonos de cosas al final antiguas, la casa, el gato, las mimosas, la risa de mi madre se acabó en la boca
—Abre la boca, fantasma
llevamos a mi abuela hacia el peldaño del portón, gemidos de cuna de gaviotas y ella preocupada intentando sujetarnos
—No entiendo el mar, Judite
en el cuartito del fondo donde el cesto de las sábanas sin lavar, la caja casi vacía con el juego de cubiertos de metal chapado que íbamos vendiendo o entregándolos en la terraza donde el petróleo ahora
la fantasma los entregaba en la terraza donde el petróleo ahora, el dueño rascaba el tenedor o la cuchara con la navaja, los pesaba en la mano, los guardaba en el cofre y medía un cuartillo de vino, mi madre a mi abuela
—Venga a comer, madre
y ella ovillada de miedo
—No entiendo el mar, Judite
—¿El dueño de la terraza es mi padre, madre?
mi madre muda o si no
—¿Qué has venido a hacer aquí? Vete ya
y antes de irme la fantasma ayudaba a Dália con la vena de la lengua
o mejor la fantasma sola pensando si yo pudiese ayudar a Dália con la vena de la lengua, el resto de la lata de petróleo en el toldo, uno de los perros corrió pegado a la última casa y se hundió en la duna, si en esa época hubiese conocido al señor Couceiro le habría pedido que hablase con mi abuela y le explicase el mar en latín, la ciudad al revés, los faroles de los barcos, la fantasma acercaba el encendedor al periódico y el periódico al petróleo, el dueño de la terraza en la vivienda justo a la izquierda del barrio con un santo en una hornacina y azulejos y cactus, la esposa del delantal sabía con certeza

António Lobo Antunes, ¿Qué haré cuando todo arde?,

António Lobo Antunes se adentra en el mundo marginal y desconocido del travestismo, la homosexualidad y la drogadicción para narrarnos la historia de una familia llena de conflictos y rupturas, a través de los recuerdos de Paulo, un joven que creció bajo la tutela de un padre travesti y una madre alcohólica. Su vida discurre entre las calles de un humilde barrio lisboeta, donde consigue las drogas que le ayudan a evadirse de una realidad que le supera y el centro psiquiátrico en que los doctores tratan de encarrilar su existencia.

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