Araucaria (5) - Ahora estaba asustada de un modo convencional: estómago revuelto, timidez, enmudecimiento, y era horriblemente consciente de su entrada en un mundo nuevo.

El coche pasó a trompicones sobre una valla para el ganado derribada y atravesó un inmenso arco almenado. Un cottage para el guardés, sin cristales en las ventanas, se erigía en un paraje agreste de arbustos castigados por el viento. La desigual senda de grava, erosionada por la lluvia e invadida de maleza, trazó una curva a la derecha y ascendió hacia la casa. Después del terreno rocoso y seco, la tierra allí estaba húmeda y era más oscura, cubierta por parches de hierba tiesa de un vivo verde. Fucsias rojas en flor salpicaban la ladera entre matas de rododendro desaliñadas y oscuras. La vía dio una nueva curva y la casa apareció más cerca. Marian divisó la balaustrada de piedra de una terraza que la rodeaba por completo y la alzaba a una buena altura sobre la tierra turbosa. Había un muro de piedra gris más allá y se insinuaba un jardín descuidado con unos pocos abetos mustios y una araucaria. El coche se detuvo y Scottow apagó el motor.
Marian se sintió consternada por el súbito silencio. Pero el pánico irracional había quedado atrás. Ahora estaba asustada de un modo convencional: estómago revuelto, timidez, enmudecimiento, y era horriblemente consciente de su entrada en un mundo nuevo.
Scottow y Jamesie llevaron las maletas. Sin mirar las ventanas vigilantes, ella los siguió por los escalones conducentes a la terraza, de losas resquebrajadas y entre las que crecían hierbajos, por el porche de piedra, grande y ornamentado, y a través de las puertas batientes de cristal. Dentro el silencio era de una variedad distinta, y estaba oscuro y hacía más bien frío y había un olor dulzón a cortinas y humedad viejas. Dos doncellas con altas cofias de encaje y pelo negro y grasiento, que no dejaban de lanzarle miradas de soslayo, se acercaron por su equipaje.
Jamesie había desaparecido en la oscuridad. Scottow dijo:
—Imagino que querrá usted asearse. No hay prisa. Por supuesto, no nos cambiamos para cenar, no muy en serio, quiero decir. Las doncellas le enseñarán su habitación. Quizá le apetezca a usted bajar en media hora o así. La estaré esperando en la terraza.
Las doncellas se apresuraban ya escaleras arriba con el equipaje. Marian las siguió a través de la semioscuridad. Los suelos estaban en su mayor parte desnudos de alfombras y desnivelados, crujían, producían ecos, pero había suaves colgaduras, cortinas en arcos y tenues tejidos semejantes a telas de araña que pendían en puertas y rincones y se le enganchaban en las mangas al pasar. Finalmente fue conducida a una habitación tomada por la luz del atardecer. Las doncellas desaparecieron.
Cruzó la habitación para asomarse a la ventana. Ofrecía una amplia vista del valle, hasta Riders y el mar. Este tenía ahora un tono azul pavo real y los acantilados, negro azabache, y disminuían en la distancia hasta donde las lejanas islas volvían a ser visibles sobre un cielo ámbar oscuro. Miró y suspiró, olvidándose de sus inquietudes.

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