Flambeau se inclinó hacia la señora y le expresó su simpatía; después dijo al hombre:
—Me pareció, señor, que usted era el cuñado de la señora Flood.
—Soy el doctor Oscar Flood —replicó el otro—. Mi hermano, el esposo de esta señora, está en la actualidad de viaje en el Continente, obligado por sus negocios, y ella dirige el hotel. Su abuelo estaba parcialmente paralítico y tenía mucha edad. No se sabía que nunca hubiera salido de su dormitorio; así es que las extraordinarias circunstancias…
—¿Ha llamado al médico y a la Policía? —preguntó Flambeau.
—Sí —replicó el doctor Flood— llamamos después del horrible descubrimiento, pero no podrán llegar antes de algunas horas. Esta posada está tan apartada… Sólo acuden a ella gente que van a Canterbury o más allá. Por eso solicitamos su valiosa asistencia hasta…
—Si podemos prestar alguna —dijo el padre Brown abstraído hasta parecer incivil—. Haríamos mejor en ir a ver las circunstancias en seguida.
Se dirigió hacia la puerta y casi tropezó con un hombre que estaba de espaldas. Un grueso y fornido joven con el cabello negro, descuidado, sin peinar. Sin embargo, hubiera podido parecer hermoso, a no ser por la ligera desfiguración de uno de sus ojos, la cual le daba apariencia siniestra.
—¿Qué demonios está usted haciendo —chilló— llamando a Tom, Dick o Harry, si, al fin y al cabo, han de esperar a la Policía?
—Me haré responsable ante la Policía —repuso Flambeau con cierta magnificencia y el aire decidido de haber tomado el mando de todo.
Avanzó hacia la entrada y, como era mucho más grueso que el fornido joven y sus bigotes eran tan formidables como los cuernos de un toro español, el joven fornido se colocó detrás con un inconsciente aire de haber sido adelantado. El grupo salió al jardín y subieron por el enlosado sendero hacia la plantación de moreras. Flambeau oyó que el sacerdote decía al doctor:
—No parece querernos mucho, ¿verdad? A propósito, ¿quién es?
—Su nombre es Dunn —dijo el doctor con cierta reserva—. Mi cuñada le dio el empleo de cuidar del jardín porque perdió un ojo en la guerra.
A través de las filas de moreras se veía el paisaje del jardín presentando ese rico y siniestro efecto propio de los momentos en que la tierra es más brillante que el cielo. Más allá, donde la luz del sol se quebraba, las copas de los árboles parecían pálidas llamas verdes contra un cielo oscurecido por la tempestad y cruzado por franjas púrpuras y violeta. La misma luz parecía desgarrar el prado y los cuadros del jardín y, a pesar de su luminosidad, eran más sombríos y misteriosos bajo aquella luz. Los parterres del jardín estaban adornados con una profusión de tulipanes, que eran como gotas de sangre oscura. De alguno de ellos se hubiera podido afirmar que eran verdaderamente negros. La hilera terminaba, aproximadamente, con un gran árbol el cual, en parte por algún confuso recuerdo, fue asociado por el padre Brown con el llamado árbol de Judas. Lo que promovió esta asociación de ideas fue el hecho de colgar de una de sus ramas, como un fruto maduro, el seco y flaco cuerpo de un anciano con una larga barba que el viento agitaba grotescamente.
Se encontraban ante algo peor que el horror de la oscuridad: el del horror de la luz del sol. Porque aquel fantástico y caprichoso sol pintaba al árbol y al hombre con alegres colores de decoración de teatro. El árbol estaba en flor y el cuerpo colgaba envuelto en una bata verde y llevaba en su oscilante cabeza un casquete escarlata. Calzaba unas babuchas rojas, una de las cuales había caído sobre la hierba como una mancha de sangre.
Pero ni Flambeau ni el padre Brown se fijaban en esto. Estaban ambos con los ojos fijos en un extraño objeto que parecía salir del centro de la contraída figura del muerto, y que gradualmente reconocieron como el oxidado y oscuro puño de una espada del siglo XVII, la cual había traspasado completamente al cadáver. Ambos quedaron inmóviles al contemplarlo, hasta que el inquieto doctor Flood, cuya impaciencia parecía aumentar ante la perplejidad de los otros, dijo, haciendo crujir impaciente sus dedos:
—Lo que más me intriga es el estado actual del cadáver. Y eso que ya tengo una idea…
Flambeau avanzó hacia el árbol e inspeccionó con una lente el puño de la espada. Por alguna extraña razón, en aquel mismo instante el sacerdote, con inocente malicia, giró sobre sus pies como una peonza, dio la espalda al cadáver y miró a hurtadillas en dirección opuesta. Tuvo tiempo de ver el cabello rojo de la señora Flood en el otro extremo del jardín, vuelta hacia un joven moreno demasiado borroso con la distancia para ser identificado, que en aquel momento montaba en una motocicleta y desaparecía seguidamente, dejando tras de sí sólo el ruido del vehículo amortiguado. La mujer se volvió y empezó a andar hacia ellos, atravesando el jardín, justamente cuando el padre Brown se volvía también y comenzaba una minuciosa inspección del puño de la espada y del cuerpo colgante.
G. K. Chesterton, El escándalo del padre Brown, Los relatos del padre Brown - 5,
El célebre clérigo pequeño y rechoncho, con un amplio sombrero y una amplia cara, apoyado casi siempre en un raído paraguas, creado por aquel —un tanto regordete también— que sabía demasiado, vuelve a recorrer mundo y a codearse con comunistas y delincuentes para resolver cuanto enigma se le presente para gozo de sus finos lectores.
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