Durante la época de las lluvias, pensé, las boas subían por la mañana a aquella parte de la villa, seguían por el apeadero del tren, en busca de las cabras que se alejaban de las chozas, fuera de la protección de los perros, los insectos vibraban en el aire mojado, hormigas rojas surgían de los pretiles y de las grietas de la caliza, casi se distinguían los paredones de la iglesia y las araucarias del convento sin monjas, de claustros adornados con angelitos, y en esto el cielo ennegrecía de repente, los truenos estallaban de valle en valle en medio de un ruido de muebles, quemando las tierras aradas y los arbustos del café, y mi padre llegaba a casa en el todo-terreno, empapado, temblando por el paludismo, se envolvía en las mantas y le pedía a mi madre, desde el fondo de capas superpuestas de lana, el frasco de comprimidos de quinina. A esas alturas era ella, con bata, galochas, paraguas y linterna, quien encendía y apagaba el motor acompañada por la cocinera con una lata de petróleo en la mano, después de esparcir velas encendidas en los cuartos como en un oratorio sin imágenes, y yo, apoyado en la puerta de la veranda, tenía miedo de que las boas escondidas en la hierba la devorasen de un bocado, como les hacían a las cabras, al mismo tiempo que mi padre, con una compresa que se maceraba en su frente, vomitaba el alma en una jarra de esmalte.
Mi madre, de vuelta del motor, mandaba entonces que me vistiese con unos pantalones por encima de los pantalones del pijama, que me calzase las botas de goma de pescar en el Dondo, que me pusiese la gabardina de mi padre que se arrastraba, larguísima, por el barro y buscase al Delegado de Salud en la pensión de la francesa, acompañado por tres criados negros cuyas órbitas color madera de pino rodaban chispeantes, suspendidas del vacío, en la oscuridad. Cruzábamos charcos y desniveles de talud, un barrio con chabolas de adobe, bosta, cinc y planchas de madera amontonadas en torno a un baobab reducido por las langostas a un esqueleto de cortezas, alcanzábamos, al lado del aeródromo que ningún avión utilizaba, la carretera de arena hacia el centro de la villa, girábamos a la derecha por el convento de las monjas, con su reguero de guijarros, y tocábamos el timbre de la madama en una de las casas del barrio económico que la fábrica de refrescos y cervezas había construido para las familias de los obreros que fermentaban la malta y embotellaban naranjadas.
Era un edificio pequeño e inocente con un huertito de begonias y un candil de cobre en el zaguán, que los clientes reconocían, aun con los ojos cerrados, gracias a los tangos del gramófono que inundaban las tinieblas con acordeones trágicos y con gritos de resignación o de celos. Un edificio pequeño entre edificios pequeños, con visillos fruncidos y pájaros de barro que revoloteaban en la fachada, con todo-terreno y automóviles estacionados en el paseo, una claridad ambarina que suavizaba los anaqueles, y allí dentro una salita con un círculo de sofás y de sillas de cola de bacalao apoyadas en las paredes como en las academias de baile, lámparas vestidas de papel celofán una araña que goteaba aristas de caireles, y un sirviente con chaleco, mangas abombadas y servilleta en el brazo trotando de sillón en sillón con una bandeja de vasos.
António Lobo Antunes
Tratado de las pasiones del alma
Un terrorista —el Hombre— y un Juez de Instrucción se enfrentan, desde posiciones encontradas, en un interrogatorio que va mucho más allá del intento de conseguir información. Los dos hombres se conocen desde niños y en la conversación saldrán a relucir —en un entremezclarse de tiempos y voces pasados y presentes— todas sus diferencias ideológicas y de clase: el juez proviene de una mísera familia campesina y el terrorista es nieto del dueño de las tierras donde ésta trabajaba.
Con un lenguaje desbordante, riquísimo en recursos expresivos —donde cada palabra parece haber sido pulida hasta alcanzar una nueva categoría—, Lobo Antunes profundiza admirablemente en el alma humana hasta su médula más desnuda.
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