Araucaria (10) - Ahora, que llueva lo que Dios quiera, que truene, que el granizo os reviente la naranja, los pomelos; yo estoy a cubierto, bajo techo.

De niño, es mayor el que está un curso por encima de ti, el que tiene unos cuantos meses más que tú, un año más. De viejo, como dice el tango, veinte años no es nada: mi madre una vieja, yo un viejo: para Miriam, para Félix, abuelo y bisabuela confundidos en la sucia nevisca de la vejez), pues sí, la abuela no quería saber nada, nunca quiso preguntarse nada, se guardaba su dinero en el banco, compraba obligaciones del Estado, bonos, todo lo que fuera seguro, y guardaba sus huertos agonizantes que apenas si daban para mantenerse a sí mismos sin secarse, para pagar las instalaciones de riego por goteo que necesitaban, los tratamientos fitosanitarios, los polvos contra la mosca del Mediterráneo, contra el minador, las podas, los herbicidas, las máquinas, los gastos de la recolección, embalaje y transporte. Ella decía que no quería saber nada del cemento, nada de convertir en rentables, de multiplicar de un solo golpe por diez, por cien, por mil, el valor de aquellos terrenos ruinosos que se han defendido en vano, porque, después de tanto esfuerzo, acabaron por ser yermos, extensiones cubiertas por árboles secos y hierbas, para, como no podía ser de otra manera, convertirse al final ellos también en solares, también ellos en bloques de apartamentos, en bungalows, en chalets; solares como los demás, urbanizables, edificables, en un momento en el que ya no quise comprar, porque ya no los necesitaba. Se lo dije a ella en su día: Ahora, que llueva lo que Dios quiera, que truene, que el granizo os reviente la naranja, los pomelos; yo estoy a cubierto, bajo techo. Los había necesitado antes, en su momento, aquellos terrenos que resplandecían vírgenes en las fotos aéreas en medio de todos los solares, las rayas perfectas de los naranjos en torno a la casa, el bosquecillo de pinos, las palmeras, las araucarias, como un oasis en el desierto de cemento en las fotos aéreas que ponían en los folletos de turismo del ayuntamiento, de la Generalitat, en los escaparates de las inmobiliarias, y cuando me los ofrecieron Matías y mamá, ya no los quise. Les dije que tenía otras cosas más interesantes en las que meterme, porque ni siquiera me los ofrecieron para que me beneficiara como copropietario, sino que querían hacerlos valer, que pagara lo mismo que iba a pagar cualquiera, una vez que todo se había revalorizado hasta rozar los precios de locura, ahora no era el momento de comprar. Se lo dije así, es momento de vender, pero no es momento de comprar, y los mandé a negociar con otros, a humillarse regateando con Bataller, con Guillén, con Dondavi, con Maestre, con Rofersa, con todas las constructoras de la comarca. No los quiero, les dije. Ahora no puedo meterme en eso. No es el momento, les dije. Lo que tenía que hacer lo había hecho por mi cuenta. Yo había tenido que hundir la mano hasta el codo, hubo que buscar algo para empezar, algo que empujara hacia arriba, el hidrógeno, el helio, el gas que consigue que se eleve el globo aerostático, porque lo importante en ese primer momento, antes de elegir el rumbo, es subir; si no asciendes, si no tocas el cielo y miras la tierra abajo, como un pañuelo a cuadros, no hay viaje, hay que subir aunque no sean más que unos palmos, unos pocos metros, el cielo, al fin y al cabo, empieza un par de palmos por encima de tu cabeza, pero tienes que notarte arriba, mirar las cosas desde arriba, aunque sólo sea unos pocos metros, y entonces sientes que ya puedes elegir el rumbo; pero la altiva torre gótica se negó a ayudarme a levantar ese vuelo. Hermética, cerrada a cal y canto. 

Rafael Chirbes
Crematorio

La muerte de Matías Bertomeu, el ideólogo que cambió la revolución por la agricultura, pone en marcha los mecanismos que componen Crematorio. El dolor devuelve el reverso de vidas levantadas sobre oscuros cimientos: la del hermano de Matías, Rubén, el constructor sin escrúpulos; la de Silvia, la hija de Rubén, biempensante restauradora de arte casada con Juan Mullor, el catedrático que prepara la biografía de Federico Brouard, viejo amigo de los Bertomeu, un escritor alcohólico que vive el fracaso de sus últimos días; la de Ramón Collado, el hombre que hizo los trabajos sucios del constructor; la de Traian, el mafioso ruso, viejo socio de Rubén; y la de Mónica, la jovencísima y ambiciosa esposa.
Chirbes nos ofrece un panorama terrible: la corrupción como savia que recorre todo el cuerpo de una sociedad en la que la destrucción del paisaje adquiere valor de símbolo. Chirbes despliega así un mundo abandonado por los dioses en el que las palabras y las ideas son sólo envoltorios, y el arte y la literatura, juguetes inanes. Rafael Chirbes se nos muestra, en esta gran novela, más radical, más feroz, más «Francis Bacon» y mejor escritor que nunca.

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