Recé un padrenuestro. Cerré los ojos. Más no podía pedir. Si acaso, el rumor de un río. El canto del agua pura sobre las lajas. Cuando rehíce el camino a través del bosque aún resonaba en mis oídos el Sordel, Sordello, ¿qué Sordello?, pero algo en el interior del bosque enturbiaba la evocación musical y entusiasta. Salí por el lado equivocado. No estaba enfrente de la casa principal sino de unos huertos que parecían dejados de la mano de Dios. Escuché, sin sorpresa, el ladrido de unos perros que no vi y al cruzar los huertos, donde bajo la sombra protectora de unos paltos se cultivaba toda clase de frutos y verduras dignas de un Archimboldo, distinguí a un niño y a una niña que cual Adán y Eva se afanaban desnudos a lo largo de un surco de tierra. El niño me miró: una ristra de mocos le colgaba de la nariz al pecho. Aparté rápidamente la mirada pero no pude desterrar unas náuseas inmensas. Me sentí caer en el vacío, un vacío intestinal, un vacío hecho de estómagos y de entrañas. Cuando por fin pude controlar las arcadas el niño y la niña habían desaparecido. Después llegué a una especie de gallinero. Pese a que el sol aún estaba alto vi a todas las gallinas durmiendo sobre sus palos sucios. Volví a oír el ladrido de los perros y el rumor de un cuerpo más o menos voluminoso que se introducía a la fuerza en el ramaje. Lo achaqué al viento. Más allá había un establo y una cochiquera. Los rodeé. Al otro lado se erguía una araucaria. ¿Qué hacía allí un árbol tan majestuoso y bello? La gracia de Dios lo ha colocado aquí, me dije. Me apoyé en la araucaria y respiré. Así permanecí un rato hasta que oí voces muy lejanas. Avancé en la seguridad de que esas voces eran las de Farewell, Neruda y sus amigos que me buscaban. Crucé un canal por el que se arrastraba un agua fangosa. Vi ortigas y toda clase de malas hierbas y vi piedras puestas aparentemente al dictado del azar pero cuyo trazo respondía a una voluntad humana. ¿Quién había dispuesto esas piedras de esa manera?, me pregunté. Imaginé a un niño vestido con un suéter raído, hecho de lana de oveja, demasiado grande para él, moviéndose pensativo en la inmensa soledad que precede a los anocheceres del campo. Imaginé una rata. Imaginé un jabalí. Imaginé un vultúrido muerto en un pequeño valle no hollado por persona. La certidumbre de esa soledad absoluta siguió inmaculada. Más allá del canal, colgando de cáñamos trenzados de árbol en árbol, vi ropa recién lavada que el viento movía esparciendo alrededor un aroma de jabón barato. Aparté las sábanas y las camisas y lo que vi, a unos treinta metros de distancia, fue a dos mujeres y a tres hombres, enhiestos en un imperfecto semicírculo, con las manos tapando sus caras. Eso hacían. Parecía imposible, pero eso era lo que hacían. ¡Se cubrían las caras! Y aunque el gesto duró poco y al verme tres de ellos echaron a andar hacia mí, la visión (y todo lo que ella conllevaba), pese a su brevedad, consiguió alterar mi equilibrio mental y físico, el feliz equilibrio que minutos antes me había obsequiado la contemplación de la naturaleza. Recuerdo que retrocedí. Me enredé en una sábana. Di un par de manotazos y me habría caído de espaldas si no llega a ser porque uno de los campesinos me aferró por la muñeca. Ensayé una mueca perpleja de agradecimiento. Eso es lo que guardo en la memoria. Mi sonrisa tímida, mis dientes tímidos, mi voz que rompía el silencio del campo para dar gracias. Las dos mujeres me preguntaron si me sentía mal. ¿Cómo se siente, padrecito?, dijeron.
Roberto Bolaño
Nocturno de Chile
Sebastián Urrutia Lacroix, sacerdote del Opus Dei, crítico literario y poeta mediocre, revisa su vida en una noche de fiebre alta en la que cree que va a morir. Y en su delirio febril van apareciendo Jünger y un pintor guatemalteco que se deja morir de inanición en el París de 1943, un Pinochet al que el protagonista da clases de marxismo, el ya anciano pope de la crítica nacional, una misteriosa mujer en cuya casa se reúne lo más granado de la literatura chilena, todo ello mientras en las calles de Santiago impera el toque de queda. Una novela escalofriante, imprescindible.
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