—Sin duda es alguna clase de escritura —dijo Challenger.
—Parece como un rompecabezas de esos concursos cuyo premio es una guinea —comentó lord John, estirando el cuello para observarlo. De improviso alargó su mano y cogió el rompecabezas—. ¡Por Dios! —exclamó—. Creo que ya lo tengo. El muchacho lo había acertado desde el primer momento. ¡Vean aquí! ¿Cuántas marcas hay en ese papel? Dieciocho. Y bien: si piensan en ello, verán que hay dieciocho bocas de cueva en la ladera de la colina que está sobre nosotros.
—Cuando me dio el papel señaló las cuevas —dije.
—Bien, esto lo aclara todo. Es un mapa de las cuevas, ¿eh? Dieciocho de ellas en una hilera, algunas cortas, otras profundas, algunas bifurcadas, tal como las hemos visto. Es un mapa y aquí hay una cruz. ¿Para qué está colocada? Lo está para señalar una cueva que es mucho más profunda que las otras.
—Una que atraviesa todo el risco —exclamé.
—Creo que nuestro joven amigo ha descifrado el enigma —dijo Challenger—. Si la cueva no atraviesa de parte a parte el risco, no comprendo por qué esta persona, que tiene toda clase de razones para desearnos el bien, va a llamarnos la atención sobre ello. Pero si lo atraviesa y sale del otro lado por un punto situado a la misma altura, no tendremos que descender más que un centenar de pies.
—¡Un centenar de pies! —refunfuñó Summerlee.
—Bueno, nuestra cuerda todavía tiene más de cien pies —exclamó—. Sin duda podremos hacer el descenso.
—¿Y qué pasará con los indios que están en la cueva? —objetó Summerlee.
—No hay indios en ninguna de las cuevas que hay por encima de nosotros —dije—. Todas se utilizan como graneros y depósitos. ¿Por qué no subimos ahora mismo y atisbamos el terreno?
Se halla en la meseta una madera seca y bituminosa —una especie de araucaria, de acuerdo con nuestros botánicos— que siempre usan los indios como antorcha. Cada uno de nosotros cogió un manojo de éstas y subimos por la escalera cubierta de maleza hasta la cueva marcada en el dibujo. Estaba, tal como ya había dicho, completamente vacía, si se exceptúa un gran número de enormes murciélagos, que aletearon en torno a nuestras cabezas a medida que nos adentrábamos en ella. Como no deseábamos atraer la atención de los indios acerca de nuestras acciones, anduvimos dando traspiés en la oscuridad hasta que dejando atrás varias cuevas penetramos una considerable distancia en el interior de la caverna. Entonces, por fin, encendimos nuestras antorchas. Era un túnel hermoso y seco, con lisas paredes grises, cubiertas de símbolos indígenas, el techo curvado con arcos sobre nuestras cabezas y una arena blanca que brillaba bajo nuestros pies. Nos precipitamos anhelantes por este túnel hasta que, con un profundo gemido de amargo desencanto, nos vimos forzados a hacer un alto. Ante nosotros aparecía un muro de roca pura, en la que no había ni una grieta por la que pudiera deslizarse un ratón. Allí no había salida para nosotros.
Nos quedamos inmóviles, contemplando con amargura en el corazón ese inesperado obstáculo. Éste no era el resultado de ningún cataclismo, como en el caso del túnel de ascenso. Aquello era, y había sido siempre, un cul de sac.
—No importa, amigos míos —dijo el indomable Challenger—. Todavía cuentan ustedes con mi firme promesa de otro globo.
Summerlee lanzó un quejido.
—¿No habremos seguido una cueva equivocada? —sugerí.
—Es inútil, compañerito —dijo lord John con el dedo apoyado en nuestro mapa—. La diecisiete empezando por la derecha y la segunda desde la izquierda. Ésta es la cueva, con toda seguridad.
Yo miré la marca que señalaba su dedo y lancé un grito de repentina alegría.
—¡Creo que lo tengo! ¡Síganme, síganme!
Retrocedía a todo correr por el camino que habíamos seguido, con la antorcha en la mano.
—Aquí —dije, señalando hacia unas cerillas que había en el suelo— es donde encendimos las antorchas.
—Exacto.
Arthur Conan Doyle
El mundo perdido
Aventuras del profesor Challenger
Una de las más divertidas sátiras de los científicos modernos, sus querellas académicas y su visión reductora pero enérgica de la realidad, es también una de las mejores novelas de aventuras que ha consentido este siglo. Novela en que se crea al profesor Challenger y que figura entre las historias mejor contadas de este narrador fuera de serie. El argumento nos parece hoy manido, a causa de las incontables imitaciones que ha soportado […]; puede resumirse así: el profesor Challenger, viajando por América del Sur, descubre rastros de vida prehistórica en las selvas amazónicas; vuelve a Londres y prepara una expedición para verificar sus teorías; encuentran estos exploradores una meseta inaccesible en plena jungla, habitada por bestias antediluvianas y razas en los albores de la humanidad; tras numerosos peligros, vuelven a Londres con sorprendentes pruebas de su descubrimiento. Conan Doyle consigue narrar toda la aventura, situando siempre al lector en el punto más adecuado para disfrutar de ella, por lo que cada escena adquiere una suerte de mágica intensidad gozosa: El mundo perdido es una novela que se lee en un estado de ánimo permanentemente jubiloso, propia de una víspera de fiesta o del alba ensoñada y excitante en que vamos a emprender un viaje anhelado. Es un libro escrito con buen humor, en el que el autor contagia a su público el disfrute que le produjo componer cada página. Las figuras de los dos científicos expedicionarios, Challenger y su rival Summerlee, quedan simpáticamente maltratadas. Ambos son obstinados, incapaces de todo goce que no derive de la taxonomía o de la prioridad en el descubrimiento, pero con todo, esclavos de una especie de fanatismo que casi podría confundirse, en ocasiones, con la grandeza.
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