Lorenzo se despidió evasivamente y salió de la sala detrás de la madre y seguido de David. Sintió otra vez aquella gélida sequedad en la boca mientras atravesaba la penumbra del patio por la zona porticada y volvía a imaginarse el acudidero obstinado de Zarandillo, la madroñera que ahora sólo iba a depararle al potro una nueva forma de ofuscación en medio de la negrura. Le llegó como si fuera la primera vez el aliento de los chorreantes macetones de aspidistras y gladiolos, un rectángulo vegetal inscrito en el que formaban las columnas de porte neoclásico con el alcorque central, donde crecía la araucaria que ya rebasaba la altura de la azotea. Veía la sombra opaca de la madre deformada en el piso de mármol, esa lámina de hielo verdoso más traslúcida ahora bajo la módica luz del farol colgado frente a la cancela. David ajustó entonces su paso al de Lorenzo con un gesto confidencial de apoyo, como queriendo patentizarle que entendía muy bien todo lo que estaba ocurriendo y que confiara en su segura discreción. Lorenzo cogió un momento del hombro a su amigo y subió la escalera pausadamente, rozando a trechos con los dedos el barandal tapizado. Al llegar arriba, doña Herminia los besó despidiéndose y se fueron hacia el otro extremo de la galería con un notorio disimulo de conjurados. Antes de que David llegara a su dormitorio, Lorenzo le reiteró otra vez lo que ya sabía y debía callar. David asintió por medio de una solemnidad muda y no entró en la habitación hasta ver que Lorenzo torcía nuevamente hacia la escalera. Lo turbó de pronto la dudosa posibilidad de que apareciera en aquel momento Estefanía y usara de algún simulacro maternal para dejarlo acostado.
Lorenzo se acercó con paso cauteloso a la puerta de la sala y dedujo por la proximidad de las voces que Ambrosio estaba a punto de irse. Corrió entonces de puntillas hacia la cancela, la abrió con un delincuente sigilo y salió a la calle. La tartana permanecía a un lado del portal, vaciada como en un difuso bajorrelieve sobre el fondo gris de las tapias frontales, los dos mulos tan gemelos e inmóviles que parecían uno solo desdoblado por la acción espejeante de la humedad. Lorenzo se situó contra la pared, al resguardo de un cierro, el esbozo de una cara más aniñada y apenas reconocible reflejándose deficitariamente en el cristal mojado. Notaba los pulsos percutiendo en las sienes, creciendo al mismo compás que ese ilusorio sentimiento de hombría donde se confunden la culpa y la vanagloria. No tardó en aparecer Ambrosio, que se dirigió primero a la parte de atrás de la tartana y sacó un impermeable de debajo de uno de los asientos laterales. Lorenzo se aproximó muy despacio y puso una insegura mano en el brazo de Ambrosio, quien se volvió sin ninguna ostensible señal de sorpresa.
José Manuel Caballero Bonald
Toda la noche oyeron pasar pájaros
Una familia inglesa ligada a los negocios marítimos se traslada a vivir a un puerto del sur. A partir de los vínculos que establecen sus miembros con la sociedad portuaria de la zona se desarrolla, con una sinuosa astucia selectiva, un mosaico de relaciones en el que se confunden el vértigo enfermizo de la memoria y la incoherencia del presente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario