el 19 de octubre, que fue posteriormente conocido con el sobrenombre de «lunes negro»

El 87 fue el año que Andrés denominó «de los diecinueves»: en España, el 19 de julio la banda terrorista ETA hizo saltar por los aires el aparcamiento del supermercado Hipercor en Barcelona con un saldo final (en esta clase de operaciones calculadas hay que hablar de saldo, positivo o negativo, depende de la intención final del criminal) de 21 muertos y 40 heridos, todos ellos ciudadanos que estaban de compras en ese local comercial; y el 19 de octubre, que fue posteriormente conocido con el sobrenombre de «lunes negro», el índice Dow Jones sufrió la mayor caída de su historia desde el crack del 29, inicio de la Gran Depresión, que arrastró una pérdida de más de 500 puntos. Pero Andrés estaba eufórico. La primera tienda-exposición de la franquicia Divino Dissegno se abrió en Madrid en el otoño de ese mismo año con un éxito espectacular debido, hay que decirlo en su honor, a la campaña de lanzamiento que planificó basándose en la experiencia de la casa madre a partir del momento en que cerró el trato con los milaneses. Andrés, que no estaba acostumbrado a entusiasmarse con su trabajo, comprendió que acababa de encontrar su camino en la vida.
El paso de los años había herido de muerte el corazón de la antigua pandilla de amigos. A medida que cada uno se va abriendo paso en la vida, creando o no una familia, los lazos se van aflojando. De las viejas reuniones nocturnas en la casa de los Delcampo ya no quedaban ni los rescoldos. Si Andrés se veía con alguno, casi nunca era en pareja sino de hombre a hombre y con cita previa. La última vez que se encontraron casi todos fue con ocasión del premio a Mateo Perdiz y se celebró a la vasca, es decir, reunión solo de hombres. Allí, Andrés pudo comprobar una vez más que, con la excepción de Bonafé, su trato con los demás había mermado considerablemente; no faltaban la alegría ni el buen entendimiento, pero, salvo los temas generales, no tenían mucho de que hablar entre ellos. El Figura pudo acudir entre viaje y viaje; en cambio, no hubo noticia de Cuchi Mendina.
El buen ánimo de Andrés, por no hablar directamente de excitación profesional, le había hecho entregarse en cuerpo y alma al proyecto puesto en marcha y Clara, que no tenía un pelo de tonta, comprendió que, por el momento, su relación pendía de la intimidad personal y de la costumbre más que de la atracción física, que seguía existiendo aunque más espaciada, lo cual no era mala situación habida cuenta de que la época más pasional y arrebatada había durado lo suyo. Ahora ella estaba más cerca de una serena regularidad donde el cariño y el erotismo andaban por el mismo camino. Se preguntaba, como es natural, si la balanza volvería a desequilibrarse y por qué lado, pero no tenía queja. Andrés estaba tan embebido que apenas había asuntos que debatir entre ellos, ni la actualidad nacional ni aun el desenvolvimiento de las niñas. Las dos niñas, que adoraban a su padre, echaban en falta su atención y lo pagaban con la madre; ya se sabe que los niños siempre buscan en el entorno el chivo expiatorio y allí no había otro que Clara; sin embargo, la sangre no llegó al río porque Beatriz, en plena preadolescencia, empezaba a manejar las primeras zonas de su independencia; era la pequeña Marta la que más acusaba la dedicación del padre a su negocio. Por otra parte, los roces entre Clara y Andrés se hacían inevitables: la edad, la costumbre, las manías… ya se sabe.
Retirado Cadavia como ángel bueno de la familia debido a su insensata y apasionada relación senil con Mabelle, retirada de escena la madre de Andrés, que se había organizado una vida razonablemente agitada para su edad en un club de viudas que se divertía viajando por el país, encerrada en su destino provinciano la de Clara con la excepción de alguna escapada a Madrid que no dejaba de ser lacrimosa a pesar de sus esfuerzos por molestar lo menos posible, los únicos verdaderos amigos de la familia Delcampo Zubia eran Bonafé y Bertoldino. El primero estaba lleno de problemas personales porque vivía amargado por Paulina, por su desconcierto ante los hijos y por la pesada carga de la familia de ella, pues es sabido que en los matrimonios quien arrima el ascua a su familia es siempre la mujer. El caso de Clara —debemos hacer este inciso— era una excepción que provenía, como sabemos, de un incidente que la llenaba de vergüenza y de rabia. Bertoldino era soltero, sostenía relaciones amorosas esporádicas que no le comprometían más allá de la satisfacción del deseo y disponía de tiempo, aunque su trabajo como funcionario ya no era como antaño, la época gloriosa de la jornada de ocho a tres consumida a base de salidas a desayunar o a tomar el aperitivo para relajar el ritmo de un trabajo ya de por sí bastante relajado. Bonafé se acercaba de vez en cuando a recoger a Andrés, si es que no estaba de viaje, para tomar una copa a última hora de la tarde, antes de volver a sus casas. Bertoldino, en cambio, solía dejarse caer por la casa al anochecer y a menudo se quedaba a cenar, cuando no aparecía incluso con una cena adquirida en algún establecimiento de comidas preparadas o, lo más común, con una bandeja de comida japonesa que siempre era acogida con entusiasmo. Era hombre frugal, de gustos refinados, pero no excedidos, por lo que podía permitirse esos lujos. Andrés aportaba los vinos porque la vida mundana y de relación a la que le obligaba su trabajo le había introducido en el mundo esnob de la apariencia: vinos, ropa, restaurantes, complementos… incluso, ya fuera esa la razón, ya solo una excusa, la imagen de directivo de empresa lo puso al volante de un automóvil que sustituyó a su viejo utilitario nacional por lo que en los términos de las revistas del motor se llamaba una berlina de representación. De momento, así quedaba cerrado el equipamiento de su nueva vida.

José María Guelbenzu
El amor verdadero

¿Qué es lo que hace que todos los enamorados se prometan fidelidad en un mundo en el que la duración es un valor casi inexistente? El amor verdadero narra la historia de amor y lealtad de una pareja, que se prolonga a lo largo de más de cincuenta años de vida, desde 1945 hasta 2005, y es, sobre todo, una reflexión sobre el sentido del amor, sobre el valor del esfuerzo y sobre el deseo de permanencia, complicidad y entendimiento entre dos personas que deciden libremente asumir los riesgos y las consecuencias de intentar mantener vivo su sentimiento a través del tiempo. Este libro cierra un ciclo de novelas que puede considerarse la crónica moral de una generación universitaria, la que accedió a la Universidad a principios de los años sesenta, iniciada con la publicación de un libro que es ya un hito en la historia de la novela española, El Mercurio, publicado en 1968 y punto de partida de una nueva narrativa que rompía de manera tajante con la tradición anterior. El amor verdadero, crónica de vida personal e histórica que culmina ese ciclo de novelas, es, muy probablemente, la obra más ambiciosa de su autor.

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