Vivió unos cuarenta años más que su primogénito, David, y que su primer nieto

Por aquella época, la época de la enfermedad de mi padre, el abuelo Alexander, con noventa años, en pleno esplendor físico y en pleno florecimiento romántico, sonrosado como un recién nacido, fresco como un joven esposo, se pasaba el día yendo y viniendo, y vociferando: «¡Bueno!, shto!» o: «Paskudniakin! Yulikim! ¡Granujas!». O: «¡Bueno!, davai! Jarosho! ¡Ya basta!». Las mujeres le acosaban. Con frecuencia, incluso por la mañana, se tomaba un «coñacito», y al instante su cara sonrosada se ponía roja como un tomate. Cuando mi abuelo y mi padre estaban hablando en el patio, o paseando por la acera delante de la casa y discutiendo, a juzgar por sus gestos, el abuelo Alexander parecía mucho más joven que su hijo. Vivió unos cuarenta años más que su primogénito, David, y que su primer nieto, Daniel Klausner, que fue asesinado en Vilna por los alemanes, unos veinte años más que su mujer y otros siete más que su hijo pequeño.
Un día, el 11 de octubre de 1970, unas cuatro semanas después de haber cumplido sesenta años, mi padre se levantó temprano como de costumbre, mucho antes que el resto de la familia, se afeitó, se perfumó, se humedeció un poco el pelo antes de peinárselo hacia atrás, se comió un panecillo con mantequilla, se tomó dos vasos de té, leyó el periódico, suspiró varias veces, echó un vistazo a la agenda, que estaba siempre abierta en su escritorio para poder tachar con una raya todo lo que ya estaba hecho, se puso una corbata y una chaqueta, hizo una pequeña lista de la compra y se fue en coche hacia la plaza de Dinamarca, en el cruce de la avenida Herzl y la calle Bet Hakerem, para comprar material de escritorio en una pequeña tienda donde solía adquirir todo lo que necesitaba. Aparcó y cerró el coche, bajó cinco o seis escalones, esperó su turno, incluso le cedió amablemente el paso a una señora, compró todo lo que llevaba escrito en la nota, bromeó con la dueña de la tienda diciéndole que la palabra mehadeq era tanto un sustantivo, que significa «clip», como un verbo, que significa «sujetar»; también le comentó algo sobre la negligencia del ayuntamiento, pagó, esperó el cambio, lo contó bien, cogió la bolsa con las compras, le dio las gracias a la señora, le pidió que no olvidara saludar de su parte a su querido marido, se despidió, le deseó que pasara un buen día, les dijo adiós también a dos desconocidos que estaban esperando detrás de él, se dio la vuelta, caminó hasta la puerta, cayó y murió allí mismo de un ataque al corazón. Mi padre dejó dicho que su cuerpo se donara a la ciencia y su escritorio me lo dejó a mí. En él se están escribiendo estas páginas, y sin una sola lágrima, pues mi padre se oponía radicalmente a las lágrimas, y ante todo, a las lágrimas de los hombres.
En su agenda, en la fecha de su muerte, encontré escrito lo siguiente: «Material de escritorio: 1. Papel de cartas. 2. Un cuaderno con espiral. 3. Sobres. 4. Clips. 5. Preguntar por carpetas de cartón». Todo eso, incluidas las carpetas de cartón, estaba en la bolsa que sus dedos no habían soltado. Cuando llegué a la casa de mi padre en Jerusalén, al cabo de una hora u hora y media, cogí su lapicero y tracé dos cruces sobre esa lista, como solía hacer mi padre para tachar de inmediato de la agenda todo lo que ya estaba hecho.

Amos Oz
Una historia de amor y oscuridad

Amor y oscuridad son dos de las fuerzas que interaccionan en este libro, una autobiografía en forma de novela, una obra literaria compleja que comprende los orígenes de la familia de Amos Oz, la historia de su infancia y juventud, primero en Jerusalén y después en el kibbutz de Hulda, la trágica existencia de sus padres, una descripción épica del Jerusalén de aquellos años, de Tel Aviv, que es su reverso, entre los años treinta y cincuenta. La narración oscila hacia delante y hacia atrás en el tiempo y refleja más de cien años de historia familiar, una saga de relaciones de amor y odio hacia Europa, que tiene como protagonistas a cuatro generaciones de soñadores, estudiosos, poetas egocéntricos, reformadores del mundo y ovejas negras. Esta amplia galería de personajes prepara un «cocktail genético» del que nacerá un hijo único que descubrirá ser escritor. Amos Oz nos entrega la historia de su infancia y adolescencia, una historia llena de aspiraciones poéticas y afán político: una novela que consigue llegar al corazón del lector.

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