Esta mañana había una luz gris en las ventanas.

Martes, 21 de octubre de 1976
Michel Sommo
Tarnaz, 7
Jerusalén
Mi querido Michel:
Ha estado lloviendo desde anoche. Esta mañana había una luz gris en las ventanas. Y en el horizonte, repentinos rayos se dirigían hacia el mar en silencio, sin ningún trueno. Las palomas que arrullaban hasta ayer están hoy silenciosas, como aturdidas. El único sonido que atraviesa la lluvia es el ocasional ladrido de los perros. La gran casa permanece una vez más desierta y extinguida, con los vestíbulos, dormitorios, bodegas y desvanes entregados de nuevo a los viejos fantasmas. La vida se ha replegado a la cocina: Boaz encendió un agradable buen fuego allí esta mañana. Se sientan alrededor de este fuego, o se echan en los colchones, inactivos, adormilados: durante interminables horas han estado entristeciendo la desierta casa con la guitarra y sus apagadas canciones inacabables.
Boaz les domina casi sin palabras. Está sentado en un rincón de la cocina, con las piernas cruzadas, cosiendo sacos en silencio, envuelto en una capa de piel de cordero que se ha hecho él mismo. Ninguna tarea está por debajo de su dignidad. La semana pasada, como si sintiera la temprana aparición de la lluvia, deshollinó la chimenea y rellenó las grietas con cemento. Y hoy también yo he estado con ellos toda la mañana. Mientras tocaban la guitarra pelé patatas, batí la mantequilla, escabeché en vinagre, ajo y perejil unos gherkins[52]. Ataviada con un amplio traje negro bordado de beduina que me ha prestado una chica llamada Amy, con la cabeza enfundada en una pañoleta a cuadros, como una campesina polaca de mi infancia. Y los pies descalzos, como ellos.
Ahora son las dos de la tarde. He terminado mi trabajo en la cocina y he ido a la habitación abandonada donde Yifat y yo estuvimos al principio, antes de que enviaras por ella y la alejaras de mi lado. He encendido la estufa de queroseno y me he sentado a escribirte estas páginas. Espero que con toda esta lluvia Yifat y tú hayáis puesto una estera de paja en el suelo. Que te hayas acordado de ponerle braguitas de plástico debajo de los pantalones de franela. Que hayas preparado huevos fritos para los dos y quitado la nata de la leche. Y que tú y ella estéis construyendo un avión para la muñeca que llora de verdad o atacando la otomana donde guardamos la ropa de cama en busca del dragón alado. Luego le prepararás el baño, harás pompas de jabón con ella, os peinaréis mutuamente el cabello, le pondrás un pijama de abrigo y cantarás para ella La novia del Sabbath. Refunfuñará por entre los dedos de la mano y tú la besarás y dirás: «Pequeña Señorita Vaciavasos-Meterruido, ahora prohibido levantarse de la cama». Y encenderás la televisión, y con el periódico de la tarde en el regazo verás las noticias en árabe y luego una comedia y las noticias en hebreo y un reportaje sobre la naturaleza y una obra de teatro y «Lectura de hoy de las Escrituras» y tal vez te duermas con los calcetines puestos delante del televisor. Sin mí. Yo soy la pecadora y tú tienes que pronunciar la sentencia. ¿No se la has confiado a tu cuñada? ¿A tu prima y su esposo? ¿No has trazado una línea debajo de ella y comenzado una nueva vida? ¿O tal vez tu sorprendente familia te ha encontrado ya pareja, una criatura piadosa, dócil, regordeta, con la cabeza cubierta y gruesas medias de lana? ¿Una viuda? ¿O divorciada? ¿Has vendido nuestro apartamento y te has ido a vivir a tu querida Kiryat Arba? Silencio. Yo no debo saberlo. Cruel Michel. Pobre Michel. Tus peludas manos oscuras tantean por la noche por entre los pliegues de las sábanas en busca de mi cuerpo que no está allí. Tus labios buscan mi pecho en un sueño. No me olvidarás.
Un olor indefinido, sensual, penetra del exterior. Es el olor de las gotas de lluvia al tocar la pesada tierra abrasada por el sol a lo largo de todo el verano. Un rumor atraviesa las hojas de los árboles del jardín. Hay nubes en las arboladas colinas del lado este. Esta carta no tiene sentido: no la leerás. Y si lo haces, no me contestarás. O contestarás por mediación de tu hermano, quien me exigirá de nuevo, insistentemente, que deje de atormentarte y me aparte de una vez por todas de tu vida, que he convertido en un infierno. Y escribirá que por mis malas acciones he perdido todo derecho sobre la niña, y que hay justicia divina y un Juez y el mundo no es un desierto moral.
Pronto pasará ante mi ventana una chica agachándose bajo la lluvia, con un trozo de lona cubriéndole la cabeza y los hombros. Sandra o Amy o Cindy, estarán dando de comer a los animales. Los perros la seguirán. Mientras, nada, aparte de cortinas de lluvia en la ventana. No se filtra del exterior más sonido que los susurros conspiradores de los pinos y las palmeras y el roce del empapado viento. Tampoco viene sonido alguno del interior, ya que la música y las canciones han cesado en la cocina. Un reguero de agua baja por el tobogán que Boaz le construyó a Yifat. Y desde arriba llega hasta mí el eco de sus rítmicas pisadas. El golpeteo del bastón que su hijo le hizo. Con extrañas zancadas mide una y otra vez los tres metros vacíos que median entre la pared y la puerta de su nuevo rincón en el ático. Hace tres semanas dijo a Boaz de repente que sacara el carillón de botellas y trasladara todas sus cosas al antiguo dormitorio de su madre. En la desnuda pared, llena de desconchados, encontró un clavo oxidado en el que colgó los restos de las sandalias de ella, que había excavado de debajo de un tablón suelto en el ala. En un baúl del sótano descubrió su fotografía color sepia, descolorida por manchas de humedad. Y se la colocó en su mesa, aunque sin los candelabros y las flores artificiales con que su padre solía rodear esa misma fotografía en la antigua biblioteca.
Y ahora nos mira con su soñadora mirada rusa, las trenzas ciñéndole el apenado semblante como una guirnalda, y la sombra de una desmayada sonrisa planeando tal vez por sus labios. Alec le habla con hosca voz infantil, como un niño malcriado que no goza de un momento de contento. Y no está en mi mano el calmarle. Lo que intento decir es que yo también me he trasladado aquí. Sólo para cuidar de él por la noche: a veces se despierta lleno de pánico. Se sienta en la cama y empieza a mascullar órdenes vagas, como si continuara su pesadilla. Y yo me apresuro a levantarme del colchón que he colocado a los pies de su cama, darle a beber una infusión de hierbas del termo, meterle un par de píldoras entre los labios y cogerle las manos hasta que se queda de nuevo dormido y empieza un ronquido entrecortado y doloroso.
¿Resplandece de celos tu rostro? ¿Se te oscurece la mirada por el odio? No me arrojes una piedra. En algún lugar de uno de tus libros sagrados debe estar escrito que estoy cumpliendo un mandamiento. O quizá llevando a cabo un acto de piedad. ¿No abrirás para mí aquellas puertas del arrepentimiento? Cada mañana le afeito con su maquinilla eléctrica de pilas. Peino los cabellos que le restan. Lo visto, le pongo los zapatos y ato los cordones, y luego le ayudo con cuidado a sentarse a su mesa. Le pongo un babero y le doy un huevo pasado por agua y un yogur con una cuchara. O una papilla de copos de maíz. Le limpio la barbilla y la boca. A la hora del día en que te acabas el café, doblas el periódico de la mañana, y desde los pies de la cuna haces una imitación perfecta del cacareo del gallo y dices: «Bonjour, señorita Sommo, levántese, renueve su juventud como un león al servicio del Creador». ¿Y si pregunta por mí? ¿Me he ido muy lejos? ¿Y si quiere saber cuándo volveré? ¿Cuándo volveré, Michel?
Los días en que no hace demasiado frío suelo sentarlo durante media hora en la butaca que Boaz ha colocado para él en el porche, le pongo las gafas de sol y vigilo mientras dormita al sol. A veces pide que le explique historias. Recito de memoria capítulos de las novelas que me traías de la biblioteca pública. Posee ahora una leve y distraída curiosidad por saber de la vida de los demás. Historias que solía contemplar, como tú, con absoluto desprecio: Le Père Goriot, Dickens, Galsworthy, Somerset Maugham. Puede que le pida a Boaz que compre una televisión. Estamos conectados ya a la red eléctrica.
Boaz le cuida con una especie de cortesía sumisa: ha colocado postigos en las ventanas, repuesto uno de los cristales, le ha instalado una alfombrilla de piel de cordero en el baño; se cuida de comprarle las medicinas en la farmacia de Zikhron, cada día le va a buscar un manojo de menta fresca para eliminar el olor a enfermo, todo en tenso silencio. Evita obstinadamente toda conversación, aparte de «Buenos días», «Buenas noches». Como Viernes con Robinson Crusoe.
A veces él y yo pasamos la mayor parte de la mañana jugando interminables partidas de ajedrez. O de cartas: bridge, rummy o canasta. Cuando gana sonríe con júbilo infantil, como un niño consentido. Y si gano yo comienza a dar patadas en el suelo y se queja a su madre de que le han engañado. Manipulo los juegos para que gane la mayoría de las veces. Si intenta engañarme, volver a poner en el tablero una pieza que ya me he comido, o servirse una carta de más, le doy un cachete en la mano y me levanto como para irme de la habitación. Le dejo que suplique y prometa que en adelante se portará bien. En dos ocasiones fijó en mí una extraña mirada, sonrió con silente locura y me pidió que me desnudara. Una vez me pidió que enviara a Boaz al teléfono público a llamar al ministro de Defensa y al jefe del Gabinete, ambos viejos amigos suyos, y les pidiera que vinieran urgentemente por un asunto del que yo no debía saber nada pero que no admitía espera. Y en otra oportunidad me sorprendió de forma diferente: lanzó un discurso muy coherente, aterrador, brillante y totalmente lúcido sobre la forma en que los ejércitos árabes derrotarían a Israel en los años noventa.
Pero la mayor parte del tiempo no dice nada. Sólo rompe su silencio para pedirme que le acompañe al baño. Éste es un asunto complicado y doloroso, y tengo que ayudarle en todo; es como cambiar a un bebé.
Hacia el mediodía generalmente se siente un poco mejor. Se levanta y da vueltas obsesivamente por la habitación poniendo cada cosa en su sitio. Dobla mi ropa, colgada en el respaldo de una silla. Guarda las cartas en su caja. Se lanza sobre un pedazo de papel. Saca los vasos vacíos de la habitación y los deja en el banco del pasillo. Hace grandes esfuerzos para conseguir que la manta esté perfectamente lisa, como si esto fuera una base para nuevos reclutas. Me regaña por dejar el peine encima de la mesa.
Al mediodía le doy puré de patatas o budín de arroz. Le hago beber un vaso de zumo de zanahoria. Luego bajo, llevándome conmigo los platos sucios del banco del pasillo y la ropa para lavar que se ha ido acumulando, y trabajo durante una o dos horas en la cocina o en una de las despensas. Y él da comienzo a su paseo diario entre la pared y la puerta, golpeando con el bastón, siguiendo siempre el mismo recorrido, como una fiera enjaulada. Hasta las cuatro o las cinco, cuando empieza a oscurecer, y avanza a tientas con el bastón escaleras abajo hasta la cocina. Boaz le ha preparado una especie de cama diurna, una suerte de cuna de cuerdas enmarcada en ramas de eucalipto. Se acurruca en ella, cerca del fuego, envuelto en tres mantas, mirando en silencio cómo las chicas preparan la cena. O a Boaz mientras estudia gramática. A veces se adormila en su cuna y se duerme en paz boca arriba con el pulgar en la boca, el rostro sereno y la respiración lenta y acompasada. Es el mejor momento del día para él. Cuando se despierta, afuera ya ha oscurecido totalmente y la cocina está iluminada con la amarilla luz eléctrica y los leños de la chimenea. Le doy de comer. Las píldoras con un vaso de agua. Luego se sienta en su cuna, apoyado en un montón de cojines confeccionados por Boaz con sacos rellenos de algas, escuchando la guitarra hasta cerca de medianoche. Uno a uno, o por parejas, se levantan, le dan educadamente las buenas noches desde lejos y abandonan la habitación. Boaz se inclina sobre él, lo levanta con cuidado en los brazos y lo acarrea en silencio escaleras arriba hasta nuestra habitación del ático. Lo deposita suavemente en la cama y sale de la habitación y cierra la puerta.
Cuando él sale, llego yo. Con un termo para la noche y una bandeja de medicinas. Giro hacia aquí y hacia allá la estufa de queroseno. Cierro los postigos que ha colocado Boaz. Lo envuelvo en mantas y le canto unas nanas. Si considera que he cantado sin prestar atención, que me he repetido o que he terminado demasiado pronto, se vuelve hacia su madre y se queja. Pero a veces, por un instante, se le enciende en los ojos una llama repentina, un rápido y taimado aleteo, y una sonrisa de lobo le atraviesa y muere en sus labios. Como para darme a entender que a pesar de todo aún lleva las riendas, y que es su propia voluntad la que ha escogido hacerse un poco el loco para que yo pueda jugar a ser enfermera. Si el dolor le perla alguna vez de sudor la pálida frente, se lo seco con la mano. Paso los dedos por su rostro y por los pocos cabellos que le restan. Luego, su mano entre las mías, y silencio y adormilamiento y el burbujeo del queroseno cada pocos instantes al pasar del tanque al calentador y a la mecha que quema con llama azulada. Mientras dormita, a veces suspira desconsolado: «Ilana. Mojado».
Y le cambio el pantalón del pijama y la sábana de abajo sin levantarlo. Lo hago ya como una experta. He puesto un hule sobre el colchón. Y a la una de la madrugada se agita, se sienta en la cama y pide dictarme algo. Me siento a la mesa, enciendo la luz y le quito la tapa al Hermes portátil. Aguardo. Duda, tose, y finalmente musita: «No es importante. Duérmete, madre. Tú también estás cansada».
Y se arropa él mismo con la manta.
En el silencio de la noche dice tras un par de horas, con su voz de bajo, más profunda: «Estás muy guapa con ese traje de beduina». O: «Fue una matanza, no una batalla». O: «Aníbal debió asegurarse primero la supremacía naval». Cuando por fin se duerme tengo que dejar encendida la luz de la pared. Me siento y hago punto acompañada por el ladrido de los perros y el viento que barre el jardín en sombras, hasta que se me cierran los ojos. Durante las últimas cuatro semanas le he tricotado un suéter, un gorro y una bufanda. Le he hecho a Yifat unos guantes y una chaqueta con botones. Te haré algo también a ti, Michel: un suéter. Blanco. Con rayas. ¿Quién te plancha las camisas? ¿Tu cuñada? ¿La prima? ¿La pareja regordeta que te han buscado? ¿O has aprendido a lavar y planchar la ropa de Yifat y la tuya? Silencio. No hay respuesta. Exilio. Como si no existiera. No me merezco todos los castigos bíblicos a los que me habéis condenado entre todos. ¿Qué harás si me presento mañana por la tarde a la puerta de tu casa? Con una maleta en la mano derecha, una bolsa de plástico colgada al hombro, un osito de lana para Yifat, y una corbata y una loción para después del afeitado para ti, llamaré al timbre y tú abrirás la puerta y diré: «Aquí estoy, he vuelto». ¿Qué harás, Michel? ¿Dónde esconderás tu vergüenza? Me cerrarás la puerta en las narices. Ya no volverán nunca nuestras mañanas de domingo en el sencillo piso, el último sueño invadido por el piar de los gorriones desde las ramas del olivo a través de la ventana abierta. Yifat, con el pijama estampado de flores de ciclamen y la muñeca, trepando entre los dos bajo la manta para hacer una cueva con almohadas. Tu mano cálida, medio dormida antes de que se te abrieran los ojos, tanteando a ciegas por entre mis largos cabellos y sus desordenados rizos. El ceremonioso beso matutino que los tres depositábamos sobre la calva de la muñeca de plástico. El vaso de naranjada y la taza de chocolate que acostumbrabas traernos a la cama los sábados por la mañana. El hábito de sentar a Yifat en el estante de mármol cercano al lavabo, de enjabonar sus mejillas y las tuyas con espuma de afeitar y hacer carreras de cepillos de dientes mientras yo preparaba el desayuno y los gorriones chirriaban en el exterior como si no pudieran soportar tanta felicidad. Nuestros paseos al uadi durante el Sabbath, hasta los pies del monasterio. Plegaria de gracias después de las comidas en la terraza ejecutada por el Trío Sommo. La gran batalla de almohadas y las fábulas de pájaros y animales y la reconstrucción del Templo con ladrillos de juguete sobre la alfombra con la Cámara de Piedra Labrada hecha con fichas de dominó y botones de colores de mi canasto de costura representando sacerdotes y levitas. El descanso del Sabbath por la tarde entre diarios vespertinos esparcidos por la cama, el sillón y la alfombra. Tu repertorio de anécdotas parisinas y la imitación de clochards cantantes, que nos hacía llorar de risa. Y hasta me llena los ojos de lágrimas ahora, mientras recuerdo y escribo. Una vez Yifat cogió mi barra de labios y coloreó un mapa con las diez tribus de Israel que colgaba sobre tu escritorio, regalo de un periódico de la tarde a sus lectores, y tú, furioso, la encerraste fuera en la terraza «para que rumiara sobre sus acciones y enmendara sus maldades», y te taponaste los oídos con algodón para que no se te ablandara el corazón con sus débiles sollozos y me prohibiste que me apiadara de ella a causa de las palabras del texto: «El que ahorra el castigo, odia a su hijo». Pero cuando dejó de sollozar de repente y sobrevino un extraño silencio, te lanzaste al exterior y la abrazaste y envolviste su diminuto cuerpo muy dentro de tu suéter. Como si hubieras estado embarazado de ella. ¿No te apiadarás también de mí, Michel? ¿No me envolverás en el calor de tu velludo vientre, debajo de la camisa, cuando haya terminado mi castigo?
La víspera del Año Nuevo[53], hace un mes, enviaste a tu cuñado Armand con su camión Peugeot para que te llevara a Yifat. Por mediación del rabino Bouskila me comunicaste por escrito que habías iniciado el proceso de divorcio, que mi estatus actual era el de «esposa rebelde», y que habías empezado a pedir préstamos para devolverme «ese dinero tuyo manchado». A principios de semana vinieron Rahel y Yoash: vinieron a hablarme de contratar a un abogado (no a Zakheim) e insistir en mi derecho a saber lo que habías hecho con mi hija, exigir verla, y no renunciar a ella por las buenas. Yoash bajó con Boaz a examinar la bomba de agua, y Rahel me pasó los brazos alrededor de los hombros y dijo: «Con o sin abogado, Ilana, no tienes derecho a arruinar tu vida y abandonar a Yifat». Se ofreció voluntariamente a ir a Jerusalén y convencerte para que accedieras a una reconciliación. Pidió hablar con Alex cara a cara. Sugirió alistar a Boaz en la ronda de diplomacia cruzada que parecía estar organizando. Y yo estaba sentada frente a ella como una muñeca que se ha quedado sin pilas y no decía nada, salvo: «Déjame en paz». Cuando se hubieron marchado subí a la habitación de Alec para asegurarme de que se había tomado las pastillas. Le pregunté si accedería a que tú y Yifat vinierais invitados por Boaz. Alec torció el gesto sonriendo y me preguntó si es que pensaba organizar aquí una pequeña orgía. Y añadió: «Claro que sí, encanto; por el contrario, aquí no faltan habitaciones y le pagaré cien dólares por cada día que acceda a quedarse». Al día siguiente nos pidió que fuéramos urgentemente a buscar a Zakheim, que llegó dos horas más tarde, congestionado y sin aliento, con su Citroen desde Jerusalén, y recibió una fría reprimenda e instrucciones de transferirte de inmediato otros veinte mil dólares, que tú decidiste aceptar, parece ser, a pesar de todo, manchado o no manchado: porque el cheque no ha sido devuelto. Alec le dijo también a Zakheim que pusiera la casa y la tierra que la rodea a nombre de Boaz. Dorit Zakheim recibió de regalo un pequeño terreno cerca de Nes Ziyyona, y el propio Zakheim, al día siguiente, dos cajas de champán.
«¿Eres o no su esposa?».
«Sí, y la tuya también».
«¿Y la niña?».
«Con él».
«Ve a su lado. Vístete y vete. Es una orden». Luego, desconsoladamente, con un susurro: «Ilana. Mojado».
Pobre Michel: hasta el final te lleva ventaja. Estoy en sus manos, tiene tu honor en la suela de sus zapatos, y hasta te ha escamoteado el halo de víctima merecedora de compasión, porque se está muriendo, y lo lleva sobre su propia cabeza encalvecida. Vi la noble nota que le escribiste invitándonos magnánimamente a todos a vivir contigo, y en vez de llorar me puse a reír de repente y no podía parar: «Es una rastrera anexión, Alex. Le ha dado la impresión de que te habías debilitado, y de que ha llegado la hora de anexionarnos a todos bajo las alas de su presencia». Y Alex torció los labios en la mueca que le sirve de sonrisa.
Cada sábado voy con él en taxi hasta Haifa, al hospital, donde le dan quimioterapia. Ya no le dan radioterapia. Y sorprendentemente ha mejorado un poco: todavía está débil y cansado, todavía dormita la mayor parte del día y yace medio dormido por la noche, tiene la mente enturbiada por los medicamentos, pero sufre menos. Consigue invertir dos o tres horas paseando entre la puerta y la pared. Abrirse camino con la ayuda del bastón hasta la cocina por la noche. Le permito quedarse allí hasta que cada uno se va a su habitación, cerca de medianoche. Hasta le animo a conversar con ellos para distraerse. Pero una vez, la semana pasada, sucedió que no pudo controlarse y se mojó estando en compañía de ellos. No se molestó en hacerlo, u olvidó pedirme que le llevara al baño. Le dije a Boaz que lo llevara inmediatamente a nuestra habitación, lo limpié, le cambié la ropa y al día siguiente, como castigo, le prohibí que bajara. Desde entonces se esfuerza más. Antes de la lluvia, que empezó a caer ayer, incluso paseaba solo por el jardín un rato. Alto y depauperado, con sus vaqueros llenos de parches y una camiseta ridícula. Cuando se porta mal no dudo un instante en pegarle. Por ejemplo, cuando una noche se escapó de mi lado y trepó hasta el observatorio del tejado y al bajar resbaló y se cayó de la escalera de cuerda y se quedó tirado sin sentido en el pasillo hasta que lo encontré. Le pegué como a un cachorro, y ahora ha quedado muy claro que carece de la fuerza necesaria para subir escaleras y deja que Boaz le suba cada noche en brazos hasta nuestra habitación. Nos has enseñado a todos a tener compasión.
¿Y qué me dices de ti? ¿Le quitas tiempo a tu trabajo de recuperación y vas a buscar a Yifat a la guardería a la una y media? ¿Le cantas con tu voz cascada «Por los alimentos que Tú nos has concedido», «Contempla, tú eres justo», «Todopoderoso en el trono»? ¿O tal vez la has colocado con la familia de tu hermano, empaquetado todos sus vestidos y muñecos y partido hacia las rocosas colinas de Hebrón? Si vienes y la traes te perdonaré, Michel. Hasta dormiré contigo. Haré lo que me pidas. Y hasta eso que la timidez te impide pedir. El tiempo pasa, y cada día que se nos va y cada noche es otra colina y otro valle que hemos perdido. No volverán. No dices nada. Sientes lástima por Israel, por viejas ruinas, por Boaz, por Alec, pero no por tu mujer y tu hija. Hasta te pareció bien comunicarle lo del proceso de divorcio por medio del rabino, que me informó en tu nombre que soy una esposa rebelde y por lo tanto se me prohíbe ver a Yifat. ¿Soy demasiado indigna para que tú me exijas una explicación? ¿Para que me impongas una pena y me indiques el camino del arrepentimiento, o me escribas una maldición bíblica?
Boaz dice: «Lo mejor que puedes hacer, Ilana, es dejar que se le pase el enfado. Deja que lo descargue todo con sus amigotes de religión. Luego tiene que calmarse por fuerza y darte lo que le pidas».
«¿Crees que le he ofendido?».
«Nadie es mejor que otro».
«Boaz, con franqueza. ¿Crees que estoy loca?».
«Nadie está más cuerdo que otro. ¿Te apetece clasificar unas cuantas semillas?».
«Dime: ¿para quién estás haciendo ese tiovivo?».
«Para la niña. Es decir, para cuando vuelva».
«¿Lo crees?».
«No lo sé. Tal vez. ¿Por qué no?».
Esta mañana le pegué otra vez. Porque salió a la terraza sin mi permiso y se quedó bajo la lluvia y se mojó. Su torturado rostro tenía una expresión de idiotez total. ¿Es que quería matarse? Sonrió. Contestó que la lluvia era muy buena para el campo. Le agarré por la camisa y le empujé hacia dentro y le propiné una bofetada. Y ya no pude contenerme. Le pegué en el pecho con los puños y lo dejé tumbado en la cama y seguí pegándole hasta que me dolió la mano, y él no dejaba de sonreír, como si disfrutara por hacerme feliz. Me eché a su lado y le besé en los ojos, en el hundido pecho, en la frente que avanza hacia arriba gracias al cabello que se le cae. Le acaricié hasta que se durmió. Y yo me levanté y fui hasta la terraza para ver lo buena que era la lluvia para el campo y lavarme la pena de mi vehemente deseo de ti, del olor de tu cuerpo velludo, el olor a pan y halva[54] y ajo. De tu voz cascada por el tabaco y tu arrojada moderación. ¿Vendrás? ¿Traerás a Yifat? Estaremos todos aquí. Esto es muy agradable. Maravillosamente tranquilo.
Mira el ruinoso estanque de peces, por ejemplo: lo han arreglado con cemento y ahora tiene peces de nuevo. Carpas en vez de peces de colores. La renovada fuente replica a la lluvia en su propia lengua: no surte a chorros, gotea. Y alrededor, los árboles frutales y los ornamentales se levantan en el gris silencioso bajo la apacible lluvia que cae sobre ellos todo el día. No tengo esperanzas, Michel. Esta carta es inútil. En el momento en que identifiques la letra del sobre harás pedazos el papel, lo arrojarás al retrete y tirarás de la cadena. Ya me has llorado. Todo está perdido. ¿Qué me queda salvo acompañar a mi obsesión hasta su tumba?
Y luego desaparecer. No existir. Si Alec me deja algún dinero me iré al extranjero. Alquilaré una pequeña habitación en una gran ciudad lejana. Si la soledad me vence me entregaré a extraños. Cerraré con fuerza los ojos y os saborearé a ti y a él en ellos. Todavía consigo despertar vergonzosas miradas de deseo en los tres curiosos jóvenes que deambulan por aquí entre chicas que tienen veinte años menos que yo. Porque la comuna de Boaz se amplía poco a poco: de vez en cuando se presenta otra alma perdida. Y ahora el jardín está cultivado, los frutales del huerto han sido podados, se han plantado nuevos arbolillos en la ladera de la montaña. Los palomos han sido desahuciados de la casa e instalados en amplios palomares. Sólo al pavo real se le permite vagar a su capricho por los dormitorios, pasillos y escaleras. La mayoría de las habitaciones han sido limpiadas. La instalación eléctrica se ha renovado.
Tenemos unas veinte estufas de queroseno. ¿Compradas o robadas? Imposible decirlo. En vez de las baldosas hundidas se ha puesto suelo de cemento. En el hogar de la cocina arde un aromático fuego de leños. El pequeño tractor se guarda en un depósito de planchas de metal ondulado y alrededor están los complementos: fumigadora, segadora, cultivadora espigadora. Compra todo esto con el dinero que le da su padre. Y hay panales de abejas y corrales de cabras y un pequeño establo para el burro y gallineros para las ocas, que he aprendido a cuidar. Aunque las gallinas todavía vagabundean por el patio, picoteando entre las plantas como en un villorrio árabe, y los perros las persiguen. Frente a mi ventana el viento agita los andrajos de los espantapájaros que Yifat y yo clavamos en el huerto antes de que enviaras a quitármela. ¿Pregunta si puede volver? ¿Pregunta por Boaz? ¿O el pavo real? Si se queja del oído otra vez, no te precipites a darle antibióticos. Espera un día o dos, Michel.
La buganvilla y la adelfa silvestre han sido arrancadas de la casa. Se han rellenado las grietas de las paredes. De noche ya no hay más correrías de ratones por el suelo. Los amigos de Boaz se hacen su propio pan; su olor cálido, gutural, me llena de deseo de ti. Hacemos también yogur, e incluso queso de leche de cabra. Boaz ha hecho dos barriles de madera, y el próximo año tendremos nuestro propio vino. En el tejado hay un telescopio, y la noche del Día de la Expiación se me invitó a subir allá arriba y mirar por él, y vi los mares muertos que se extienden por la superficie de la luna.
Lenta, casi obstinada, sigue cayendo la lluvia. Para llenar el aljibe de piedra del patio, el hoyo que cavó Volodia Gudonski y su nieto limpió y restauró y que erróneamente llaman pozo. Los almacenes, cobertizos y depósitos están llenos de sacos de semillas, sacos de fertilizantes químicos y orgánicos, bidones de queroseno y petróleo, pesticidas, latas de lubricante, mangueras, aspersores y otros equipos de irrigación. Yoash envía la revista El Campo cada mes. Han recogido aquí y allá muebles viejos, camas de campaña, colchones, estanterías, armarios, una mezcolanza de utensilios para la casa y la cocina. En el taller del sótano, equipado de nuevo, hace mesas, bancos, sillones para su padre. ¿Está intentando decirle algo a Alec con sus manazas? ¿O está también embrujado a su manera? En un nicho excavado debajo de la oxidada caldera han descubierto el cofre del tesoro que el padre de Alec escondió allí. Todo lo que quedaba eran cinco monedas de oro turcas, que Boaz ha guardado para Yifat. A ti te reserva el trabajo de constructor, porque le dije que el primer año de tu llegada al país trabajaste de albañil.
El carillón de botellas tintinea en la planta baja, porque la cama de tablones de Alec, su mesa, silla y máquina de escribir se han subido a la antigua habitación de su madre, que tiene una ventana y una terracita de cara a la franja costera y el mar. No escribe una coma, ni tampoco me dicta. El polvo se acumula en la máquina de escribir. Los libros que pidió a Boaz que le comprara en la tienda de Zikhron están alineados por orden de altura, como soldados, en la estantería, pero Alec no los toca. Se contenta con las historias que le explico. Sólo están abiertos en la mesa el diccionario y la gramática hebreos. Porque en las horas lúcidas, por la tarde, Boaz sube a veces: Alec le enseña ortografía y sintaxis elemental. Como Robinson Crusoe con Viernes.
Al marcharse, Boaz se inclina un poco en el umbral de la puerta, como haciéndonos una reverencia. Alec coge su bastón y comienza a medir la habitación con pasos rítmicos. Las sandalias de goma y cuerda que Boaz le hizo producen un sonido almohadillado. A veces se para, sorprendido, muerde la pipa apagada y se inclina para ajustar el ángulo de la silla a la mesa. Estira con severidad su manta. O la mía. Retira mi vestido del gancho de la puerta y lo cuelga en la caja de embalaje que nos hace las veces de armario. Un hombre ligeramente encorvado, calvo, de piel delicada; su aspecto me recuerda al de un pastor protestante de un pueblo de Escandinavia, el rostro cruzado por una extraña mezcla de mortificación, meditación e ironía, con los hombros inclinados hacia abajo, la espalda huesuda y rígida. Sólo los ojos grises parecen nublados y húmedos, como los de un alcohólico declarado. A las cuatro le subo una infusión de hierbas, pita recién salida del horno y un poco de queso de cabra que le he hecho yo misma. Y en la misma bandeja una taza de café para mí. La mayoría de las veces nos sentamos y bebemos en silencio. Una vez se decidió a hablar y dijo, sin interrogantes: «Ilana. Qué estás haciendo aquí».
Y contestó por mí: «Brasas. Pero no hay brasas».
Y luego: «Cartago está destruida. Y qué. Y si no lo hubiera estado, qué entonces. El problema es bastante distinto. El problema es que aquí no hay luz. Vayas por donde vayas, tropiezas».
Encontré la pistola en el fondo de su maleta. Se la di a Boaz y le dije que la escondiera.
No queda mucho tiempo. Ya es invierno. Cuando lleguen las lluvias de verdad habrá que desmantelar el telescopio y bajarlo del tejado. Boaz tendrá que renunciar a sus vagabundeos solitarios por el Monte Carmelo. Ya no desaparecerá durante tres o cuatro días para medir los boscosos valles, explorar cuevas abandonadas, asustar a los pájaros nocturnos en sus agujeros, perderse en la espesa maraña de vegetación. Ya no bajará al mar a flotar solo en una balsa hecha sin un clavo. ¿Huyendo? ¿Persiguiendo? ¿Buscando la inspiración astral? ¿Avanzando a tientas por extensiones vacías, un gigante huérfano inarticulado, tras algún vientre materno perdido que lo atrae hacia sí como por encanto?
Un día se irá a una de sus caminatas y no volverá. Sus amigos le esperarán unas semanas, luego se encogerán de hombros y desaparecerán uno a uno. La comuna se dispersará. No quedará ni un alma viviente. El lagarto, el zorro y la víbora volverán a heredar la casa y retornarán las malas hierbas. Me dejarán sola para velar los espasmos de la muerte.
¿Y luego? ¿Dónde iré?
Cuando era una niña, la hija de inmigrantes debatiéndose con los restos de su cómico acento y sus modales extranjeros, me sentí fascinada por las viejas canciones de los pioneros, que tú no conoces porque viniste más tarde. Melodías que me traían confusos anhelos, un secreto deseo de hembra incluso antes de que fuera mujer. Todavía hoy tiemblo cuando ponen en la radio En la tierra que amaron nuestros padres. O Yo tenía un amor en Kinneret. O Sobre una colina. Como si me estuvieran recordando desde lejos votos de lealtad. Como si estuvieran diciendo que hay una tierra pero no la hemos encontrado. Algún bufón disfrazado se ha introducido subrepticiamente y nos ha inducido a odiar lo que hemos encontrado. A destruir lo que era preciado, y no volverá. Nos ha guiado con luz espectral hasta extraviarnos en lo más profundo del pantano, y las tinieblas se han cernido sobre nosotros. ¿Me recordarás en tus plegarias? Por favor, di por mí que espero clemencia. Para mí y para él y para ti. Para su hijo. Su padre. Para Yifat y mi hermana. Di en tus plegarias, Michel, que la soledad, el deseo y la añoranza son más de lo que podemos soportar. Y sin ellos nos extinguimos. Di que intentamos recibir y retornar amor pero erramos el camino. Di que no deberían olvidarnos y que aún brillamos trémulamente en las tinieblas. Intenta que te expliquen cómo salir. Dónde está la tierra prometida.
O no. No reces.
En vez de rezar construye la Torre de David con los ladrillos de juguete de Yifat. Llévala al zoo. Al cine. Prepárale sus huevos fritos, quítale la nata a la leche, dile: «Beba, Señorita Vaciavasos». No olvides comprarle algunos pijamas de franela para el invierno. Y zapatos nuevos. No se la dejes a tu cuñada. Piensa a veces en cómo lleva Boaz a su padre en brazos. ¿Y qué me dices de la noche, cuando vuelves de tus viajes? ¿Te sientas con los calcetines puestos ante el televisor hasta que te vence el cansancio? ¿Te duermes completamente vestido en el sillón? ¿Empalmando un cigarrillo tras otro? ¿O en vez de eso te sientas a los pies de tu rabino estudiando la Torá con una lágrima? Cómprate una buena bufanda. De mi parte. No cojas un resfriado. No te pongas enfermo.
Te esperaré. Le diré a Boaz que haga una gran cama de tablones y rellene un colchón con algas. Yaceremos bien despiertos y atentos con los ojos abiertos en la oscuridad. La lluvia golpeará en la ventana. La brisa pasará por entre las copas de los árboles. Truenos lejanos avanzarán en dirección a las colinas del este y los perros ladrarán. Si el moribundo gime, y se cuela una racha de viento helado, podremos abrazarle, tú y yo, uno a cada lado hasta que le hagamos entrar en calor. Cuando me desees me pegaré a ti y sus dedos se deslizarán por nuestras espaldas. O puedes pegarte tú a él y yo os acariciaré a los dos. Lo que siempre has anhelado: unirte a él y a mí. Unirte en él a mí, en mí a él. Para que los tres seamos uno. Porque entonces, de la nada, de la oscuridad, por las grietas de los postigos vendrán viento y lluvia, mar, nubes, estrellas para envolvernos silenciosamente a los tres. Y por la mañana mi hijo y mi hija saldrán con un cesto de mimbre a arrancar rábanos en el jardín. No estés triste.
Vuestra madre
Por la Gracia de Dios

Amos Oz
La caja negra

«Querido Alec: Que no hayas destruido esta carta al reconocer mi letra en el sobre prueba que la curiosidad es más poderosa que el odio. O que tu odio necesita carne fresca». Es éste el deslumbrante comienzo de La caja negra, considerada por la crítica internacional como una de las mejores novelas de Amos Oz.
Alec e Ilana no se hablan desde hace siete años. El divorcio ha sido muy duro, las emociones, crueles. Él se ha mudado a Estados Unidos y se ha hecho famoso por sus estudios sobre el fanatismo; ella se ha quedado en Israel y se ha vuelto a casar con un ortodoxo. Tienen, sin embargo, un hijo en común, Boaz, que el padre ignora como ofensa a la madre. El joven es un adolescente inquieto, que ha sido expulsado del colegio por su actitud violenta. Ilana, después de largos años de silencio, escribe a Alec para pedirle ayuda…
Igual que la caja negra de los aviones contiene el registro de los accidentes aéreos, las cartas que se intercambian los personajes desvelan las razones de sus fracasos… La mujer infiel, el marido arrogante, el hijo rebelde: todos se hieren a sí mismos y a los demás en su lucha por la existencia en un país sin compasión.

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