Vendí cinco dólares en libros en un momento, a pesar de que había decidido que no haría ningún negocio al ser domingo.

Capítulo 12
El día siguiente fue domingo, 6 de octubre. Recuerdo bien la fecha.
Desperté tan animada como cualquier heroína de Robert W. Chambers. Todas mis dudas y tristezas de la noche anterior se habían disipado y me sentía en placentera armonía con el mundo y todo lo que éste contenía.
El hotel se encontraba en un estado bastante precario, pero eso no bastaba para arruinarme el ánimo. Me di una ducha terriblemente helada en una auténtica bañera de campo y luego desayuné huevos y tortitas. En la mesa había un tipo que vendía pararrayos y muchos otros viajantes de comercio.
Mucho me temo que mi conversación aquella mañana estuvo conscientemente modelada por lo que el profesor habría dicho si hubiera estado allí; sea como fuere, conseguí arreglármelas. Los viajantes, después de un momento de embarazosa indiferencia, me trataron como a una más de los suyos y me preguntaron por mi «línea» de negocio con vivo interés.
Les conté lo que hacía y todos dijeron que me envidiaban por mi libertad de ir y venir sin necesitar de los trenes. Hablamos animadamente durante largo rato y, casi sin proponérmelo, empecé a predicar sobre los libros. Al final insistieron en que les enseñara mi Parnaso.
Salimos todos al establo, donde se hallaba la caravana, y aquellos hombres husmearon entre las estanterías. Vendí cinco dólares en libros en un momento, a pesar de que había decidido que no haría ningún negocio al ser domingo. Sin embargo, no pude negarme a venderles aquellos volúmenes, pues todos parecían agradecidos de conseguir algo bueno que leer. Un hombre se puso a hablar sin parar de Harold Bell Wright, pero por desgracia tuve que admitir que no sabía quién era. Evidentemente, el profesor no tenía ninguna de sus obras. Me alegró un poco saber que, después de todo, el pequeño Barbarroja no sabía absolutamente todo acerca de la literatura.
Después de aquello dudé sobre si debía ir a la iglesia o dedicarme a escribir algunas cartas. Finalmente me decidí por las cartas. Empecé por Andrew y escribí:
HOTEL MOOSE, BATH
Mañana de domingo
Querido Andrew:
Parece absurdo pensar que sólo han pasado tres días desde que me marché de Sabine Farm. Honestamente: me han ocurrido más cosas en estos tres días que en los últimos quince años allí.
Lamento que el señor Mifflin y tú hayáis discutido, aunque puedo entender cómo te sientes. No obstante, me he enfadado mucho al saber que habías intentado detener el pago del cheque. Sencillamente, no era asunto tuyo, Andrew.
Telefoneé al señor Shirley y le pedí que diera la orden de pagar al señor Mifflin en el banco de Woodbridge. El profesor no me engañó para que comprara su Parnaso. Lo hice por mi propia voluntad. Si quieres saber la verdad, ¡la culpa es tuya! ¡Lo compré porque tenía miedo de que lo compraras tú si no lo hacía yo! Y no quería quedarme sola en la granja de aquí al Día de Acción de Gracias mientras tú te ibas a otro de tus viajes. De modo que decidí que lo haría yo.
Pensé que así verías lo que se siente al quedarse solo y a cargo de todo en casa. Pensé que sería bueno para mí despejar mi mente durante un tiempo y vivir mi propia aventura.
Ahora, Andrew, he aquí algunas instrucciones para ti:
1. No olvides alimentar a las gallinas dos veces al día y recoger todos los huevos. Hay un nido detrás de la pila de leña y algunas de las cluecas han estado poniendo debajo de la despensa de hielo.
2. No dejes que Rosie toque la porcelana azul de la abuela porque estoy segura de que la rompería en cuanto pusiera sus gruesos y torpes dedos suecos sobre ella.
3. No olvides tu ropa interior de invierno. Las noches empiezan a ponerse frías.
4. Olvidé cubrir la máquina de coser. Por favor, cúbrela tú o se llenará de polvo.
5. No dejes que el gato ande libremente por la casa de noche: siempre rompe algo.
6. Envíale tus calcetines o cualquier cosa que necesites remendar a la señora McNally. Ella lo hará por ti.
7. No olvides alimentar a los cerdos.
8. No olvides reparar la veleta del granero.
9. No olvides mandar el barril de manzanas a la fábrica de sidra o no tendrás nada que beber cuando el señor Decameron venga a vernos a finales de otoño.
10. Sólo para llegar a los diez mandamientos, añadiré uno más: llama a la señora Collins y dile que la reunión de las Dorcas tendrá que hacerse en otra casa la próxima semana, porque no sé cuándo regresaré. Quizás me ausente durante quince días más. Éstas son mis primeras vacaciones en mucho tiempo y pienso disfrutarlas al máximo. El profesor (el señor Mifflin, quiero decir) ha regresado a Brooklyn para trabajar en su libro. Lamento que os hayáis puesto a pelear en medio del camino como dos rateros. Él es un buen hombre y estoy segura de que te caería bien si lo conocieras mejor.
Pasaré el domingo en Bath y mañana iré hasta Hastings. He vendido cinco dólares en libros esta mañana, a pesar de ser domingo.
Tu hermana,
HELEN McGILL
P. D. No olvides limpiar el alambique cuando lo uses, de lo contrario quedará en un estado lamentable.
Después de escribirle a Andrew pensé en enviarle un mensaje al profesor. Ya le había escrito una larga carta en mi mente, pero, no sé por qué, en cuanto intenté ponerla por escrito me sentí algo torpe. No sabía por dónde empezar. Pensé en lo divertido que sería que estuviera allí conmigo y que pudiera escucharme. Y, entonces, mientras escribía las primeras líneas, algunos de los vendedores regresaron a la sala de estar.
—Pensé que quizás le gustaría ver el periódico del domingo —dijo uno de ellos.
Tomé el periódico, le di las gracias y le eché un vistazo a los titulares. Las desproporcionadas letras negras surgieron ante mí y mi corazón se contrajo de horror. Sentí que se me enfriaban los dedos. «Terrible accidente en la vía del río. Tren expreso descarrila. Diez muertos y decenas de heridos. Error en la señalización».
Las letras parecían levantarse como un anuncio de leche merengada. Con temblorosa aprehensión leí los detalles. Al parecer, el expreso que había salido de Providence a las cuatro del sábado por la tarde se había estrellado en un campo cercano a Willdon hacia las seis, chocando con una fila de vagones de carga vacíos. El vagón principal había quedado destruido y la locomotora había volcado antes de dar contra un muro de contención. Diez hombres habían muerto… Mi cabeza dio vueltas. ¿No era aquél el tren del profesor? Vamos a ver, salió de Woodbridge en un tren local a las tres. El día anterior había dicho que el expreso salía de Port Vigor a las cinco… Si había hecho el cambio al expreso…
Con una mezcla de fascinación y horror, mis ojos cayeron en la lista de muertos.
Recorrí los nombres. Gracias a Dios, no, Mifflin no estaba entre ellos.
Entonces vi la última línea: «Hombre de mediana edad sin identificar».
¿Sería el profesor?
De repente, me sentí mareada, y por primera vez en mi vida me desmayé.
Gracias a Dios no había nadie en aquella sala. Los vendedores habían vuelto a salir y nadie oyó cómo me desplomaba. Recuperé la conciencia poco después, mi corazón giraba sin parar como una veleta. Al principio no me daba cuenta de qué me ocurría. Entonces mis ojos volvieron a caer sobre el periódico. Febrilmente leí el relato de los hechos y los nombres de los heridos que antes había pasado por alto. Por ningún lado aparecía un nombre conocido. Pero las trágicas palabras «hombre sin identificar» bailaron ante mis ojos. ¡Oh! Si fuera el profesor…
La verdad no tardó en cubrirme como una ola. Amaba a aquel hombrecillo: lo amaba, lo amaba. Había llevado hasta mi vida algo completamente nuevo, y sus maneras tan pintorescas y atrevidas habían calentado mi gordo y viejo corazón, que, por primera vez, con un borboteo intolerable de dolor, parecía saber que mi vida ya no volvería a ser la misma sin él. Y ahora… ¿qué podría hacer?
¿Cómo saber la verdad?
Si él estaba en ese tren y había salido ileso del accidente, seguramente me había enviado un mensaje a Sabine Farm. Era posible, sí. Corrí al teléfono y llamé a Andrew.
¡Oh, la agónica lentitud de las conexiones telefónicas cuando algo urgente nos apremia! Mi voz tembló cuando le dije a la operadora: «Redfield 158d». Zapateando con nerviosismo esperé a escuchar el familiar clic de la bocina al otro lado de la línea. Oí cómo en la centralita de Redfield recibían la llamada y conectaban con nuestro teléfono. Pude ver en mi imaginación el aparato colgado del muro, en el viejo pasillo de la granja Sabine. Pude ver el sucio refuerzo de yeso donde Andrew pone el codo mientras habla por teléfono y el lugar donde anota los números con lápiz, cubierto de migas de pan. Vi a Andrew saliendo de la sala para contestar. Y entonces la operadora dijo con indiferencia: «No contestan». Mi frente estaba llena de sudor cuando salí de la cabina.
Espero no tener que volver a vivir nunca los horrores de la siguiente hora. A pesar de mis modales campechanos y sentimentales, en los momentos difíciles soy más reservada que una ostra. Estaba decidida a ocultar mi angustia y mi ansiedad de la bienintencionada clientela del Hotel Moose. Corrí a la estación de ferrocarril para enviarle un telegrama al profesor, a Brooklyn, pero el lugar estaba cerrado. Un chico me dijo que no abrirían hasta la tarde. Desde una cafetería llamé a «información» en Willdon y finalmente me conectaron con un enterrador de aquel pueblo. Una horrible y compasiva voz (¿alguna vez habéis hablado con un enterrador por teléfono?) me dijo que nadie llamado Mifflin estaba entre los muertos, pero admitió que aún había un cuerpo sin identificar. Utilizó una palabra espantosa que me hizo sentir escalofríos: irreconocible, dijo. Y colgó.
Fue la primera vez que sentí el horror de la soledad. Pensé en el cuaderno del pobre hombrecillo. Pensé en sus modales temerarios y amables, en su ridícula gorra de tweed, en el botón que le faltaba a su chaqueta, en los chapuceros remiendos de sus mangas. En ese momento me pareció que el paraíso se reducía a viajar por caminos polvorientos a bordo del Parnaso en compañía del profesor. A duras penas lo conocía, claro, ¿pero qué más daba? Había llevado el esplendor de un ideal a mi vida rutinaria y gris. Y ahora… ¿lo había perdido para siempre? Andrew y la granja parecían desvanecerse en la lejanía. Yo era una mujer sencilla, mortalmente solitaria y desamparada. En medio de mi perplejidad caminé hasta las afueras del pueblo y rompí a llorar.
Finalmente recuperé la compostura. No me avergüenza decir que entonces pude aceptar con franqueza lo que me había ocultado a mí misma durante tanto tiempo. Estaba enamorada. Enamorada de un librero de barba roja que era para mí más formidable que Sir Galahad. Y juré que si me aceptaba, lo seguiría hasta el mismísimo fin del mundo.
Regresé al hotel andando. Intentaría llamar otra vez a Andrew por teléfono. Mi alma entera se estremeció cuando por fin escuché el clic.
—¿Sí? —dijo la voz de Andrew.
—Oh, Andrew —dije—, soy yo, Helen.
—¿Dónde estás? —Parecía enojado.
—Andrew, ¿hay algún… algún mensaje del señor Mifflin para mí? Aquel accidente de ayer… Quizás iba a bordo de ese tren. Estoy tan preocupada… ¿Crees que le habrá pasado… algo?
—Vaya tontería —dijo Andrew—. Mifflin está preso en la cárcel de Port Vigor.
Creo que en ese momento Andrew debió de quedarse estupefacto, pues empecé a llorar y a reírme al mismo tiempo. Y, así, en medio de tanta agitación, colgué.

Christopher Morley
La librería ambulante

Estamos en la segunda década del siglo XX, en unos Estados Unidos todavía rurales y de paisajes idílicos, donde conviven los viejos carromatos y los novísimos automóviles. Roger Mifflin, un librero ambulante que desea regresar a Brooklyn para redactar sus memorias, vende su singular librería sobre ruedas (junto a su yegua y su perro) a la ya madura señorita Helen McGill, quien decide, harta de la monotonía de su vida, lanzarse a la aventura y recorrer mundo. A partir de ese momento se suceden las más divertidas peripecias, donde tanto personajes como lectores nos vemos envueltos en una espiral de conocimiento y admiración por el mundo de los libros, los autores y, cómo no, los libreros.

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