Hacia las cuatro, Sfax empezó lentamente a despertarse. Aparecieron centenares de niños, luego mujeres con la cara tapada, guardias vestidos de popelín gris, mendigos, carretas, asnos, burgueses inmaculados.

Se fueron, pues. Los acompañaron a la estación, y el 23 de octubre por la mañana, con cuatro baúles de libros y una cama de campaña, se embarcaron en Marsella a bordo del Commandant-Crubellier, con destino a Túnez. El mar estaba revuelto y la comida fue mala. Se marearon, tomaron unas pastillas y durmieron profundamente. Al día siguiente se veía Tunicia. Hacía buen tiempo. Se sonrieron. Vieron una isla que les dijeron se llamaba isla Plane, luego grandes playas largas y estrechas, y, después de La Goleta, en el lago, bandadas de aves de paso.
Se sentían dichosos de haberse ido. Les parecía que salían de un infierno de metros atestados, de noches demasiado cortas, de dolores de muelas, de incertidumbres. No veían nada claro. Su vida no había sido más que una especie de danza incesante sobre una cuerda tensa, que no llevaba a nada: un apetito vacío, un deseo desnudo, sin límites y sin apoyos. Estaban agotados. Se iban para enterrarse, para olvidar, para calmarse.
Lucía el sol. El barco avanzaba lenta, silenciosamente, por el estrecho canal. En la carretera muy cercana, algunas personas de pie en coches descubiertos les hacían grandes saludos. Había en el cielo unas nubecitas blancas inmóviles. Ya hacía calor. Las placas de la borda estaban tibias. En la cubierta, debajo de ellos, unos marineros apilaban las tumbonas, enrollaban las largas lonas alquitranadas que protegían las bodegas. Se formaban colas en las pasarelas de desembarco.
Llegaron a Sfax dos días después sobre las dos de la tarde, tras un viaje de siete horas en ferrocarril. El calor era agobiante. Frente a la estación, minúsculo edificio blanco y rosa, se abría una avenida interminable, gris de polvo, plantada de palmeras feas, bordeada de casas nuevas. Pocos minutos después de llegar el tren, una vez se fueron los escasos coches y bicicletas, la ciudad volvió a caer en un silencio total.
Dejaron las maletas en la consigna. Tiraron por la avenida, que se llamaba avenida Burguiba; llegaron, al cabo de unos trescientos metros más o menos, ante un restaurante. Un gran ventilador de pared, orientable, zumbaba de modo irregular. En las mesas pringosas, cubiertas con hule, se aglutinaban unas cuantas docenas de moscas que un mozo mal afeitado espantó agitando una servilleta con indolencia. Comieron, por doscientos francos, una ensalada con atún y una escalopa a la milanesa.
Luego buscaron un hotel, tomaron una habitación, mandaron traer las maletas. Se lavaron las manos y la cara, se echaron un rato, se cambiaron, salieron. Sylvie fue al instituto técnico, Jérôme la esperó fuera, en un banco. Hacia las cuatro, Sfax empezó lentamente a despertarse. Aparecieron centenares de niños, luego mujeres con la cara tapada, guardias vestidos de popelín gris, mendigos, carretas, asnos, burgueses inmaculados.
Sylvie salió, con el horario en la mano. Pasearon un rato más; bebieron cerveza y comieron aceitunas y almendras saladas. Vendedores callejeros de periódicos pregonaban Le Figaro de hacía dos días. Habían llegado.

Georges Perec
Las cosas


Publicada originalmente en 1965, Las cosas obtuvo el Premio Renaudot y consagró a Georges Perec como escritor de primera fila y lúcido testigo de, en palabras de Jean Duvignaud, «la incoercible dificultad de existir en los años sesenta».
Jérôme y Sylvie, una pareja de jóvenes pequeñoburgueses que se ganan la vida realizando encuestas para empresas de publicidad, sueñan con una existencia arropada de objetos exquisitos y elegantes. De hecho viven en un apartamento diminuto e incómodo y apenas si ganan dinero para cubrir sus necesidades básicas. Naturalmente, les gustaría ser ricos: sabrían vestir, mirar y sonreír como la gente rica, tendrían su tacto y discreción, su clase… El fulgurante y despreocupado París de la época constituye una tentación irresistible: escaparates de anticuarios, tiendas de libros raros, mercados y tenderetes repletos de agradables sorpresas. La sociedad de la opulencia les seduce con los signos de una vida refinada y garante de una tradición de buen gusto: divanes Chesterfield, camisas Arrow, corbatas de Old England. Sueños de una existencia dichosa y prometedora, creados por una sociedad tentacular que fomenta expectativas artificiales en quienes no pueden satisfacerlas, que a la postre les precipitan en una encrucijada en que el tener promete el ser, en que la necesidad de belleza y perfección les lleva a alienarse de sí mismos…
Las cosas es una aguda e irónica radiografía de la sociedad de consumo y, en particular, de la mistificación del confort y de los goces ofrecidos por un mundo cuya reconfortante banalidad propone múltiples espejismos de quimeras inasequibles. Narrada con magistral sencillez y distanciamiento, Las cosas desmenuza los perversos mecanismos con que las cosas subyugan a los hombres y es, sin duda, una novela anticipatoria cuya riqueza de significados se ha acrecentado con el paso de los años, al tiempo que Georges Perec se ha ido consolidando indiscutiblemente como uno de los grandes novelistas franceses del siglo XX.


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