Catorce días más tarde, el 24 de octubre, nuestro cautivo embarca con otros cinco redimidos en un navío que pertenece a maese Antón Francés.

El 29 de mayo de 1580, fray Juan Gil llega en efecto a Argel en compañía de fray Antón de la Bella, uno de sus correligionarios. Descubre una ciudad que se repone a duras penas de un invierno terrible, diezmada por una hambruna que ha matado a más de cinco mil personas; cansada de un bajá que multiplica los actos arbitrarios; inquieta por las concentraciones de tropas españolas señaladas en Badajoz y en Cádiz y que hacen temer —erróneamente— el envío de una armada contra la ciudad. Sin más tardar, los dos religiosos inician las primeras conversaciones con Hasán. Pero las discusiones se estancan porque los principales corsarios se hallan en el mar. En agosto, los dos redentores consiguen rescatar un centenar de cautivos; pero entre ellos no figura Cervantes. Hasán, cuyo mandato toca a su fin, ofrece entonces a fray Juan Gil sus mejores esclavos; fija el rescate en quinientos ducados por cabeza, a excepción de un tal Jerónimo de Palafox, estimado por él en mil ducados. En la incapacidad de pagar semejante suma, el trinitario decide rescatar a Miguel por el precio indicado: los doscientos ochenta escudos de que todavía dispone se completan con doscientos veinte escudos tomados del fondo general. El 19 de septiembre de 1580, mientras el bajá se prepara para hacerse a la vela, con sus esclavos ya encadenados a los bancos de su galera, fray Juan Gil entrega, en escudos de oro español, el monto del rescate. Cervantes es libre al fin. A punto estuvo de partir con su amo para Constantinopla: tal vez no hubiera vuelto jamás.
Se imagina cuál fue su júbilo. «Tanto es el gusto de alcanzar la libertad perdida», dirá Ruy Pérez de Viedma. No obstante, antes de dejar Argel, quiere saldar sus cuentas. Debe, en efecto, hacer frente a una campaña de difamación dirigida contra él por Blanco de Paz. No conocemos el contenido de las palabras difundidas sobre él por este «hombre murmurador, maldiziente, soberbio y de malas ynclinaciones». ¿De qué se le acusó?¿De amistades con Maltrapillo, de complacencias con Hasán o de compromisos con Agi Morato? Los testimonios de que disponemos sólo hablan de «cosas viciosas y feas». La amenaza era grave, porque Blanco de Paz se decía nada menos que comisario de la Inquisición. Así se explica por qué, siendo ya huésped de otro redimido, su amigo Diego de Benavides, Miguel quiso cortar en seco los rumores malévolos; a partir del 10 de octubre, hace que se proceda a la investigación a la que debemos las informaciones más claras relativas a su cautiverio. En presencia de fray Juan Gil y de Pedro de Rivera, notario apostólico en Argel, doce testigos, entre los que figuran Benavides y el doctor Sosa, confirman las afirmaciones emitidas en el interrogatorio sobre el «cautiverio, vida y costumbres» del requirente, demostrando, en esta ocasión, la inanidad de las palabras del aquel sacerdote indigno que era, en realidad, el sedicente comisario. Catorce días más tarde, el 24 de octubre, nuestro cautivo embarca con otros cinco redimidos en un navío que pertenece a maese Antón Francés. El 27 está a la vista de las costas españolas; su cautiverio ha durado cinco años y un mes.
El desenlace que tuvo ese cautiverio se parece al que nos ofrece El trato de Argel. El coro de cautivos que concluye esta comedia nos informa de la llegada inminente de fray Juan Gil, dirigiendo a la Virgen una ferviente acción de gracias. En cambio, la aventura del cautivo, igual que la de Don Lope, su homólogo de Los baños de Argel, ilustra una distancia mayor con respecto a las tribulaciones que padeció el manco de Lepanto: en efecto, los dos se evaden por mar, gracias a un renegado más leal que el Dorador o Caybán. Pero la última palabra será la que oigan los estudiantes vagabundos del Persiles: dos falsos cautivos que engañan a los campesinos de un pueblo castellano con el pretendido relato de sus desgracias en las galeras turcas. Desenmascarados por el alcalde, en otros tiempos esclavo en Argel, reciben de él los detalles que les permitirán engañar en el futuro. Esta ironía final nos muestra hasta qué punto Cervantes, en el crepúsculo de su vida, ha despertado de sus sueños de antaño. Pero no renegará nunca de la lección que sacó de su experiencia argelina. No sólo le abrió horizontes nuevos; a prueba de la adversidad, le ayudó a revelarse a los demás tanto como a sí mismo. Por ese motivo fue el crisol en que siguió forjando su propio destino.

Jean Canavaggio
Cervantes


Hablar del príncipe de los ingenios significa no sólo enfrentarse con el misterio de su vida, sino acercarse a un mito, donde lo fabuloso, lo seguro y lo verosímil están inextricablemente mezclados. El propio autor nos advierte que «explicar a Cervantes es aventura arriesgada». En efecto, no basta con recopilar rigurosamente lo que de él y de su contexto se sabe, sino que la tarea apasionante radica en ir al encuentro de este personaje enigmático. Así, en busca de una verdad que no cesa de ocultarse, se ve surgir en este libro el perfil de un hombre de una modernidad sorprendente.

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