Los doctores papistas se habían empeñado en demostrar à priori que, a causa de la decisiva influencia de los planetas el día veintidós de octubre de 1483— (en que la luna se encontraba en la duodécima casa celeste,——Júpiter, Marte y Venus en la tercera, el Sol, Saturno y Mercurio, todos juntos, en la cuarta),—Lutero era un hombre destinado a condenarse inevitablemente,—y que sus doctrinas, por corolario directo, estaban igualmente condenadas de antemano.
El examen de su horóscopo, en el que cinco planetas copulaban todos al mismo tiempo con Escorpión (al leer esto mi padre siempre negaba con la cabeza en señal de desaprobación) en la novena casa celeste, que los árabes asignaban a la religión,—demostraba que a Martín Lutero le importaba un ochavo esta cuestión;——y si se orientaba el horóscopo hacia la conjunción de Marte,—se podía deducir también, clarísimamente, que estaba destinado a morir maldiciendo y blasfemando;—este influjo maligno era la constatación de que su alma (empapada de culpa) había navegado a dos puños hasta el lago de fuego del infierno.
El insignificante reparo que los doctores luteranos le ponían a esta teoría era que, sin duda alguna, tenía que haber sido el alma de algún otro hombre, nacido el 22 de octubre del 83, la que se había visto obligada a navegar a dos puños de aquella manera,—ya que, como constaba en el registro de Islaben, en el condado de Mansfelt, Lutero no había nacido el año 1483, sino el 84; y tampoco el 22 de octubre, sino el 10 de noviembre, la noche del día de San Martín, razón por la que, precisamente, él se llamaba Martín.
[—Tengo que interrumpir por unos momentos mi traducción; pues estoy seguro de que, si no lo hiciera, no pegaría más ojo en toda la noche de lo que lo hizo la abadesa de Quedlinburg en aquella ocasión.—Es para decirle al lector que siempre que mi padre le leía este pasaje del Slawkenbergius a mi tío Toby, lo hada con aire triunfal——(no dedicado a mi tío Toby, pues él jamás le contradijo en cuestiones religiosas,—sino al mundo entero en general).
—Ya ves, hermano Toby, solía decirle elevando los ojos al cielo, ‘que los nombres de pila no carecen de importancia’;——aquí nos encontramos con que si Lutero se hubiera llamado cualquier otra cosa que no fuera Martín, se habría condenado para toda la eternidad.——No es que yo considere, añadía, que Martín es un buen nombre,—nada más lejos:—es un poco mejor que un nombre neutro, pero sólo un poco;—y sin embargo, siendo tan poca cosa como es, ya ves que a él le fue de bastante utilidad.
Mi padre sabía, con tanta certeza como si el mejor lógico del mundo se hubiera encargado de demostrárselo, que este sostén para su teoría era sumamente endeble;—y sin embargo, al mismo tiempo, es la debilidad del hombre tan extraña que, puesto que se lo había topado en su camino, no podía evitar hacer uso de él; y ésta era seguramente la razón por la que, aun cuando en las Décadas de Hafen Slawkenbergius hay otras muchas historias tan divertidas como la que estoy traduciendo, no había ninguna que mi padre leyera ni con la mitad de placer que ésta,—que a un mismo tiempo halagaba a dos de sus más extrañas teorías:—la de los NOMBRES y la de las NARICES.—Y me atrevería a decir que ya podría mi padre haberse leído todos los libros de la biblioteca de Alejandría (si el destino no se hubiera ocupado de ellos), que no habría encontrado uno solo, ni un pasaje tampoco, que, como éste, diera de un mismo martillazo dos veces en el clavo.]
Las dos universidades de Estrasburgo estaban haciendo indecibles esfuerzos para aclarar el asunto de la navegación de Lutero. Los doctores protestantes habían demostrado que aquél no había navegado a dos puños, como pretendían los doctores papistas; y como todo el mundo sabía que no se podía navegar en dirección contraria a la del viento,—se aprestaron a determinar (suponiendo que realmente hubiera navegado) a cuántos rumbos de distancia lo había hecho; y, asimismo, si Martín había doblado el cabo o si había ido a parar a una costa de sotavento; y como la investigación era muy edificante, al menos para los que entendían de esta clase de NAVEGACIÓN, sin duda habrían seguido con ella a pesar del tamaño de la nariz del extranjero si no hubiera sucedido que el tamaño de la nariz del extranjero desvió la atención de todo el mundo del asunto que ellos se traían entre manos:—las universidades tienen la obligación de seguir las sendas impuestas por los acontecimientos.——
La abadesa de Quedlinburg y sus cuatro dignatarias no representaron obstáculo, porque la enormidad de la nariz del extranjero les llenaba la imaginación tanto como su caso de conciencia:—la cuestión de las aberturas de las sayas se enfrió.—En una palabra, los impresores recibieron orden de distribuir los moldes—y todas las demás controversias cesaron.
Se cruzaban apuestas: un gorrito cuadrado con una borla plateada encima —contra una cascara de nuez—para el que adivinara hacia qué lado de la nariz se inclinarla cada universidad.
—Está por encima de la razón, exclamaron los doctores de un bando.
—Está por debajo de ella, exclamaron los del otro.
—¡Es cuestión de fe!, exclamó uno.
—¡Y un rábano!, dijo otro.
—¡Es posible!, exclamó el primero.
—¡Es imposible!, dijo el segundo.
—¡El poder de Dios es infinito!, exclamaron los Naricistas, puede hacer cualquier cosa.
—¡No puede hacer nada, contestaron los Antinaricistas, que implique contradicción!
—¡Puede hacer pensar a la material!, dijeron los Naricistas.
—Tan cierto como que vosotros, con la oreja de una marrana, podéis hacer una gorra de terciopelo, respondieron los Antinaricistas.
—¡Puede hacer que dos y dos sean cinco!, replicaron los doctores papistas.——¡Eso es falso!, dijeron sus adversarios.—
—El poder infinito es el poder infinito, dijeron los doctores que sostenían que la nariz era de verdad.——Pero solamente afecta a lo posible, replicaron los luteranos.
—¡Por el Dios del cielo!, exclamaron los doctores papistas: si lo juzga oportuno, puede hacer una nariz tan grande como el campanario de Estrasburgo.
El campanario de la iglesia de Estrasburgo era el campanario más grande y más alto que podía encontrarse en el mundo por aquel entonces, y los Antinaricistas dijeron que nadie (o cuando menos no un hombre de mediana edad) podía llevar una nariz de 575 pies geométricos de longitud.—Los doctores papistas juraron que sí se podía.—Los doctores luteranos dijeron que No;—que no se podía.
Al instante esto trajo consigo una nueva discusión (que duró bastante tiempo) acerca de la magnitud y limitaciones de los atributos morales y naturales de Dios.—Esta controversia los llevó naturalmente a Tomás de Aquino, y Tomás de Aquino los llevó al diablo a su vez.
No se volvió a oír hablar de la nariz del extranjero en toda la disputa;—solamente les había servido de fragata que los condujera al golfo de la teología escolástica,—y ahora todos navegaban a dos puños.
El ardor se halla en proporción con la falta de verdadero saber.
La controversia acerca de los atributos y demás, lejos de enfriárselas, había, por el contrario, inflamado las imaginaciones de los estrasburgueses hasta un grado insospechado. —Cuanto menos entendían del asunto, mayor era su asombro y más se preguntaban por él;—abandonados a las miserias del deseo insatisfecho,—vieron cómo sus doctores (los Pergaministas, los Broncistas y los Trementinistas por un lado,—los doctores papistas por otro) se embarcaban y perdían de vista como Pantagruel y sus compañeros cuando partieron en busca del oráculo de la botella.
—¡Los pobres estrasburgueses se quedaron en tierra!
—¿Qué hacer?—Había que actuar rápidamente, sin demora;—la conmoción iba en aumento,—todo el mundo estaba fuera de sí,—las puertas de la ciudad abiertas de par en par.—
¡Desventurados estrasburgueses! ¿Quedó en el almacén de la naturaleza,——o en el desván del saber,——o en el gran arsenal del azar, quedó una sola máquina sin poner en marcha para tormento de vuestra curiosidad y tensión de vuestros deseos, una sola que la mano del destino no dispusiera y preparara para burla de vuestros corazones?—No humedezco mi pluma en la tinta para disculpar vuestra rendición,—sino para escribir vuestro panegírico. Mostradme una ciudad tan macerada por la expectación,—una ciudad que no hubiera comido, ni bebido, ni dormido, ni rezado, ni atendido a las llamadas de la religión ni de la naturaleza durante veintisiete días consecutivos——y que hubiera podido resistir un día más.
El vigésimo octavo día era el día en que el amable extranjero había prometido estar de vuelta en Estrasburgo.
Laurence Sterne
Tristram Shandy
La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy
«Una obra rica, ambiciosa, compleja, burlona y poco definible, que valió a su autor en su época tanto fama como denuestos, y en todas las demás épocas hasta hoy conocidas una ardiente admiración: el incomparable ritmo de su prosa, su ingenio inagotable, los inverosímiles juegos de palabras, la complicada estructura narrativa, la negación absoluta de una concepción lineal del tiempo, su vibrante y aguda escritura y su originalisima puntuación, su irónica aplicación a la novela de teorías filosóficas y científicas, su perfecto manejo de la parodia y sus numerosas extravagancias y osadías sintácticas y tipográficas, hablan por sí solos de su modernidad y nos hacen ver como simples imitaciones, ya anticuadas, a demasiadas “originalidades” contemporáneas.
Tristram Shandy es mi libro favorito: es, a un mismo tiempo, la novela clásica más cercana al Quijote y a la del siglo en que escribo; tanto su recuerdo como su frecuentación esporádica me producen un indefectible placer; puede abrirse por cualquier página, con asombro y sonrisa siempre. No creo haber aprendido más sobre el arte de la novela que durante su traducción. Sin duda, mi mejor obra.»
Javier Marías
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