EN EL PUENTE DE CARLOS

EN EL PUENTE DE CARLOS
Praga - Por el Puente de Carlos, delante de la estatua de San Juan Nepomuceno —arrojado por el rey Venceslao IV al Moldava porque su lengua, que se ha mantenido milagrosamente fresca y roja durante siglos, se negaba a revelarle los pecados murmurados por la reina en el confesonario— avanzan dos carros de madera de los que tiran robustos caballos dejando expansivas huellas a su paso. Ya no se ven carros así desde hace tiempo y los carreteros van vestidos de manera algo inusual, pero en este puente esas chaquetas harapientas y esos sombreruchos no parecen lo raros que serían en otro lugar, y si no fuera por los gestos de uno que, a poca distancia —algo ridículo, como quienquiera que pretenda poner en orden algo—, manda parar, volver a empezar y repetir intimando a otro que vaya un metro adelante o atrás, no nos daríamos cuenta de que están rodando una escena de la película Kafka, de Steven Soderbergh. Esa escena, por lo demás, es marginal, no atañe a los protagonistas ni a los momentos centrales de la trama.
La escena se repite, como es habitual, más de una vez; tan solo el caballo se niega a prodigar más boñigas. Sobre el Moldava que discurre lentamente, la cámara, que narrará una historia donde se recreará la ilusión del fluir de la vida indivisa como el discurrir de un río, aísla los fragmentos y detalles de la vida misma, los toma saqueando la realidad para recomponerlos después como en un mecano. El arte del cine, que desmonta y recompone las piezas de lo real, armoniza con Praga, ciudad que Ripellino comparaba con una tienda lunática en la que el tiempo, formidable chamarilero, ha hacinado los retazos y derrelictos de la historia. En Praga, a pesar del encantador paisaje total que lo envuelve todo, la mirada es capturada continuamente por los detalles con una seducción imperiosa, sobre todo por los tejados y las buhardillas, por las tejas que se transforman en ornamentos fantásticos; se podría vagabundear durante horas por la ciudad mirando solo hacia lo alto, hechizados por un sinfín de cosas inolvidables.
Errando por calles y plazas, mirando cerca y lejos, uno cree parecerse a ese personaje de un escritor alemán-praguense, Meyrink, el autor de El Golem, que apuntaba con el catalejo a la ciudad y aislaba imágenes individuales, caras en la multitud o frisos de un portal, el ala de una estatua, una aguja, un pilar del puente que se sumerge en el agua. También la literatura checa está caracterizada a menudo por la irrupción y la revuelta de las cosas aisladas, de los objetos que se emancipan de cualquier totalidad y cualquier orden conjunto y se presentan en primer término con su vida disgregada y secreta. Desde los decimonónicos Cuentos de Malá Strana de Jan Neruda a los Cuentos de un bolsillo y Cuentos de otro bolsillo de Čapek y a diferentes relatos y novelas de Hrabal, la narrativa checa es con frecuencia una épica de las cosas pequeñas o aparentemente mínimas, palique de taberna y paseos de extrarradio donde relampaguea el senado más auténtico de la vida, experiencias amenazadas por la violencia de la historia y la abstracción de los mecanismos sociales.
Sobre todo, pero no solo, durante los regímenes estalinista y brezneviano, la literatura checa ha sido una irónica, grotesca y acrobática resistencia contra la alienación que vuelve irreales las cosas. El propio Havel, en sus ensayos escritos cuando era perseguido, defendía la tangible y concreta autenticidad de la existencia contra la falsificación genérica de la ideología totalizadora. Y también el soldado Švejk de Hašek defiende la vida desde abajo; defiende su elemental, escueta corporeidad frente a la abstracción. En la más intensa de sus novelas, La vida está en otra parte, Kundera toma partido por la cálida y familiar existencia cotidiana contra el totalitarismo ideológico disfrazado de sagrado e inspirado furor poético, que quiere someter la humilde multiplicidad de las cosas a sus delirios narcisistas: también quien predica en pos de «la imaginación en el poder» es a menudo un tirano.
En este momento de euforia y tristeza, euforia por la libertad reconquistada y tristeza por el aciago futuro a punto de llegar, los checos pueden confiar especialmente, o acaso tan solo, en esta tenaz y anárquica fantasía. Las tomas cinematográficas de gentes con anticuada indumentaria en el Puente de Carlos son poco llamativas por otro motivo particular. Es difícil que algo parezca anacrónico en esta Praga, toda ella un paisaje de tiempos múltiples y estratificados que se superponen y se enmarañan. Un viaje por Checoslovaquia, como por otros países de Europa central, es también un viaje en el tiempo, que en ocasiones hace dar un vuelco al corazón. No se trata solo de la presencia viva y urgente de memorias seculares, típica de Mitteleuropa, sino que es como volver a encontrarse de improviso en nuestros años cincuenta, en su atmósfera férvida y pobre, acuciada por las estrecheces cotidianas.
Sobre todo son los olores, fundamentales indicadores de la realidad, los que nos llevan de golpe hasta aquellos días: los olores de portales y edificios, de escaleras y pasillos, un olor indefinible que sabe a viejo, a pobreza, a agua de Seltz y a carbón; un olor que pertenece a nuestro pasado, a un período que hemos dejado atrás, a una especie de adolescencia de nuestra sociedad presente, desgarradora y amarga como toda adolescencia. El deshollinador real que veo pasar tiznado de pies a cabeza mientras va a trabajar, con sus escobas y alambres al hombro, es una imagen casi tan lejana en el tiempo como las comparsas en esos carros. Cuarenta años de comunismo conducen de nuevo al país —al menos a esos países que ya entonces se hallaban en una fase social evolucionada, no los más retrasados que el comunismo ha modernizado de todos modos— a la desolación y la esperanza de la inmediata posguerra.
También la trepidación, el fervor y la espera que se sienten en el aire recuerdan aquellos años en que nuestra vida era mísera y difícil. En Checoslovaquia, el año pasado, hubo una renovación radical y maravillosa, pero otros cambios, que podrían ser más prosaicos y negativos, están al acecho. La catastrófica herencia del comunismo es mitigada todavía por una precaria protección económico-social, que hasta ahora ha ido aplazando el electrochoque del vuelco global; el año que viene, cuando se dé la salida a una economía libre, tal vez haya tragedias de individuos y de categorías que verán pulverizarse el poder de adquisición del dinero, hoy suficiente para permitirles vivir, y subvertirse las bases de su existencia. En el país se advierte la presencia de un fuerte impulso, de iniciativas y esperanzas densas de futuro, a la vez que hay atisbos de una especie de expropiación que podría mellar su identidad.
En el Puente de Carlos, teatrillos ambulantes, músicos y pintores son aún los de la Praga mágica, pero las caras de los tiburones que se ven por ahí —exfuncionarios de partido enriquecidos ilegal mente gracias a la nomenklatura, encaminados a convertirse en nuevos capitalistas, y extranjeros, especialmente alemanes e italianos— son caras de personajes de Dickens o de Grosz, listos para explotar esos teatrillos o ponerles las manos encima. Tres compatriotas míos, en la mesa de al lado, están haciendo acuerdos arteros con el maître para localizar edificios y hacerse con ellos, sorteando los impedimentos legales, a precio de ganga. Uno de los tres —bajo, con el vientre abultado y la nuca grasienta y sudada— lamenta que la noche antes quería tirarse a la chica que estaba con él, pero bebió demasiado y no llegó al tercio de varas. La chica puede dar las gracias a alguna de las santas que adornan el Puente —no sé si la cosa es de competencia de Santa Ludmila o de Santa Luitgarda— porque ahorrarse, aunque solo sea una vez, semejante experiencia, no deja de ser una suerte.
Los checoslovacos, que han de volver a empezar poco más que desde cero, tienen su cultura y su fantasía, la inteligencia de una sociedad plurisecular acostumbrada a luchar para sobrevivir. Pero, frente a las dificultades y a los poderosos vecinos, no cuentan en lo económico con los nutridos batallones de los que por suerte no tienen necesidad en lo militar. Muchos soldados Švejk, ha sido dicho, no forman un ejército pese a su exorbitante genialidad. No obstante, creo que, a despecho de las dificultades sin duda ásperas del futuro próximo, Checoslovaquia sabrá conservar su propia identidad, esencial para la civilización europea. Mitteleuropa es esencialmente el resultado del encuentro entre la civilización alemana, que le ha dado cierta unidad de base a su heterogéneo mosaico, y la eslava, que ha enriquecido a la alemana con esa gentileza fabulosa y quimérica que Praga muestra en sus torres y sus puentes. Lo que sucederá en Praga le incumbe al mundo entero.
2. A propósito de pentagonales. Se dice Praga, pero es una concentración restrictiva de la que los otros, moravos y especialmente eslovacos, se lamentan. En Bratislava y Brno, aparte de las livianas y en ocasiones recalcadas diversidades, se dan una extraordinaria vitalidad cultural, un intenso fervor intelectual y, en particular, un marcado interés por Italia y por la lengua italiana. La colaboración pentagonal, propuesta por nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores, va cobrando favor porque es sentida cual protectora solidaridad respecto a colosos vecinos como el alemán. Las iniciativas puestas en marcha son muchas y vivaces, pero Italia podría hacer todavía más —como hacen alemanes, austríacos y franceses— en el pequeño gran terreno de las necesidades cotidianas, que es el verdadero terreno de la cultura: nada de congresos, exposiciones u otros acontecimientos imponentes, que al igual que todo lo imponente dejan las cosas como estaban, sino ayudas más sencillas como el envío de libros, cantidad de libros, que tanta falta hacen y que a nosotros nos costarían relativamente poco, sumas irrisorias respecto a las que se gastan para empresas epatantes. Hacer que sean accesibles clásicos de ayer y de hoy o textos de historia del arte con buenas reproducciones vale más que organizar muestras por espléndidas que sean. Resultaría fácil, en un momento en que estos países miran hacia nosotros con mucha atención, darles una pequeña gran ayuda real.
3. En una entrevista de Giovanni Firmian en L’Europeo, el príncipe Karl Schwarzenberg se ha definido como ciudadano Karel Schwarzenberg. El príncipe, perteneciente a una de las familias más grandes de la aristocracia habsbúrgica, ha dejado Viena y regresado a su Praga natal, que había abandonado a los diez años, para convertirse en canciller, o sea, primer consejero de Havel. En este gesto hay tantas cosas: una conmovedora fidelidad, la asunción de una responsabilidad en un país incierto aún y menos fácil y cómodo que Viena, y el sentimiento de pertenencia a un pueblo unido al de pertenecer a una supranacional civilización centroeuropea. En un momento en que las discrepancias nacionales se hacen amenazadoras por doquier, también en Checoslovaquia, esta actitud asume un valor particular. Por lo demás, cuando Hitler invadió Checoslovaquia, muchas de las familias de la aristocracia habsbúrgica que residían en Praga y se habían considerado desde siempre supranacionales aunque de cultura fundamentalmente alemana, declararon que en aquel momento se reconocían en el pueblo checo.
En la citada entrevista, Schwarzenberg rechaza cualquier nostalgia habsbúrgica, aun la indirecta, que a menudo es una pacotilla kitsch. Pero la catástrofe del comunismo, con sus aspectos trágicos, no es solo una victoria de la democracia liberal, sino que bien pudiera implicar, más allá del propio comunismo, al pensamiento democrático y liberal haciendo que vuelvan a aflorar en los más diferentes países fuerzas adormecidas y formas tradicionales de agregación social; que se vuelva, según modos técnicamente actualizados, a cierto tipo de ancien régime. En Italia, las críticas al Risorgimento, a menudo burdas, son uno de los muchos indicadores de este proceso que tiene bastantes aspectos regresivos y arremete con el arte y la literatura, como si, después de dos siglos, la poesía moderna de la ausencia y la escisión, habiendo encontrado su propia verdad en la dolorosa renuncia a toda pacífica armonía, tuviese que ceder el paso a una literatura nueva y beatamente ajena a la laceración y el exilio; como si las novelillas bien confeccionadas se tomaran el desquite respecto a Musil o Beckett. De estas tendencias restaurativas es preciso ser conscientes, sobre todo si se quiere, como es justo, combatir contra ellas. Se es fiel a la verdad y la felicidad si se sabe, como Kafka, que no se poseen, que se está fuera del Paraíso terrenal; si se responde, como hace ese personaje de Borges a quien le pregunta si es de Praga, «Yo era de Praga».

30 de octubre de 1990

Claudio Magris
El infinito viajar


El infinito viajar reúne cerca de cuarenta crónicas de viaje publicadas en el Corriere della Sera, e incluye un prefacio donde Magris contrapone dos formas de entender el viaje en nuestra cultura: la concepción clásica del viaje circular, que implica el retorno final, y la moderna, en la que el desplazamiento es rectilíneo y cuya meta no es otra que la muerte. Muerte que se intenta diferir mediante «vivir, viajar y escribir», tres facetas de una experiencia que está en el origen de una nueva forma de la literatura donde se diluyen las fronteras entre relato, ensayo y libro de viajes. Los textos abarcan un amplio espectro geográfico, empezando en España hasta China, Irán o Vietnam, y en ellos se conjura la indiferencia con una curiosidad que es afán de conocimiento.


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