Era una tarde fresca y lluviosa de finales del mes de agosto, esa curiosa
época del año en la que las únicas perdices que se ven son las que se guardan
en la nevera, y en la que no hay absolutamente nada que cazar por ningún lado.
Sobre la reunión que dicha tarde tenía lugar en casa de Lady Blemley
flotaba un sobrecogedor silencio que mantenía a todos los presentes inquietos y
apiñados alrededor de la mesa en la que se hallaba servido el té. No obstante,
a pesar del aburrimiento y la apatía que cabría esperar encontrarse en una
reunión como aquélla, lo cierto era que no había en los rostros de ninguno de
los invitados la menor huella de esa fatigada desesperación que por lo común
suelen causar todos esos insoportables conciertos de piano y todas esas aterradoras
partidas de bridge a las que tanto se prestan tales ocasiones.
Muy por el contrario, la atención de la boquiabierta y sorprendida concurrencia
se hallaba por completo concentrada en la fea y no muy agradable persona de Mr. Cornelius
Appin. De todos los invitados que habían acudido a ver a Lady Blemley,
aquél era el único del que aún no se sabía con precisión a qué se dedicaba.
Algunos días antes de la reunión, alguien le había comentado a la anfitriona
que Mr. Appin era un tipo «inteligente», y fue por ello por lo
que ésta había decidido invitarlo con la esperanza de que al menos una pequeña
parte de su inteligencia contribuyese a hacer de aquélla una agradable y
entretenida velada. Pero hasta que aquella tarde llegó la hora del té, Lady Blemley
se había visto completamente incapaz de descubrir en qué sentido, si es que
había alguno, merecía aquel hombre tan halagador calificativo. No era una
persona ocurrente ni le gustaba jugar al croquet. Tampoco poseía el
menor encanto personal ni era aficionado al teatro. Y en cuanto a su apariencia
física, ésta no era precisamente de las que llevan a las mujeres a pasar por
alto que el hombre en cuestión posea un elevado grado de estupidez. Y no
obstante, a pesar de tener tantas cosas en contra, aquél era precisamente el
hombre que tenía cautivados a cuantos se encontraban allí aquella tarde.
Lo que causaba tanto asombro en todos los presentes era el hecho de que Mr. Appin
decía haber descubierto algo junto a lo cual inventos tales como la pólvora, la
imprenta y la máquina de vapor quedaban reducidos a simples fruslerías. Según
él, mientras que la ciencia no había hecho más que dar palos de ciego en todas
direcciones a lo largo de las décadas anteriores, él, por su parte, se había
encargado de realizar un asombroso descubrimiento que, para hablar con
propiedad, estaba más cerca de ser un milagro que un verdadero avance
científico.
—Entonces, ¿pretende en serio que nos creamos —dijo Sir Wilfrid—
que ha descubierto usted un método para hacer que los animales aprendan a hablar
como los humanos, y que nuestro viejo y querido Tobermory se ha convertido en
el primer alumno que lo ha seguido con éxito?
—Se trata de una cuestión en la que he estado trabajando durante los
últimos diecisiete años —dijo Mr. Appin—. No obstante, sólo he
obtenido los primeros resultados verdaderamente satisfactorios a lo largo de
estos últimos ocho o nueve meses. Como podrán ustedes imaginarse, durante todo
ese tiempo he experimentado con muchas clases diferentes de animales, pero
últimamente me he centrado sólo en los gatos, esas extraordinarias criaturas
que han logrado adaptarse con una enorme facilidad a nuestro mundo civilizado,
al tiempo que han conservado ese instinto salvaje que tienen tan desarrollado.
Y de vez en cuando, al igual que ocurre con los seres humanos, uno encuentra
entre estos animales inteligencias verdaderamente excepcionales. Cuando hace
una semana conocí a Tobermory, me di cuenta enseguida de que me hallaba en
presencia de un ser de inteligencia extraordinaria. Por entonces yo no había
hecho más que terminar con relativo éxito toda una serie de experimentos. En
cambio ahora, con Tobermory, como ustedes le llaman, he logrado por fin el
objetivo que perseguía.
Mr. Appin concluyó aquel
sorprendente monólogo con una voz de la que había tratado por todos los medios
de eliminar cualquier nota triunfalista. Aunque en aquel momento nadie intentó
hacer bromas preguntando si al hablar de aquel objetivo se
estaba refiriendo a los ratones, los labios de Clovis se movieron como para
decir algo que muy bien podría haber estado relacionado con los roedores.
—Entonces, ¿en serio está usted diciéndonos —preguntó Miss Resker
después de una breve pausa— que ha enseñado a Tobermory a decir y comprender
oraciones sencillas que como mucho no tendrán más de una sílaba?
—Mi querida Miss Resker —dijo armándose de paciencia
aquella especie de inventor de milagros—, cuando uno está acostumbrado a tratar
con niños pequeños, salvajes y discapacitados mentales y utiliza con ellos
procedimientos poco sistemáticos no puede aspirar a otros resultados. Pero si
de repente se encuentra con un animal de inteligencia altamente desarrollada,
no tiene necesidad de volver a poner en práctica métodos tan imprecisos y debe
aspirar a resultados más completos. Tal es así que actualmente Tobermory es
capaz de hablar nuestra lengua con total corrección.
—¿Y no haríamos mejor trayendo aquí de una vez a ese gato y juzgando por
nosotros mismos? —sugirió Lady Blemley.
Sir Wilfrid salió en busca
del animal mientras los presentes tomaban posiciones y se acomodaban a la
espera de presenciar lo que imaginaban que no sería más que una hábil sesión de
ventriloquismo.
Un minuto después, cuando Sir Wilfrid regresó al salón, su
moreno rostro se había vuelto completamente blanco y sus ojos estaban abiertos
como platos a causa del asombro.
—¡Dios mío! ¡Es cierto!
Como su excitación parecía inequívocamente sincera, todos los allí reunidos
dieron un respingo de sorpresa en sus sillas debido al creciente interés que
había invadido la sala.
Tras desplomarse en un sillón, Sir Wilfrid comenzó a
respirar con gran dificultad.
—Lo encontré medio dormido en el cuarto de estar —acertó a decir cuando
logró serenarse un poco— y lo llamé para que viniera a tomar el té con
nosotros. Él se limitó a volver tranquilamente la cabeza y a mirarme fijamente,
tal y como siempre hace. Viendo que no respondía, añadí: «Vamos, Toby. No nos
hagas esperar». Y fue entonces cuando ese gato… ¡por Dios!, cuando ese gato habló.
Arrastrando un poco las palabras y como si fuera lo más natural del mundo, me
dijo que se acercaría por aquí cuando le diese la gana. ¡Imagínense ustedes!
¡Cuando oí aquello, estuve a punto de desmayarme!
Mientras Mr. Appin no había hecho más que gastar saliva
intentando convencer con su largo monólogo a aquella pandilla de incrédulos,
aquellas pocas palabras de Sir Wilfrid lograron que todos
ellos se convenciesen por fin de que lo que se había dicho en aquella
habitación no era otra cosa que la pura verdad.
Un coro de exclamaciones asustadas, similar al que debió de oírse cuando la
torre de Babel fue derribada por la furia divina se elevó en la sala, mientras
el científico, por su parte, permanecía sentado y en silencio contemplando
aquel intenso alboroto y saboreando las primeras reacciones que acababa de provocar
su impresionante descubrimiento.
Fue justo entonces, en mitad de aquel exaltado vocerío, cuando Tobermory
entró en la sala y, caminando con mucho cuidado y afectando una premeditada
indiferencia, cruzó lentamente la estancia en dirección al grupo que se hallaba
sentado alrededor de la mesa.
Un embarazoso silencio se apoderó de repente de todos los invitados. No en
vano, la posibilidad de dirigirse a un gato doméstico de tan reconocidas
habilidades vocales hablándole de igual a igual era algo que llegaba a resultar
verdaderamente espeluznante.
—¿Te apetece un poco de leche, Tobermory? —preguntó Lady Blemley
con un hilo de voz.
—Lo cierto es que no me importaría —fue la respuesta que se oyó, llena de
indiferencia. Un súbito y nervioso escalofrío recorrió a cuantos la escucharon.
Lady Blemley, incapaz de
reprimir su nerviosismo, derramó la leche sobre la mesa de un fuerte manotazo.
—¡Vaya! Me temo que acabo de derramarla casi toda —dijo a manera de
disculpa.
—No importa, querida. Después de todo, tampoco puede decirse que tenga
mucha sed —fue la respuesta de Tobermory.
Un nuevo silencio cayó sobre los allí reunidos. Luego Miss Resker,
sacando a relucir sus mejores modales, le preguntó a Tobermory si el lenguaje
humano le había resultado difícil de aprender. Por toda respuesta, Tobermory se
limitó a mirarla por un momento y a desviar luego la vista con desgana hasta
quedarse mirando distraídamente al vacío. Era evidente que contestar preguntas
absurdas quedaba muy lejos de sus intenciones en esta vida.
—¿Qué piensas de la inteligencia de los seres humanos? —le preguntó acto
seguido Mavis Pellington con voz un tanto insegura.
—¿A qué seres humanos se refiere usted en concreto? —preguntó a su vez
Tobermory con frialdad.
—Oh, pues… a mí, por ejemplo —dijo Mavis soltando una débil risita.
—Me pone usted en una complicada situación —dijo Tobermory con un tono y
una actitud que no sugerían que tuviese realmente el menor reparo en contestar
con sinceridad—. Cuando se sugirió su presencia en esta reunión, Sir Wilfrid
se opuso rotundamente diciendo que era usted la mujer con menos cerebro que
había conocido en su vida, y que una cosa era la hospitalidad y otra muy
distinta cuidar de deficientes mentales como usted. Lady Blemley
le respondió a continuación que su absoluta falta de inteligencia era
precisamente lo que la había impulsado a invitarla, pues se le había ocurrido
que usted era la única persona en el mundo lo bastante estúpida como para
comprarle su coche viejo. Ya sabe usted a cuál me refiero, a ese que sólo sube
las cuestas si uno va detrás empujando.
Las negativas de Lady Blemley quizá hubieran servido de
algo de no ser porque aquella misma mañana le había sugerido a Mavis, como por
casualidad, que el coche en cuestión era justo lo que a ella le estaba haciendo
falta desde que se había ido a vivir a su casa de Devonshire.
El mayor Barfield intentó salvar el día cambiando bruscamente de tema.
—¿Y tú qué tal lo pasas con la gata que vive en las cocheras, eh?
Nada más oír aquello todos los demás se dieron cuenta de que el mayor
acababa de cometer una grave metedura de pata.
—Ésas no son cosas de las que uno deba hablar en público —dijo Tobermory
dirigiéndole una gélida mirada—. Déjeme decirle, no obstante, que por lo poco
que he podido observar de sus costumbres y sus modales desde que entró en esta
casa, me inclino a pensar que encontraría usted de lo más incómodo que yo
sacara a relucir en esta conversación todos sus trapos sucios.
La alarma que siguió a aquellas palabras no afectó solamente al mayor.
—¿Por qué no vas y averiguas si la cocinera tiene ya lista tu cena? —se
apresuró a sugerir Lady Blemley fingiendo ignorar el hecho de
que todavía quedaban dos horas para que a Tobermory le pusieran la cena.
—Gracias —respondió Tobermory—, pero aún es demasiado pronto. Acabo de
tomar el té y no quiero morir de una indigestión.
—Al fin y al cabo los gatos tienen siete vidas, ¿no? —apuntó Sir Wilfrid
alegremente.
—Es posible —respondió Tobermory—, pero sólo un cuerpo que se encargue de
vivirlas.
—¡Pero, Adelaide! —exclamó Mrs. Cornett—. No estarás
animando al gato para que salga ahí y empiece a cotillear sobre todos nosotros
delante de los criados, ¿verdad?
La alarma había comenzado a generalizarse debido a un simple detalle que
había acudido de golpe a la mente de todos los presentes. La fachada de aquella
casa se hallaba recorrida por una estrecha cornisa que, aunque no tenía más
objeto que lo puramente decorativo, pasaba por delante de la mayoría de las
ventanas del piso superior. Pues bien, el detalle que, con gran consternación,
acudió a la mente de los allí reunidos fue el recuerdo de que aquella cornisa
era una de las zonas predilectas de Tobermory para pasear a todas horas, y que
desde allí podía espiar a sus anchas a las palomas… y sólo Dios sabía a quién
más. Si lo que pretendía aquel gato era simple y llanamente comenzar a contar
todo tipo de detalles escabrosos en aquel tono tan terroríficamente sincero que
llevaba empleando todo el rato, el efecto producido en la audiencia acabaría
siendo algo más que simplemente desconcertante. Mrs. Cornett,
que acostumbraba pasar muchas horas frente al espejo y cuyo rostro tenía fama
de ser una laboriosa obra de restauración, pronto comenzó a tener tan mala cara
como el mayor Barfield. MissScrawen, a quien le gustaba escribir
versos sensuales a pesar de llevar una vida intachable, no pudo disimular su
enfado, pues cuando uno es metódico y virtuoso en su vida privada no siempre
desea que todo el mundo lo sepa. Bertie van Than, que a los diecisiete años era
ya tan depravado que hacía tiempo que, convencido de haber alcanzado el tope,
había desistido de intentar serlo todavía más, se puso pálido de golpe, pero al
menos no cometió el error de salir corriendo de la habitación como Odo
Finsberry, un joven caballero del que se suponía que estaba estudiando para
cura y que posiblemente se sintiese incomodado al pensar en los escándalos
ajenos que corría el peligro de oír. Clovis, por su parte, tuvo el aplomo
suficiente para mantener la compostura mientras por dentro se dedicaba a
calcular cuánto tiempo se tardaría en conseguir una caja de ratones con la que
poder comprar el silencio de aquel animal tan odioso.
Incluso en una situación tan delicada como aquélla, Agnes Resker fue
incapaz de permanecer por mucho tiempo en segundo plano.
—¿Por qué se me ocurriría venir aquí? —preguntó con gran dramatismo.
Tobermory aprovechó de lleno la oportunidad que se le ofrecía.
—A juzgar por lo que le dijo usted ayer a Mrs. Cornett
mientras las dos jugaban al croquet, ha venido por la comida.
Aunque llegó usted a describir a los Blemley como la gente más aburrida que
había conocido nunca, dijo también que habían sido lo bastante inteligentes
como para contratar a una cocinera de primera categoría, y que de no ser por
eso se las verían y se las desearían para lograr que alguien les visitara de
vez en cuando.
—¡No hay ni una sola palabra de verdad en todo eso! Que lo diga, si no, Mrs. Cornett
—exclamó Agnes, indignada.
—Mrs. Cornett le repitió más tarde aquel comentario a Bertie
van Tahn —prosiguió Tobermory—, y añadió que usted era una auténtica muerta de
hambre que sería capaz de ir a cualquier parte con tal de comer cuatro veces al
día, a lo que Bertie van Tahn contestó…
Pero entonces, por fortuna para todos los invitados, Tobermory se calló de
golpe. A través de los amplios ventanales, había alcanzado a ver fugazmente en
el jardín a Tom, el enorme gato amarillo que pertenecía al párroco del lugar,
avanzando por entre unos arbustos en dirección al ala del edificio en la que se
encontraban las cocheras. En un abrir y cerrar de ojos Tobermory, lanzándose en
persecución de su rival, desapareció por entre las cristaleras abiertas.
Una vez hubo desaparecido su brillante alumno, Cornelius Appin se vio
acosado por un aluvión de amargas acusaciones, ansiosas preguntas y asustadas
súplicas. Según todos los invitados, la responsabilidad de la situación que se
había originado recaía directamente sobre sus hombros, razón por la cual le
correspondía ahora tomar las medidas necesarias para que dicha situación no
acabara agravándose aún más. La primera pregunta a la que se vio obligado a
responder fue si Tobermory sería capaz de compartir aquel peligroso don con los
demás gatos. Contestó que era posible que hubiese iniciado a su íntima amiga,
la gata que vivía en las cocheras, en aquella nueva habilidad, pero que era
asimismo poco probable que sus enseñanzas hubiesen podido desarrollarse mucho
todavía.
—Puede que Tobermory —le dijo Mrs. Cornett a Lady Blemley—
sea un gato muy valioso, además de una gran mascota, pero estoy segura de que
estarás de acuerdo conmigo, Adelaide, en que hay que acabar con esos dos gatos
sin perder más tiempo.
—Desde luego, querida. No creerás que he disfrutado lo más mínimo durante
el último cuarto de hora, ¿verdad? —dijo Lady Blemley con
pesar—. Tanto mi marido como yo le tenemos mucho cariño a Tobermory… o al menos
se lo teníamos hasta que aprendió esa terrible habilidad. No obstante, eso no
quita que ahora lo más importante sea acabar con él cuanto antes.
—Podríamos ponerle estricnina en la comida —intervino Sir Wilfrid—.
Después yo mismo me acercaré a las cocheras y me encargaré de matar al otro
gato. Al cochero no le va a gustar nada tener que deshacerse de su mascota,
pero puedo decirle que ha contraído alguna variedad muy contagiosa de sarna y
que tenemos miedo de que la enfermedad pueda extenderse a las perreras.
—¡Pero, en ese caso, mi gran descubrimiento…! —objetó Mr. Appin—.
¡Después de tantos años de trabajo!
—Por mí puede usted coger sus experimentos e irse a realizarlos con los
animales de la granja, que al menos están encerrados y a la vista de todo el
mundo —dijo Mrs. Cornett—. O, si lo desea, con los elefantes
del zoológico. Dicen que son muy inteligentes. Además, tienen para nosotros la
enorme ventaja de que no van por ahí espiando por las ventanas ni escondiéndose
debajo de las sillas.
Un arcángel que esperase imperturbable para proclamar un fin del mundo que
se estuviese posponiendo continuamente a duras penas hubiera podido sentirse
más destrozado que Cornelius Appin ante la pésima acogida que había tenido su
maravilloso descubrimiento. Tenía a toda la opinión pública en contra. Pero eso
no era lo peor; lo peor era que, tal y como estaban las cosas, corría un riesgo
enorme de que los allí presentes decidieran aplicarle también a él la dieta de
estricnina.
La escasez de trenes y el imperioso deseo de ver todo aquel asunto
solucionado de una vez por todas hicieron que el grupo prolongase su estancia
en la casa durante las horas siguientes, a pesar de lo cual la cena de aquella
noche no fue lo que se dice un éxito social. Sir Wilfrid había
protagonizado una penosa escena con la gata que vivía en las cocheras y, por
consiguiente, con su dueño el cochero. Agnes Resker dejó ver claramente que
había decidido limitar su comida a un mendrugo de pan duro que estuvo mordiendo
durante un largo rato como si se tratara de su peor enemigo. Mavis Pellington
permaneció sumida en un rencoroso silencio durante toda la comida. Lady Blemley
hizo denodados esfuerzos por distraer a sus invitados con lo que ella pensaba
que era una conversación, pero durante todo el tiempo que duró la comida fue
completamente incapaz de apartar la mirada de la puerta. Y así, el pescado
primero y los postres después fueron pasando y no se vio el menor rastro de
Tobermory ni en el comedor ni en la cocina.
Aquella cena tan sepulcral contrastó visiblemente con la animada vigilia
que tuvo lugar más tarde en el cuarto para fumar. Aunque la comida y la bebida
habían servido al menos para aportar un respiro a todo el nerviosismo reinante,
el bridge no tardó en quedar descartado en aquella velada tan
tensa, y, tras una lúgubre interpretación de «Melisande en el bosque» a cargo
de Odo Finsberry, todos decidieron tácitamente dejar también a un lado la
música. A las once los criados se retiraron a dormir, pero no sin antes
anunciar que la ventana de la despensa había sido dejada abierta, como era
costumbre, para que Tobermory dispusiese de ella a su gusto. Los invitados
mataron el tiempo releyendo una y otra vez los últimos números de las revistas
del momento. Lady Blemley se dedicó a hacer continuas visitas
a la despensa, de las que regresaba siempre con una expresión de desesperación
que hablaba por sí misma y que hacía innecesaria toda pregunta.
A las dos en punto Clovis rompió aquel agobiante silencio.
—No creo que ese gato aparezca por esta noche. Probablemente en este
preciso instante se encuentre en la redacción de algún periódico local dictando
la primera entrega de sus numerosos recuerdos, los cuales causarán sensación a
partir de mañana mismo.
Tras contribuir de aquella manera al optimismo general, Clovis se fue a la
cama. Poco a poco, a intervalos regulares, los demás miembros de la reunión
fueron imitándole.
A la mañana siguiente los criados que se levantaron para preparar el
desayuno respondieron unánimemente a la única pregunta que les fue formulada.
Tobermory aún no había aparecido.
El desayuno fue aún más desazonador que la cena de la noche anterior. No
obstante, poco antes de que aquél tocara a su fin, la tensión imperante se vio
por fin aliviada cuando un jardinero anunció que acababa de encontrar el
cadáver de Tobermory entre unos arbustos. Por los mordiscos que lucía en la
garganta y los restos de pelo de color amarillo que podían verse entre sus
uñas, parecía evidente que había sucumbido en un desigual combate con aquel
enorme gato tras el cual había salido corriendo la tarde anterior.
Cuando llegó el mediodía la mayoría de los invitados ya se habían marchado.
Después de comer, Lady Blemley se encontró con los ánimos
suficientes para sentarse a escribirle una ofensiva y desagradable carta al
párroco del lugar en la que le echaba la culpa a éste de la pérdida de
Tobermory, su adorada mascota.
Tobermory, que había sido el único alumno aventajado de Mr. Appin,
se vio condenado a carecer de sucesor. No obstante, unas pocas semanas más
tarde un elefante del Parque Zoológico de Dresde, que nunca antes había
demostrado la menor señal de agresividad, se soltó bruscamente de las cadenas
que lo retenían y mató a un caballero inglés que aparentemente le había estado
haciendo rabiar durante un buen rato. Los periódicos que recogían la noticia no
lograban ponerse de acuerdo a la hora de transcribir el apellido de la víctima,
que podía ser algo parecido a Appin o Eppelin, pero por lo que respecta a su
nombre de pila éste era invariablemente el mismo en todos ellos y no dejaba
lugar a dudas: Cornelius.
—Si su propósito era enseñarle a hablar alemán a aquel pobre animal —dijo
Clovis—, no hay duda de que se llevó su merecido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario