Así pues, se casaron a principios del mes de junio, con la mayor simplicidad posible, pues, entre tanto, no habían dejado de degradarse sus condiciones materiales: la comida de boda, con los dos padrinos como únicos invitados, tuvo por marco un self-service de los Grandes Bulevares, y usaron anillos de latón como alianzas.
La preparación de la gran reunión del segundo jueves de junio tuvo a Réol demasiado ocupado para que se pudiera dedicar a reunir los numerosos documentos que debían figurar en su expediente de solicitud de ayuda social. Este no quedó completo hasta el miércoles 7 de julio. Y desde el viernes 16 de julio hasta el lunes 16 de agosto a las ocho cuarenta y cinco, la CATMA estuvo cerrada sin que hubiera decidido nada al respecto.
No había ni que soñar en ir de vacaciones. Mientras el niño se pasaba todo el verano en Laval, en casa de los abuelos maternos, ellos, gracias a su vecino Berger que los recomendó a un compañero suyo, trabajaron un mes, él de lavaplatos, ella como vendedora de cigarrillos y souvenirs (ceniceros, pañuelos con la torre Eiffel y el Moulin Rouge, muñequitas vestidas de french-cancan, encendedores farola con la marca «Rue de la Paix», Sacré-Coeur nevados, etc.) en un local que se llamaba La Renaissance: era un restaurante búlgaro-chino, situado entre Pigalle y Montmartre, en el que tres veces cada noche se desembarcaban cargamentos de turistas Paris by Night, que por setenta y cinco francos todo incluido recorrían París iluminado, cenaban en La Renaissance («hechizo bohemio, recetas exóticas») y pasaban a paso ligero por cuatro cabarets, Les Deux Hémisphères («Strip-tease y Chansonniers; toda la gracia picaresca de París»), The Tangerine Dream (donde dos oficiantes, Zazoua y Aziza, ejecutaban la danza del vientre), Le Roi Venceslas («sótanos abovedados, ambiente medieval, juglares, viejas canciones libertinas») y por último La Villa d’Ouest («a show-place of elegant depravity. Spanish nobles, Russian tycoons and fancy sports of every land crossed the world to ride in»), antes de que los volvieran a su hotel, mareados de champán dulzón, licores sospechosos y zakouskis cenicientos.
Cuando volvió Réol a la CATMA, se llevó una mala sorpresa: la comisión de ayuda social, inundada de solicitudes, acababa de decidir que de allí en adelante sólo examinaría los expedientes que le llegaran por vía jerárquica con el visto bueno del jefe de servicio y del director del departamento de que dependiera el interesado. Réol puso su expediente en la mesa de la señorita Yolande y le suplicó que hiciera todo lo posible para que el jefe de servicio garrapateara tres renglones de apreciaciones mesuradas y añadiera su rúbrica.
Pero el jefe de servicio nunca estampaba su firma a la ligera y a menudo, como decía él mismo en son de guasa, hasta le daban calambres en la pluma. De momento lo importante era la preparación del informe trimestral de septiembre, al que, por motivos que sólo él conocía, parecía atribuir una importancia particular. Y tres veces le mandó repetir a Réol su informe, reprochándole cada vez el que interpretase las estadísticas en un sentido pesimista en vez de hacer hincapié en los progresos realizados.
Réol, rabiando por dentro, se resignó a esperar dos o tres semanas más; su situación era cada vez más precaria, debían seis meses de alquiler más cuatrocientos francos al tendero. Menos mal que por fin, después de esperar dos años, Louise consiguió apuntar a su hijo en la guardería municipal, librándose así de los treinta o cuarenta francos que les costaba diariamente dejárselo a alguien.
El jefe de servicio faltó todo el mes de octubre: participaba en un viaje de estudios por Alemania Federal, Suecia, Dinamarca y Países Bajos. En noviembre, una otitis vírica lo obligó a parar tres semanas.
Réol, desesperado, renunció a presenciar algún día el éxito de sus gestiones. Entre el uno de marzo y el treinta de noviembre, el jefe de servicio había llegado a faltar cuatro meses completos, y Réol calculó que, entre los fines de semana alargados, los puentes, los túneles, las sustituciones, las misiones y los regresos de las misiones, los cursillos, los seminarios y demás desplazamientos, en nueve meses no había pasado ni cien días en su despacho. Y eso sin contar las tres horas que se tomaba para ir a almorzar ni las salidas a las seis menos veinte para no perder el tren de la seis y tres. No había motivo para que las cosas cambiaran. Pero, el lunes seis de diciembre, el jefe de servicio fue nombrado subdirector del Servicio Exterior y, en la embriaguez de su ascenso, envió por fin el expediente con un informe favorable. Quince días más tarde se concedió la ayuda social a los Réol.
Georges Perec
La vida instrucciones de uso
La vida instrucciones de uso fue considerada desde su aparición como una obra maestra y con los años su importancia no dejan de crecer. Así, esta obra maestra inclasificable —de la que se ha dicho que es un compendio tan enciclopédico como la Comedia de Dante o los Cuentos de Canterbury de Chaucer, y, por su ruptura con la tradición, tan estimulante como el Ulises de Joyce— fue galardonada como la mejor novela de la década 1975-1985 en la encuesta realizada por Le Monde. Entre la primera idea de la novela y su realización transcurrieron nueve años. Perec hablaba así de su proyecto: «Me imagino un edificio parisino al que se ha quitado la fachada… de modo que, desde la planta baja a la buhardilla, todos los aposentos que se hallan en la parte anterior del edificio sean inmediata y simultáneamente visibles.» En otra ocasión afirmaba que «todo el libro se ha construido como una casa en la que las habitaciones se unen unas a otras siguiendo la técnica del puzzle».
Efectivamente, cada capítulo se parece a un fragmento de un gigantesco, fascinante puzzle, cuya «osamenta» la constituye una casa parisina de la calle Simon-Crubellier: cada pieza del puzzle es un capítulo y lleva una indicación sobre sus inquilinos de hoy y de ayer, reconstruyendo los objetos, las acciones, los recuerdos, las sensaciones, la fantasmagoría. Siguiendo el orden sabiamente entretejido por Perec, asistimos a la formación de un microcosmos constituido por una serie de «novelas dentro de la novela», una prodigiosa concatenación de existencias, de vida vivida o simplemente soñada: una nueva «comedia humana», como la definió Calvino.
La preparación de la gran reunión del segundo jueves de junio tuvo a Réol demasiado ocupado para que se pudiera dedicar a reunir los numerosos documentos que debían figurar en su expediente de solicitud de ayuda social. Este no quedó completo hasta el miércoles 7 de julio. Y desde el viernes 16 de julio hasta el lunes 16 de agosto a las ocho cuarenta y cinco, la CATMA estuvo cerrada sin que hubiera decidido nada al respecto.
No había ni que soñar en ir de vacaciones. Mientras el niño se pasaba todo el verano en Laval, en casa de los abuelos maternos, ellos, gracias a su vecino Berger que los recomendó a un compañero suyo, trabajaron un mes, él de lavaplatos, ella como vendedora de cigarrillos y souvenirs (ceniceros, pañuelos con la torre Eiffel y el Moulin Rouge, muñequitas vestidas de french-cancan, encendedores farola con la marca «Rue de la Paix», Sacré-Coeur nevados, etc.) en un local que se llamaba La Renaissance: era un restaurante búlgaro-chino, situado entre Pigalle y Montmartre, en el que tres veces cada noche se desembarcaban cargamentos de turistas Paris by Night, que por setenta y cinco francos todo incluido recorrían París iluminado, cenaban en La Renaissance («hechizo bohemio, recetas exóticas») y pasaban a paso ligero por cuatro cabarets, Les Deux Hémisphères («Strip-tease y Chansonniers; toda la gracia picaresca de París»), The Tangerine Dream (donde dos oficiantes, Zazoua y Aziza, ejecutaban la danza del vientre), Le Roi Venceslas («sótanos abovedados, ambiente medieval, juglares, viejas canciones libertinas») y por último La Villa d’Ouest («a show-place of elegant depravity. Spanish nobles, Russian tycoons and fancy sports of every land crossed the world to ride in»), antes de que los volvieran a su hotel, mareados de champán dulzón, licores sospechosos y zakouskis cenicientos.
Cuando volvió Réol a la CATMA, se llevó una mala sorpresa: la comisión de ayuda social, inundada de solicitudes, acababa de decidir que de allí en adelante sólo examinaría los expedientes que le llegaran por vía jerárquica con el visto bueno del jefe de servicio y del director del departamento de que dependiera el interesado. Réol puso su expediente en la mesa de la señorita Yolande y le suplicó que hiciera todo lo posible para que el jefe de servicio garrapateara tres renglones de apreciaciones mesuradas y añadiera su rúbrica.
Pero el jefe de servicio nunca estampaba su firma a la ligera y a menudo, como decía él mismo en son de guasa, hasta le daban calambres en la pluma. De momento lo importante era la preparación del informe trimestral de septiembre, al que, por motivos que sólo él conocía, parecía atribuir una importancia particular. Y tres veces le mandó repetir a Réol su informe, reprochándole cada vez el que interpretase las estadísticas en un sentido pesimista en vez de hacer hincapié en los progresos realizados.
Réol, rabiando por dentro, se resignó a esperar dos o tres semanas más; su situación era cada vez más precaria, debían seis meses de alquiler más cuatrocientos francos al tendero. Menos mal que por fin, después de esperar dos años, Louise consiguió apuntar a su hijo en la guardería municipal, librándose así de los treinta o cuarenta francos que les costaba diariamente dejárselo a alguien.
El jefe de servicio faltó todo el mes de octubre: participaba en un viaje de estudios por Alemania Federal, Suecia, Dinamarca y Países Bajos. En noviembre, una otitis vírica lo obligó a parar tres semanas.
Réol, desesperado, renunció a presenciar algún día el éxito de sus gestiones. Entre el uno de marzo y el treinta de noviembre, el jefe de servicio había llegado a faltar cuatro meses completos, y Réol calculó que, entre los fines de semana alargados, los puentes, los túneles, las sustituciones, las misiones y los regresos de las misiones, los cursillos, los seminarios y demás desplazamientos, en nueve meses no había pasado ni cien días en su despacho. Y eso sin contar las tres horas que se tomaba para ir a almorzar ni las salidas a las seis menos veinte para no perder el tren de la seis y tres. No había motivo para que las cosas cambiaran. Pero, el lunes seis de diciembre, el jefe de servicio fue nombrado subdirector del Servicio Exterior y, en la embriaguez de su ascenso, envió por fin el expediente con un informe favorable. Quince días más tarde se concedió la ayuda social a los Réol.
Georges Perec
La vida instrucciones de uso
La vida instrucciones de uso fue considerada desde su aparición como una obra maestra y con los años su importancia no dejan de crecer. Así, esta obra maestra inclasificable —de la que se ha dicho que es un compendio tan enciclopédico como la Comedia de Dante o los Cuentos de Canterbury de Chaucer, y, por su ruptura con la tradición, tan estimulante como el Ulises de Joyce— fue galardonada como la mejor novela de la década 1975-1985 en la encuesta realizada por Le Monde. Entre la primera idea de la novela y su realización transcurrieron nueve años. Perec hablaba así de su proyecto: «Me imagino un edificio parisino al que se ha quitado la fachada… de modo que, desde la planta baja a la buhardilla, todos los aposentos que se hallan en la parte anterior del edificio sean inmediata y simultáneamente visibles.» En otra ocasión afirmaba que «todo el libro se ha construido como una casa en la que las habitaciones se unen unas a otras siguiendo la técnica del puzzle».
Efectivamente, cada capítulo se parece a un fragmento de un gigantesco, fascinante puzzle, cuya «osamenta» la constituye una casa parisina de la calle Simon-Crubellier: cada pieza del puzzle es un capítulo y lleva una indicación sobre sus inquilinos de hoy y de ayer, reconstruyendo los objetos, las acciones, los recuerdos, las sensaciones, la fantasmagoría. Siguiendo el orden sabiamente entretejido por Perec, asistimos a la formación de un microcosmos constituido por una serie de «novelas dentro de la novela», una prodigiosa concatenación de existencias, de vida vivida o simplemente soñada: una nueva «comedia humana», como la definió Calvino.
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