21 de julio de 2010
Querido John:
Una de las razones por las que me mantengo vinculado al béisbol después de tantos años es precisamente eso que mencionas en tu carta: la frecuencia de perder, lo inevitable del fracaso. Una mirada a la clasificación del periódico de esta mañana muestra que el equipo mejor situado suma 58 victorias y 34 derrotas, lo que equivale a un índice de éxito del 63 por ciento, y significa que el equipo más pujante entre treinta se ha ido a casa frustrado el 37 por ciento de las veces.
Las temporadas de béisbol son muy largas —162 partidos— y cada equipo va pasando por toda clase de vicisitudes a lo largo de ese período de seis meses: depresiones y rachas de buena suerte, lesiones, penosas deficiencias que surgen en algún partido crucial, inesperadas victorias en el último segundo. A diferencia del boxeo —que siempre es vencer o morir—, el béisbol es vencer y morir, y aunque sea morir, al día siguiente hay que salir a rastras del ataúd y hacer otra vez todo lo que se pueda. Por esa razón se valora tanto en el béisbol la firmeza de carácter. Sobreponerse a la derrota, tomarse la victoria con calma, sin exaltación indebida. La sabiduría popular dice que el béisbol es reflejo de la vida: en el sentido de que te enseña a aceptar tanto lo bueno como lo malo. En su mayor parte, los demás deportes tienden a ser reflejo de la guerra.
Se han producido muchas cosas raras en el universo atlético este verano. El set más largo de la historia del tenis, extraños errores de los árbitros en la Copa del Mundo, el regreso oficial del sexo femenino a cargo de esa corredora sudafricana cuyo nombre se me escapa en este momento. La más fascinante de todas fue el incidente que ocurrió hace un par de meses en un partido de béisbol de las ligas mayores: no tanto una historia deportiva como de finura humana. Según mis cálculos aproximados, en los últimos ciento veinte años se habrá jugado un cuarto de millón de partidos de béisbol. En todo ese tiempo, solo veinte partidos perfectos han sido resueltos por lanzadores; es decir, partidos en los que el lanzador ha retirado a todos los bateadores del equipo contrario desde el principio al final del encuentro, veintisiete bateadores seguidos, los tres de cada una de las nueve entradas sucesivas. Un joven lanzador de Detroit llamado Galarraga (muy joven, veintipocos años, justo empezando, alguien de quien nunca había oído hablar) estaba a punto de entrar en el palacio de la inmortalidad. Había eliminado a los primeros veintiséis bateadores, y cuando el vigésimo séptimo quedó out en primera base, pareció que las puertas del palacio se habían abierto y él había puesto el pie más allá del umbral. El bateador estaba claramente eliminado (la repetición de la jugada desde todos los ángulos lo demostró sin la menor sombra de duda), pero el árbitro de primera base, un tal Jim Joyce (¡James Joyce!) no acertó a verlo y dijo que el bateador había llegado bien a la base. Era una metedura de pata mayúscula, quizá el peor error arbitral en la historia del deporte, y lo bonito de lo que ocurrió en aquel momento, el instante en que Galarraga comprendió que le habían arrebatado injustamente su partido perfecto, fue que el muchacho sonrió. No con una sonrisa de desprecio ni desdén. Ni siquiera irónica, sino una sonrisa sin reservas, de sabiduría y aceptación; como si dijera: «Por supuesto. Así es la vida, ¿qué otra cosa se puede esperar?». Nunca he visto algo así. En tal situación, cualquier otro jugador habría estallado en una pataleta de ira e indignación, gritando contra aquella absoluta injusticia. Pero ese chico, no. Con calma, sin dar la más breve muestra de disgusto (porque el partido debía continuar), sacó al bateador vigésimo octavo, completando así un juego perfecto más perfecto que cualquiera de los que se habían producido anteriormente, y por el que no recibirá crédito alguno.
Después, cuando Jim Joyce vio la repetición de la jugada, se sintió muy avergonzado. «He robado a ese chaval su partido perfecto», confesó para luego pedir públicamente perdón a Galarraga, que aceptó con elegancia las disculpas, diciendo que todo el mundo cometía errores y que no le guardaba rencor.
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Disculpa por olvidarme de Angola. Idiota, estúpido. Pero, aun así, ¿estarías de acuerdo conmigo en decir que el apartheid era un asunto interno de la política sudafricana, y hasta que las sanciones internacionales no empezaron a entrar ya muy tarde en juego, el mundo se quedó en su mayor parte de brazos cruzados limitándose a mirar durante decenios?
No sé si te acordarás de esto, pero me sigue encendiendo la sangre, aún me llena de ira: en algún momento de los setenta u ochenta, el Congreso de Estados Unidos hizo una declaración simbólica al gobierno sudafricano, pidiéndole que liberase a Nelson Mandela de la cárcel. La votación fue casi unánime. Entre los dos o tres disidentes: Dick Cheney.
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En cuanto a lo de leer novelas, creo que debería excluirse del debate a los propios novelistas. No puedes leer las novelas de otros mientras tú escribes las tuyas. Y cuando las leemos, huelga decir que no queremos leer ficciones mediocres. Rastrillar hojas es seguramente preferible (y yo aborrezco el rastrillo), pero no debemos olvidar la emoción que sentimos al dar con algo realmente bueno. Y entonces —ah, y entonces— ¿cómo olvidar la pasión con que leíamos de jóvenes, cuando parecía que nuestra propia vida dependía de ello?
Comprendo que Franzen trataba de ser divertido —o irónico— o provocativo en su párrafo inicial. Sencillamente el chiste no me hizo gracia. El desprecio por todo lo relacionado con empresas artísticas o intelectuales está hoy tan extendido en Estados Unidos, tan profundamente arraigado en el pensamiento derechista, populista, que me aflige ver a F. repitiendo esos tópicos desagradables; incluso en broma. Este es, al fin y al cabo, el país en el que George W. Bush, vástago de la riqueza y los privilegios, puede aparentar que es un «tío normal» —y salirse con la suya—, mientras que a Obama, que se crio en circunstancias difíciles, se le considera un «elitista» porque ha escrito un par de libros, sacó buenas notas en Columbia y Harvard, y fue profesor de Derecho.
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Ya hemos vuelto de Noruega, que tendría que describir como la Tierra Sin Suplicio. Paisajes de una belleza sobrenatural; literalmente, ajena a este mundo, como si hubiéramos aterrizado en otro planeta. La madre de Siri, que solo hace seis semanas parecía estar a las puertas de la muerte, se ha recuperado por completo tras el diagnóstico equivocado de un médico, y allí se erigió en reina de la reunión familiar (cuarenta y nueve personas de todas las edades), como último miembro vivo de su generación, y por tanto la matriarca, si bien una matriarca callada, modesta, que se deleitaba con el cariño de sus hijos, sobrinos e hijos de sus hijos y sobrinos. Algo maravilloso.
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Según una nota que he recibido el otro día de Philip Roth: «Debes saber que Debenedetti ha dicho en la prensa italiana que piensa publicar un libro de sus entrevistas inventadas con una introducción mía».
Por lo visto, la historia continúa.
Muchos recuerdos,
Paul
Paul Auster & J. M. Coetzee
Aquí y ahora
Cartas 2008-2011
Aunque llevaban años leyéndose mutuamente y estaban en contacto desde 2005, Paul Auster y J.M. Coetzee no se conocieron en persona hasta febrero de 2008, cuando Auster y su esposa, la novelista y ensayista Siri Hustvedt, asistieron al Adelaide Literary Festival, en Australia. Poco después Auster recibió una carta de Coetzee proponiéndole embarcarse en un proyecto común en el que «podamos sacarnos chispas el uno al otro».
Aquí y ahora es el resultado de esa propuesta: un diálogo epistolar entre dos grandes escritores que se convirtieron en grandes amigos. El deporte, la paternidad, la crisis económica, el arte, el incesto, las malas críticas, la infancia, el matrimonio, el amor… son sólo algunos de los temas que tratan en los tres años que cubren estas cartas. Llena de citas, anécdotas personales y referencias cinematográficas, esta correspondencia ofrece un retrato íntimo de dos de los escritores contemporáneos más interesantes.
«Te considero un amigo, un amigo verdadero, y lo último que quiero en el mundo es que perdamos el contacto.» A lo cual Coetzee replicó: «Por supuesto que somos amigos de verdad. Y hasta podemos ser hermanos de sangre si quieres. La próxima vez que nos veamos podemos hacer una de esas ceremonias de mezclar la sangre.»
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