En el que el lector es conducido a un agradable paseo que concluye de forma muy diferente a como comienza

En el año de nuestro Señor de 1804, en una tarde agradable del suave mes de octubre, salí a dar mi habitual paseo por The Battery, que es a un tiempo orgullo y baluarte de esta antigua e inexpugnable ciudad de Nueva York. Recuerdo bien aquellos días, pues precedieron a ese invierno extraordinariamente frío en el que nuestro sagaz Ayuntamiento, en un brote de filantropía económica, hizo pedazos, gastando para ello varios cientos de dólares, las murallas de madera que le habían costado varios miles, para distribuir los fragmentos podridos, cuyo valor era considerablemente inferior a nada, entre los temblorosos pobres de la ciudad. Jamás, desde la caída de las murallas de Jericó o de las almenas de construcción divina de Troya, ha asistido el mundo a tal demolición, la cual no quedó sin castigo: cinco hombres, once ancianas y diecinueve niños, además de gatos, perros y negros, quedaron ciegos en el intento vano de ahumarse para entrar en calor, gracias a este caritativo sustituto de la leña que produjo también una epidemia de ojos llorosos que se repite desde entonces todos los inviernos particularmente entre quienes se lanzan a quemar maderos podridos, se calientan con la caridad de otros o utilizan chimeneas modernas.
En el año y el mes mencionados, pues, salí a dar mi habitual caminata de meditación en esa misma posición defensiva que, pese a que en la actualidad no ejerce como tal, ofrece el paseo más agradable y permite la perspectiva más encantadora de todo el mundo conocido. El suelo que pisaba tenía el carácter sagrado que le conferían los recuerdos del pasado, y según caminaba lentamente a través de las largas avenidas de álamos —que, como una multitud de escobas de retama clavadas al suelo, ofrecían una sombra triste y lúgubre— mi imaginación superpuso las imágenes de la escena que me rodeaba y lo que esta era en los memorables días de nuestros antepasados. Donde la llamada «casa del Gobierno», que no aloja tal sino las aduanas, eleva orgullosa sus muros de ladrillo y sus pilares de madera, otrora se levantó la achaparrada aunque importante mansión de tejas rojas del afamado Wouter van Twiller. Junto a esta los poderosos baluartes del Fuerte Ámsterdam miraban con el ceño fruncido a todo enemigo ausente, si bien, como tanto guerrero barbudo y galante capitán de milicia, limitaban sus hazañas marciales a esa mirada retadora. Mas ¡ay!, esas almenas amenazantes fueron mucho tiempo atrás minadas por el paso de los años y, como las murallas de Cartago, no dejaron resto alguno para el inquisidor ojo del anticuario. Los parapetos de adobe mucho ha que fueron nivelados con los alrededores y sus restos convertidos en los verdes pastos y los paseos arbolados del parque donde el alegre aprendiz saca a pasear su abrigo de los domingos y el esforzado mecánico, aliviado de la suciedad y el trabajo pesado de la semana, vierte su canción de amor semanal en los oídos poco prevenidos de la criada sensiblera. La amplia bahía todavía presenta la misma sábana extensa de agua adornada de islas, salpicada de barcos de pesca y delimitada por orillas de pintoresca belleza. Pero los oscuros bosques que vistieron estas tierras fueron violados por la salvaje mano de la agricultura y sus enmarañados laberintos e impenetrables matorrales han degenerado en numerosísimas huertas y ondeantes campos de cereal. Incluso la isla de los Gobernadores, tiempo ha un sonriente jardín perteneciente a los soberanos de la provincia, está hoy cubierta con baluartes que cercan un gigantesco fortín, de tal modo que esta ínsula antaño pacífica parece hoy un pequeño guerrero combativo con un gran sombrero de tres picos que respira pólvora y desafía al mundo.
Durante un tiempo me dediqué a esta sucesión de pensamientos, a contrastar con sobria tristeza las horas presentes con los benditos años de antaño, lamentar el triste avance del progreso y alabar el celo con el que nuestros valiosos burgueses tratan de conservar los restos del naufragio —las costumbres veneradas, los prejuicios y los errores— de la aplastante marea de la innovación moderna. Pero, poco a poco, mis ideas viraron hacia otra parte y, de forma imperceptible, comencé a disfrutar la belleza que me rodeaba.
Era uno de esos generosos días otoñales que el cielo concede expresamente a la hermosa isla de Manna-hata y sus alrededores: ¡ni una sola nube oscurecía el celeste firmamento; el sol, rodando en glorioso esplendor a lo largo de su etéreo camino, parecía dilatar su honesto rostro holandés en una inusual expresión de benevolencia al tiempo que sonreía su saludo de la tarde a una ciudad que se regocija en visitar con sus más generosos rayos; los mismos vientos parecían contener la respiración en atención muda, por miedo a agitar la serenidad del momento; mientras que el sereno seno de la bahía ofrecía un espejo pulido en el que la naturaleza se observaba y sonreía! El estandarte de nuestra ciudad, que, como un selecto pañuelo, se reserva para los días de gala, pendía inmóvil de su mástil, que configura el mango de una gigantesca mantequera, e incluso las trémulas hojas de los álamos —que como las lenguas del bello sexo en rara ocasión permanecen quietas— dejaron en ese instante de vibrar con la respiración del cielo. Todo parecía someterse al profundo reposo de la naturaleza. Los formidables cañones de dieciocho libras descansaban en el abrazo de las baterías de madera y parecían recuperar energía para luchar las batallas de su país en el próximo 4 de julio; el solitario tambor de la isla de los Gobernadores olvidó alertar a la guarnición; la salva de la noche todavía no había hecho sonar su señal para que las aves de corral honradas y bienintencionadas de la región se marcharan al gallinero; mientras que la flota de canoas ancladas entre la isla de Gibbet y Communipaw dormitaban inclinadas y permitían a las inocentes ostras descansar tranquilas en el suave fango de sus orillas nativas. Mis propios sentimientos simpatizaban con la contagiosa tranquilidad, y habría sin remedio quedado dormido en uno de esos fragmentos de bancos que nuestros benevolentes ediles han facilitado para beneficio de los gandules convalecientes, de no ser porque la extraordinaria incomodidad del asiento desafiaba todo descanso.
En mitad de este balsámico sopor del alma, llama mi atención una pequeña mancha negra que se asomaba por el horizonte occidental, justo a la espalda del campanario de Bergen; gradualmente esta aumenta y pende sobre las potenciales ciudades de Jersey, Harsimus y Hoboken, que, como tres jinetes, afrontan en paralelo la carrera de la existencia y se empujan unas a otras en el inicio de la competición. La mancha rodea después la larga costa de la antigua Pavonia y eleva su amplia sombra desde los altos asentamientos de Weehawken hasta casi envolver la leprosería y el centro de cuarentena erigido gracias a la sagacidad de nuestra policía (para vergüenza de nuestro comercio). La tiniebla comienza a ascender por la serena bóveda del cielo, nube sobre nube, como sucesivas oleadas, amortaja la esfera diurna, oscurece la amplia superficie y se carga de truenos y relámpagos, de tempestad en su seno. La tierra parece agitada por la confusión de los cielos: el espejo antes calmo se azota en furiosas olas que alcanzan rotas y con huecos murmullos la orilla; las embarcaciones de pesca, que se divertían en la plácida vecindad de la isla de Gibbet, se apresuran espantadas hacia la orilla; el que fuera álamo circunspecto e inflexible se retuerce antes de recibir la despiadada sacudida; precipitados torrentes de lluvia y sonoro granizo inundan los caminos del parque, las puertas se ven atestadas de aprendices, sirvientas y francesitos que elevan pañuelos sobre los sombreros al huir de la tormenta; el hermoso panorama previo presenta ahora una escena de anarquía y salvaje alboroto, como si el viejo caos hubiera reanudado su mandato y arrojara en inmensa confusión los elementos de la naturaleza en conflicto. Figúrese usted mismo, oh, lector, el horrible combate cantado por el viejo Hesíodo entre Júpiter y los titanes; visualice los furiosos ecos de la artillería del cielo, el raudal sobre las cabezas de los gigantescos hijos de la tierra. En resumen, recuerde o imagine todo lo que desde entonces se escribió o cantó sobre tempestades, diluvios y huracanes… y me ahorrará la molestia de tener que describirlo.
Si hui de la furia de la tormenta o permanecí valiente en mi posición como nuestros galantes capitanes de milicia que hacen avanzar a sus soldados en pleno aguacero sin parpadear, es una cuestión que dejo a las conjeturas del lector. Es posible que este quede también ligeramente perplejo al conocer los motivos por los que introduje esta tremenda e inaudita tempestad destinada a interrumpir la serenidad de mi obra. A este respecto, sin coste alguno instruiré al ignorante. La perspectiva del horizonte desde The Battery se ofreció sencillamente para agradar al lector con una descripción correcta de tan celebrado lugar y las regiones adyacentes. Por otra parte, la tormenta se incluyó en parte para dotar de cierto ajetreo y vida a esta tranquila sección de mi trabajo y para evitar que mis lectores somnolientos quedaran en manos de Morfeo, así como para servir como preparativo, o más bien obertura, de los tiempos tempestuosos que están prestos a ceñirse sobre la pacífica provincia de Nieuw Nederlandts y que penden sobre la amodorrada Administración del afamado Wouter van Twiller. Es así, pues, como el director distribuye todos los violines, las trompas, los timbales y las trompetas de su orquesta y les solicita que produzcan uno de esos horribles y sulfurosos alborotos llamados melodramas; es de este modo como descarga los truenos, los rayos, el humo y el salitre que preparan la aparición de un fantasma o el asesinato de un héroe… Y así procederemos ahora con nuestra historia.
Por muy contrarios que se muestren Platón, Aristóteles, Grocio, Pufendorf, Sidney, Thomas Jefferson o Tom Paine, insisto en que, en lo que a naciones respecta, la vieja máxima que asegura «la honradez es la mejor política» es un error ruinoso y absoluto. Pudo ser cierta en los días honestos en que fue concebida, pero en esta época de degeneración, si una nación pretende basarse únicamente en la justicia de sus acciones, su suerte será parecida a la de un hombre honrado entre ladrones, quien, a menos que cuente con algo más que su honradez, escasas posibilidades tiene de beneficiarse de la compañía. Tal fue al menos el caso del candoroso Gobierno de Nuevos Países Bajos, el cual, como un noble y anciano burgués libre de toda sospecha, se instaló tranquilo en la ciudad de Nueva Ámsterdam como si lo hiciera en un acogedor sillón y cayó en un agradable sueño mientras sus astutos vecinos se aprovechaban y metían mano en sus bolsillos. De este modo, es posible atribuir el inicio de todas las aflicciones de esta gran provincia y de su magnífica metrópolis a la tranquila seguridad, o para ser más exactos, a la inoportuna honradez de su Gobierno. Sin embargo, puesto que me desagrada iniciar una parte importante de mi historia al final de un capítulo, y ya que mis lectores, como yo mismo, deben de andar sin duda excesivamente fatigados con el largo paseo que hemos dado y la tempestad que hemos tenido que soportar, considero oportuno que cerremos el libro, nos fumemos una pipa y, habiendo así refrescado el espíritu, retomemos la lectura en el siguiente capítulo.

Washington Irving
Una historia de Nueva York


Esta no es una historia cualquiera.
En 1809, un anciano caballero que responde al nombre de Diedrich Knickerbocker desaparece del hotel en el que se hospedaba, dejando en su habitación un par de alforjas que contienen un montón de hojas manuscritas. Ante la imposibilidad de dar con su paradero, los dueños del hotel envían una nota de aviso a varios diarios con la esperanza de que alguien les ayude a encontrarlo, pues se teme por su salud mental y, además, se ha marchado sin saldar su cuenta. Es probable que por ello se vean obligados a vender el curioso legajo de las alforjas para su publicación.
Y así sucedió, y el presente libro cosechó un gran éxito entre los lectores de la época, quienes no supieron hasta más adelante que nunca existieron tales hospederos y jamás vivió tal historiador: tras Knickerbocker se esconde el magistral Washington Irving, en una singular y amena obra que nos lleva a los orígenes de la ciudad de Nueva York. Como señala el propio Irving en su epílogo, «quedé sorprendido al descubrir el escaso número de mis conciudadanos que eran conscientes de que Nueva York había sido con antelación Nueva Ámsterdam, que habían oído los nombres de sus primeros gobernadores neerlandeses». Un relato que verdaderamente hizo historia.


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