Filimario lucha tenazmente y está a punto de ceder. Ketty vigila. Una fuga escabrosa. Clotilde estaba ahí. 7 de julio de 1885.
A la mañana siguiente, los tres caballeros fueron llevados a presencia del señor digno que estaba sentado detrás del escritorio, teniendo a su lado al jefe.
—¿Están ustedes dispuestos a confesar su verdadera identidad, que no es ciertamente la que resulta de sus papeles, y todo lo que se refiere a este asunto del opio y las patatas, o prefieren ustedes hacerlo después de un interrogatorio de tercer grado? —se informó el señor digno.
—Perdone si le contesto con una pregunta— dijo Filimario—. ¿Le es posible a usted, en el interés de la Justicia, oír a nuestro cónsul, barón Nederlet? El podrá esclarecer perfectamente la cuestión de nuestra verdadera identidad.
Mientras un agente salía en dirección al consulado, Filimario explicó brevemente que él y sus dos compañeros (después de haber desembarcado en un bote en la isla de Bess por haberle sido al yate imposible atracar) habían sido capturados por una banda de maleantes.
—El señor Troll, nuestro conciudadano y amigo— concluyó Filimario, evitando con cuidado el citar el maldito nombre de Clotilde—, había puesto a nuestra disposición su casa de la isla de Bess. Pero alguien la había ocupado antes que nosotros.
El jefe se echó a reír divertido.
En los treinta años que trato con maleantes —exclamó— no había oído nunca una historia tan simple e inocente.
—Lo creo —admitió Filimario—. Yo, en cambio, que trato desde hace treinta y tres años con caballeros, las he oído a millares.
Un agente advirtió que el cónsul, barón Nederlet, estaba en la antesala. El insigne personaje fue introducido inmediatamente, y en cuanto divisó a Filimario, abrió los brazos.
—¡Oh, mi querido Fil! —exclamó alegremente el cónsul—. ¡Qué sorpresa tan maravillosa! ¡Oh, pero si está también el señor Pis! Y si no me equivoco, aquél es el señor Nort.
Luego se dio cuenta de la presencia del señor digno.
—Buenos días. ¿En qué puedo servirle, señor capitán?
El señor digno explicó que se trataba de una simple formalidad: la identificación de los tres personajes detenidos a causa de un trivial incidente aduanero.
Fil, Pío y Sept esperaron en la antesala y entonces el señor digno se extendió en detalles. Pero el cónsul se echó a reír.
—¿Fil, contrabandista de opio? ¡Pero, capitán, el conde Filimario Dublé ha heredado hace tres semanas seiscientos millones de francos! ¡Si es necesario, recurriré a mi Gobierno!
El señor digno tranquilizó al cónsul. Se ocuparía inmediatamente para que soltaran a los tres caballeros y les presentaría las excusas de la policía americana.
—Dentro de una hora tengo que embarcar —concluyó el cónsul—. De todos modos es inútil que deje instrucciones en el Consulado; me fío de su palabra.
Después de abrazar a Fil, el barón corrió al puerto.
El jefe estaba pálido y decaído; pero el señor digno no perdió la calma.
Presentó sus excusas a Fil y a los otros dos caballeros y les rogó que tuvieran paciencia por un par de horas.
—La justicia americana tiene una burocracia fastidiosísima.
Filimario se mostró muy razonable; aunque se hubiera tratado de un día entero, no le habría preocupado.
—Es mejor —explicó Fil cuando estuvo de nuevo en la celda—. Así tenemos tiempo de pensar cómo nos arreglaremos, una vez libres, sin un céntimo en el bolsillo.
En la celda hubo unos momentos de silencio. Al fin Pío Pis no tuvo fuerzas para resistir más y expresó su opinión personal.
—Y pensar que bastaría que bebiera usted dos dedos de acei…
Pero Fil no le dejó terminar.
—Por trescientos años los Dublé y los Merlette estuvieron en lucha, pero hubo una reconciliación y mi padre, Tom Dublé, casó con mi madre, Jazmina Merlette. Pero jamás un Dublé humillará la cabeza frente a un Merlette. ¡Filimario Dublé no se beberá nunca el aceite de Jazmina Merlette!
Entretanto, el señor digno, después de resumir el caso, explicaba al jefe las conclusiones.
—Dejar libres inmediatamente a estos tres malditos fastidiosos significa dar por terminada nuestra carrera y resignarnos a patrullar en Broadway cuando desfila el circo Barnum. Los periodistas se han olido algo, y si abandonamos entre sus brazos a sus tres famosos contrabandistas, estamos fritos. Dentro de tres horas, toda la república reiría a mandíbula batiente del hecho milagroso de la transformación de tres cajones de opio en tres cajones de patatas. El reverendo Beker es tres veces famoso en la república: primero, porque es hermano de «la cabaña del tío Tom»; segundo, porque ha seducido a la mujer del reverendo Filton, y tercero, porque es un gran orador. Pues bien, usted y yo nos volveremos en veinte minutos más famosos que él. Mañana, en todas las cervecerías se servirán patatas «a la aduanera» y los loffers nos seguirán gritando: «Aquí están los héroes de las patatas!» El cónsul se ha ido sin preocupaciones: hasta su regreso estamos seguros. No podemos soltar a éstos hasta que hayamos echado el guante a todos los contrabandistas del «Jeannette». Sólo entonces podremos defendernos. Pero hoy por hoy somos dos desgraciados dando manotazos al aire. Encontraremos excusas y les tenderemos a la sombra.
El jefe asintió. Luego preguntó:
—¿Y si piden libertad provisional con fianza?
El capitán se encogió de hombros.
—No tienen ni un céntimo en el bolsillo. Por otra parte, nadie sabe que estén aquí y no pueden comunicarse con el exterior. El cónsul volverá dentro de un mes o dos. Hay tiempo de sobras para entregar a la justicia a dos mil contrabandistas.
Como consecuencia de estas consideraciones, Filimario y los otros dos desgraciados caballeros se encontraban, tres horas más tarde, en la celda de una prisión del Estado.
Antes de que se cerrase la puerta, Pío preguntó al jefe que les había acompañado si, mediante una fianza en dinero, tendrían derecho a la libertad provisional.
—Claro, claro —contestó el jefe, cohibido—. Pero en un caso como éste haría falta una fianza bastante fuerte. Lo menos diez mil dólares. Pero no vale la pena —se apresuró a explicar—, tengan un poco de paciencia. Es cosa de pocas horas. Un día todo lo más.
Y pasó un día; después otro. Por la noche del tercero, Pío suspiró.
—Con esta maldita burocracia corremos el peligro de quedarnos aquí una semana. No es nada malo, naturalmente, pero es fastidioso. Tendríamos que disponer de diez mil dólares: ochenta mil francos… Todo quedaría resuelto en un momento. ¿No le parece, señor Dublé?
—Sí —contestó secamente Filimario, que empezaba a aburrirse.
La noche del cuarto día Pis volvió al asunto.
—Perdone, señor Filimario, pero ¿no tiene usted ni idea de dónde se podrían encontrar estos ochenta mil francos?
—No —contestó secamente Filimario.
Después llegó la noche del quinto día y Pío Pis volvió a suspirar.
—Ciertamente debe ser una cosa muy triste el envejecer en una cárcel. ¡Piense usted, señor Filimario, si pudiera usted encontrar ochenta mil francos! ¿Verdad, señor Septiembre?
—Es inútil insistir —explicó Sept—. A lo que se ve, el señor Dublé se divierte en la cárcel, si no…
—¿Si no, qué? —saltó Filimario.
—Si no bastaría un pequeño sacrificio por su parte y tendría, no ochenta mil francos, sino seiscientos millones.
Filimario se sintió un Dublé de la cabeza a los pies.
—¡Antes que beber ese maldito aceite me quedaría en la cárcel un siglo! —gritó.
Durante todo el sexto día Filimario se quedó echado en su camastro, mientras Pío Pis explicaba de la manera más poética la utilidad de todos los aceites vegetales, especialmente del que se extrae del ricino.
—En Batik —concluyó Pío hacia las siete de la tarde—, donde el aceite de ricino es completamente desconocido, la gente muere hacia los treinta y cinco años.
Luego habló, hasta las nueve, de los errores judiciales, de gente olvidada por veinte años de cárcel y citó ejemplos de hombres que se habían matado por desesperación, dando con la cabeza en las paredes de sus celdas.
Hacia medianoche Filimario se levantó de su camastro y dijo con voz irritada:
—¿Y cómo podría hacerlo? Yo estoy aquí en América…
Pío y Septiembre, que parecían dormir profundamente, saltaron de sus camastros y se situaron a su lado con la rapidez de un rayo.
—Es muy fácil: basta con que escriba usted al notario que venga en seguida aquí con el vaso de aceite y dos testigos.
—¡No, mil veces la muerte! —afirmó Filimario volviendo a la posición horizontal.
Filimario se despertó tarde: había soñado toda la odisea del abate Faria en la celda del castillo de If, y primera parte del «Conde de Montecristo», o sea la cosa había sido larga y cansada. Cuando abrió los ojos de nuevo, eran las diez, y de pie, junto a la mesa, estaban todavía Septiembre y Pío: el primero tenía en la mano una botellita de tinta y una pluma, el segundo una hoja de papel y un sobre.
—He jugado a los dados con el vigilante —explicó Septiembre—, y le he ganado seis millones de dólares, la cárcel y la mujer. Pero hemos saldado la deuda con una hoja y un sobre y el permiso para escribir y echar la carta al correo.
Filimario rió sarcástico.
—¡Nunca! He dicho nunca, y un Dublé sólo tiene una palabra.
Hacia mediodía, Filimario abandonó su silencio.
—¡Qué mal debe de escribir ese cochino pedazo de pluma! —dijo con despreció. Luego mojó en el tintero la pluma que Septiembre le tendía temblando y escribió desenvueltamente al principio de la hoja: «Nueva York, 7 de junio de 1885».
—¡Es un clavo, no una pluma! —concluyó Filimario tirando con desprecio la pluma sobre la mesa, pero con cuidado, de manera que no cayera al suelo.
A las cuatro de la tarde, Filimario, después de haber estado silbando alrededor del tintero y de la hoja, cogió la pluma y como si quisiera garabatear algunas rayas sin importancia, para pasar el rato, escribió debajo de la fecha: «Querido notario, venga inmediatamente a Nueva York trayendo a los testigos y el acei…»
En aquel momento entró el vigilante con los panes para la noche.
Pis abrió el suyo y descubrió que contenía un martillo y un escoplo. Septiembre encontró en el suyo una cuerda de seda. En el tercero, y dirigido a Filimario, encontraron un billete perfumado de jazmín. «Querido Fil, quita la reja y baja a la calle a las ocho. Todo está preparado para que haya jaleo frente a la cárcel. Un coche amarillo os esperará a la entrada del callejón; subid y decid: «Somos nosotros, corre.» Te amo, tu Ketty.»
Filimario cogió el tintero, el papel y la pluma y los tiró por la ventana.
Faltaban todavía cuatro horas hasta las ocho y se podía quitar muy bien la reja.
Para no hacer ruido envolvieron la cabeza del martillo y del escoplo en unos trapos y Filimario empezó a dar golpes con cuidado. Pero la pared era muy dura y pronto, llevado por la prisa, empezó a dar golpes.
—¡Silencio! —gritó una voz desde la otra celda—. ¡Hay gente descansando!
Entonces entró el vigilante.
—¿Está usted loco? —gritó el vigilante—. ¿Quiere usted perderme? ¡Vaya manera de meter ruido!
—A ver si lo hace usted mejor —dijo nerviosamente Filimario entregándole el martillo y el escoplo.
El vigilante armó más jaleo que Fil.
—Yo no debo oír nada, pero si lo hacen así, lo oirá hasta el director que está en Broocklyn. Aquí hace falta una sierra, si no, no conseguirán nada —concluyó alejándose.
Al volver traía una sierra.
—Cuidado, no me la vayan a romper. Es personal. Cuando vean a la señorita rubia díganle que son cincuenta dólares más por el alquiler de la sierra.
—Está bien —le tranquilizó Filimario, empezando a trabajar. Pis no ayudó porque le temblaban las manos, y gracias a la ayuda del vigilante a las ocho menos dos minutos la reja había caído al suelo.
Fue un trabajo infernal: Filimario no había trabajado tanto en su vida. Pero la libertad estaba conquistada.
Fil suspiró y se preparó para atar un cabo de la cuerda a un pedazo de la reja que había quedado clavado en la pared. En aquel instante se oyeron unos pases en el corredor y una voz gritó:
—Están en el 195.
El 195 era la celda de nuestros tres caballeros. Volvieron a colocar febrilmente la reja lo mejor que pudieron en el hueco de la ventana. FU tuvo justo el tiempo para ello. La puerta se abrió y apareció un agente.
—Síganme ustedes a la dirección.
Fil, Pis y Sept caminaron tristemente por los pasillos húmedos y oscuros.
¿Así, pues, todo había terminado?
En la dirección un empleado entregó a los tres caballeros los documentos y objetos personales retenidos a su entrada.
—Firmen ustedes aquí —mandó, indicando un espacio en blanco en una hoja llena de letra muy apretada.
Fil, Pis y Sept firmaron.
—Pueden ustedes irse —explicó el empleado secando las firmas— Ha sido depositada la fianza para su libertad provisional.
Filimario quedó perplejo:
—Y, perdón —preguntó—, ¿por quién ha sido pagada?
—Por la señorita Troll. Está esperándoles a ustedes en la antesala.
Filimario Dublé era un hombre de rápidas decisiones.
—Si nos lo permite, volveremos a subir un momento por nuestros pañuelos que hemos dejado secándose en la reja.
—Puedo enviar a un vigilante —se ofreció amablemente el empleado. Pero Fil sonrió.
—Más que nada es por un motivo sentimental —explicó—: desearíamos ver por última vez el lugar en el que hemos sufrido tanto. ¿No quiere usted darnos esta satisfacción?
El empleado sonrió.
Fil salió, subió corriendo las escaleras y los pasillos, entró en la celda, arrancó la reja, ató la cuerda, saltó al alféizar y se dejó resbalar, corriendo el peligro de despellejarse las manos.
El callejón estaba desierto. El hombre del coche enviado por Ketty debía de haber interpretado mal las órdenes y haberse ido después de diez minutos de espera. Filimario empezó a andar tranquilamente. Estaba en regla con las leyes americanas y con su orgullo.
No se turbó cuando oyó rápidos pasos detrás de sí.
Y no había por qué turbarse, ya que se trataba de Sept y de Pis.
—Gracias, amigos míos —exclamó Fil estrechando las manos de los dos caballeros—. Estamos completamente libres; libres también de Clotilde Troll.
Salieron del callejón. Delante de la puerta de la cárcel esperaba un coche, dentro del cual estaba sentado un hombre corpulento y distinguido. Fil se acercó.
—¿Tengo el honor de saludar al señor Jorgito de Ludebelle? —preguntó al acercarse.
—¡Oh, el señor Dublé! —exclamó Jorgito.
—Tenga usted la bondad de comunicar a la señorita Troll que hemos salido por la puerta de servicio para no tener que admirar su dulce semblante.
Jorgito hizo seña de que sí con la cabeza y miró aturdido a Fil, Pis y Sept alejarse y perderse entre la multitud.
Bajaba sobre la metrópoli la noche del 7 de junio del año 1885. Las llamas azuladas de mil y mil y mil lámparas se encendían, una tras otra, en las casas, en las calles, en las tiendas.
La gente se apelotonaba en las aceras llenas de mercancías. Mares de cabezas en las aceras de cada calle, y entre dos ríos de humanidad el otro río de autobuses, de tranvías, de coches, de carritos. Caballos, chasquidos de látigos, campanillazos.
Sobre las cabezas, humo, chispas y el ruido de los elevated, tranvías a vapor aéreos.
Grandes carros publicitarios iluminados, grandes barracas con ruedas, en el interior de las cuales una señora en traje de noche conversa, sentada en un sillón de seda de su rico salón, con un caballero muy elegante o que, en una cándida camisa de noche, está semiechada sobre una amplia cama recubierta de una espuma de puntillas.
Dos ríos de gente en las aceras de cada calle, y de esta manera sobresalían, altos y ridículos, los grandes pieles rojas, los soldados napoleónicos, los gordos holandeses, los negros moros de cartón y madera que, llevando en la boca pipas o grandes cigarros, hacían guardia frente a los estancos.
Batallones de muchachos que gritaban llevando la campanilla ensordecedora del coche de los bomberos con la caldera a presión y un denso penacho de humo; furioso galopar de caballos, relucir de cascos de hojalata. De cuando en cuando un pequeño remolino como si se parase la corriente, rápidos y violentos movimientos llenos de gritos, del cual salía, lanzado a la deriva, un loffer a pedazos, o un hombre con un ojo a la funerala, o una mujer llorosa sin su monedero, sin su paquete.
Bajaba sobre la metrópoli la noche del 7 de junio de 1885 y nuestros tres infelices caballeros andaban en silencio entre la gente que gritaba.
—Es una situación que no resulta precisamente de color de rosa —notó de pronto Filimario.
—Si al menos tuviéramos una guía de la ciudad podríamos estudiar debajo de qué puentes podríamos pasar la noche —se dolió Septiembre.
—Qué cosa tan maravillosa es la libertad —suspiró Pío Pis. Pero tuvo que bajar la cabeza como un colegial cogido «in fraganti», porque Fil y Sept le miraron muy severamente.
Giovanni Guareschi
El destino se llama Clotilde
El destino se llama Clotilde es una novela humorística que te hace reír. No porque no sea seria, sino porque es una mezcla efervescente de encuentros, aventuras, paradojas, giros, retrocesos de las diferentes situaciones, en diferentes países. Personajes extraños a quienes les sucenden las cosas más raras, a menudo al borde de la legalidad. La trama a veces toma direcciones imprevisibles, la creación de historias en la historia.
Todo está escrito con una ironía amable, con un humor que elimina todo el conformismo que, desgraciadamente, limita nuestra vida.
A la mañana siguiente, los tres caballeros fueron llevados a presencia del señor digno que estaba sentado detrás del escritorio, teniendo a su lado al jefe.
—¿Están ustedes dispuestos a confesar su verdadera identidad, que no es ciertamente la que resulta de sus papeles, y todo lo que se refiere a este asunto del opio y las patatas, o prefieren ustedes hacerlo después de un interrogatorio de tercer grado? —se informó el señor digno.
—Perdone si le contesto con una pregunta— dijo Filimario—. ¿Le es posible a usted, en el interés de la Justicia, oír a nuestro cónsul, barón Nederlet? El podrá esclarecer perfectamente la cuestión de nuestra verdadera identidad.
Mientras un agente salía en dirección al consulado, Filimario explicó brevemente que él y sus dos compañeros (después de haber desembarcado en un bote en la isla de Bess por haberle sido al yate imposible atracar) habían sido capturados por una banda de maleantes.
—El señor Troll, nuestro conciudadano y amigo— concluyó Filimario, evitando con cuidado el citar el maldito nombre de Clotilde—, había puesto a nuestra disposición su casa de la isla de Bess. Pero alguien la había ocupado antes que nosotros.
El jefe se echó a reír divertido.
En los treinta años que trato con maleantes —exclamó— no había oído nunca una historia tan simple e inocente.
—Lo creo —admitió Filimario—. Yo, en cambio, que trato desde hace treinta y tres años con caballeros, las he oído a millares.
Un agente advirtió que el cónsul, barón Nederlet, estaba en la antesala. El insigne personaje fue introducido inmediatamente, y en cuanto divisó a Filimario, abrió los brazos.
—¡Oh, mi querido Fil! —exclamó alegremente el cónsul—. ¡Qué sorpresa tan maravillosa! ¡Oh, pero si está también el señor Pis! Y si no me equivoco, aquél es el señor Nort.
Luego se dio cuenta de la presencia del señor digno.
—Buenos días. ¿En qué puedo servirle, señor capitán?
El señor digno explicó que se trataba de una simple formalidad: la identificación de los tres personajes detenidos a causa de un trivial incidente aduanero.
Fil, Pío y Sept esperaron en la antesala y entonces el señor digno se extendió en detalles. Pero el cónsul se echó a reír.
—¿Fil, contrabandista de opio? ¡Pero, capitán, el conde Filimario Dublé ha heredado hace tres semanas seiscientos millones de francos! ¡Si es necesario, recurriré a mi Gobierno!
El señor digno tranquilizó al cónsul. Se ocuparía inmediatamente para que soltaran a los tres caballeros y les presentaría las excusas de la policía americana.
—Dentro de una hora tengo que embarcar —concluyó el cónsul—. De todos modos es inútil que deje instrucciones en el Consulado; me fío de su palabra.
Después de abrazar a Fil, el barón corrió al puerto.
El jefe estaba pálido y decaído; pero el señor digno no perdió la calma.
Presentó sus excusas a Fil y a los otros dos caballeros y les rogó que tuvieran paciencia por un par de horas.
—La justicia americana tiene una burocracia fastidiosísima.
Filimario se mostró muy razonable; aunque se hubiera tratado de un día entero, no le habría preocupado.
—Es mejor —explicó Fil cuando estuvo de nuevo en la celda—. Así tenemos tiempo de pensar cómo nos arreglaremos, una vez libres, sin un céntimo en el bolsillo.
En la celda hubo unos momentos de silencio. Al fin Pío Pis no tuvo fuerzas para resistir más y expresó su opinión personal.
—Y pensar que bastaría que bebiera usted dos dedos de acei…
Pero Fil no le dejó terminar.
—Por trescientos años los Dublé y los Merlette estuvieron en lucha, pero hubo una reconciliación y mi padre, Tom Dublé, casó con mi madre, Jazmina Merlette. Pero jamás un Dublé humillará la cabeza frente a un Merlette. ¡Filimario Dublé no se beberá nunca el aceite de Jazmina Merlette!
Entretanto, el señor digno, después de resumir el caso, explicaba al jefe las conclusiones.
—Dejar libres inmediatamente a estos tres malditos fastidiosos significa dar por terminada nuestra carrera y resignarnos a patrullar en Broadway cuando desfila el circo Barnum. Los periodistas se han olido algo, y si abandonamos entre sus brazos a sus tres famosos contrabandistas, estamos fritos. Dentro de tres horas, toda la república reiría a mandíbula batiente del hecho milagroso de la transformación de tres cajones de opio en tres cajones de patatas. El reverendo Beker es tres veces famoso en la república: primero, porque es hermano de «la cabaña del tío Tom»; segundo, porque ha seducido a la mujer del reverendo Filton, y tercero, porque es un gran orador. Pues bien, usted y yo nos volveremos en veinte minutos más famosos que él. Mañana, en todas las cervecerías se servirán patatas «a la aduanera» y los loffers nos seguirán gritando: «Aquí están los héroes de las patatas!» El cónsul se ha ido sin preocupaciones: hasta su regreso estamos seguros. No podemos soltar a éstos hasta que hayamos echado el guante a todos los contrabandistas del «Jeannette». Sólo entonces podremos defendernos. Pero hoy por hoy somos dos desgraciados dando manotazos al aire. Encontraremos excusas y les tenderemos a la sombra.
El jefe asintió. Luego preguntó:
—¿Y si piden libertad provisional con fianza?
El capitán se encogió de hombros.
—No tienen ni un céntimo en el bolsillo. Por otra parte, nadie sabe que estén aquí y no pueden comunicarse con el exterior. El cónsul volverá dentro de un mes o dos. Hay tiempo de sobras para entregar a la justicia a dos mil contrabandistas.
Como consecuencia de estas consideraciones, Filimario y los otros dos desgraciados caballeros se encontraban, tres horas más tarde, en la celda de una prisión del Estado.
Antes de que se cerrase la puerta, Pío preguntó al jefe que les había acompañado si, mediante una fianza en dinero, tendrían derecho a la libertad provisional.
—Claro, claro —contestó el jefe, cohibido—. Pero en un caso como éste haría falta una fianza bastante fuerte. Lo menos diez mil dólares. Pero no vale la pena —se apresuró a explicar—, tengan un poco de paciencia. Es cosa de pocas horas. Un día todo lo más.
Y pasó un día; después otro. Por la noche del tercero, Pío suspiró.
—Con esta maldita burocracia corremos el peligro de quedarnos aquí una semana. No es nada malo, naturalmente, pero es fastidioso. Tendríamos que disponer de diez mil dólares: ochenta mil francos… Todo quedaría resuelto en un momento. ¿No le parece, señor Dublé?
—Sí —contestó secamente Filimario, que empezaba a aburrirse.
La noche del cuarto día Pis volvió al asunto.
—Perdone, señor Filimario, pero ¿no tiene usted ni idea de dónde se podrían encontrar estos ochenta mil francos?
—No —contestó secamente Filimario.
Después llegó la noche del quinto día y Pío Pis volvió a suspirar.
—Ciertamente debe ser una cosa muy triste el envejecer en una cárcel. ¡Piense usted, señor Filimario, si pudiera usted encontrar ochenta mil francos! ¿Verdad, señor Septiembre?
—Es inútil insistir —explicó Sept—. A lo que se ve, el señor Dublé se divierte en la cárcel, si no…
—¿Si no, qué? —saltó Filimario.
—Si no bastaría un pequeño sacrificio por su parte y tendría, no ochenta mil francos, sino seiscientos millones.
Filimario se sintió un Dublé de la cabeza a los pies.
—¡Antes que beber ese maldito aceite me quedaría en la cárcel un siglo! —gritó.
Durante todo el sexto día Filimario se quedó echado en su camastro, mientras Pío Pis explicaba de la manera más poética la utilidad de todos los aceites vegetales, especialmente del que se extrae del ricino.
—En Batik —concluyó Pío hacia las siete de la tarde—, donde el aceite de ricino es completamente desconocido, la gente muere hacia los treinta y cinco años.
Luego habló, hasta las nueve, de los errores judiciales, de gente olvidada por veinte años de cárcel y citó ejemplos de hombres que se habían matado por desesperación, dando con la cabeza en las paredes de sus celdas.
Hacia medianoche Filimario se levantó de su camastro y dijo con voz irritada:
—¿Y cómo podría hacerlo? Yo estoy aquí en América…
Pío y Septiembre, que parecían dormir profundamente, saltaron de sus camastros y se situaron a su lado con la rapidez de un rayo.
—Es muy fácil: basta con que escriba usted al notario que venga en seguida aquí con el vaso de aceite y dos testigos.
—¡No, mil veces la muerte! —afirmó Filimario volviendo a la posición horizontal.
Filimario se despertó tarde: había soñado toda la odisea del abate Faria en la celda del castillo de If, y primera parte del «Conde de Montecristo», o sea la cosa había sido larga y cansada. Cuando abrió los ojos de nuevo, eran las diez, y de pie, junto a la mesa, estaban todavía Septiembre y Pío: el primero tenía en la mano una botellita de tinta y una pluma, el segundo una hoja de papel y un sobre.
—He jugado a los dados con el vigilante —explicó Septiembre—, y le he ganado seis millones de dólares, la cárcel y la mujer. Pero hemos saldado la deuda con una hoja y un sobre y el permiso para escribir y echar la carta al correo.
Filimario rió sarcástico.
—¡Nunca! He dicho nunca, y un Dublé sólo tiene una palabra.
Hacia mediodía, Filimario abandonó su silencio.
—¡Qué mal debe de escribir ese cochino pedazo de pluma! —dijo con despreció. Luego mojó en el tintero la pluma que Septiembre le tendía temblando y escribió desenvueltamente al principio de la hoja: «Nueva York, 7 de junio de 1885».
—¡Es un clavo, no una pluma! —concluyó Filimario tirando con desprecio la pluma sobre la mesa, pero con cuidado, de manera que no cayera al suelo.
A las cuatro de la tarde, Filimario, después de haber estado silbando alrededor del tintero y de la hoja, cogió la pluma y como si quisiera garabatear algunas rayas sin importancia, para pasar el rato, escribió debajo de la fecha: «Querido notario, venga inmediatamente a Nueva York trayendo a los testigos y el acei…»
En aquel momento entró el vigilante con los panes para la noche.
Pis abrió el suyo y descubrió que contenía un martillo y un escoplo. Septiembre encontró en el suyo una cuerda de seda. En el tercero, y dirigido a Filimario, encontraron un billete perfumado de jazmín. «Querido Fil, quita la reja y baja a la calle a las ocho. Todo está preparado para que haya jaleo frente a la cárcel. Un coche amarillo os esperará a la entrada del callejón; subid y decid: «Somos nosotros, corre.» Te amo, tu Ketty.»
Filimario cogió el tintero, el papel y la pluma y los tiró por la ventana.
Faltaban todavía cuatro horas hasta las ocho y se podía quitar muy bien la reja.
Para no hacer ruido envolvieron la cabeza del martillo y del escoplo en unos trapos y Filimario empezó a dar golpes con cuidado. Pero la pared era muy dura y pronto, llevado por la prisa, empezó a dar golpes.
—¡Silencio! —gritó una voz desde la otra celda—. ¡Hay gente descansando!
Entonces entró el vigilante.
—¿Está usted loco? —gritó el vigilante—. ¿Quiere usted perderme? ¡Vaya manera de meter ruido!
—A ver si lo hace usted mejor —dijo nerviosamente Filimario entregándole el martillo y el escoplo.
El vigilante armó más jaleo que Fil.
—Yo no debo oír nada, pero si lo hacen así, lo oirá hasta el director que está en Broocklyn. Aquí hace falta una sierra, si no, no conseguirán nada —concluyó alejándose.
Al volver traía una sierra.
—Cuidado, no me la vayan a romper. Es personal. Cuando vean a la señorita rubia díganle que son cincuenta dólares más por el alquiler de la sierra.
—Está bien —le tranquilizó Filimario, empezando a trabajar. Pis no ayudó porque le temblaban las manos, y gracias a la ayuda del vigilante a las ocho menos dos minutos la reja había caído al suelo.
Fue un trabajo infernal: Filimario no había trabajado tanto en su vida. Pero la libertad estaba conquistada.
Fil suspiró y se preparó para atar un cabo de la cuerda a un pedazo de la reja que había quedado clavado en la pared. En aquel instante se oyeron unos pases en el corredor y una voz gritó:
—Están en el 195.
El 195 era la celda de nuestros tres caballeros. Volvieron a colocar febrilmente la reja lo mejor que pudieron en el hueco de la ventana. FU tuvo justo el tiempo para ello. La puerta se abrió y apareció un agente.
—Síganme ustedes a la dirección.
Fil, Pis y Sept caminaron tristemente por los pasillos húmedos y oscuros.
¿Así, pues, todo había terminado?
En la dirección un empleado entregó a los tres caballeros los documentos y objetos personales retenidos a su entrada.
—Firmen ustedes aquí —mandó, indicando un espacio en blanco en una hoja llena de letra muy apretada.
Fil, Pis y Sept firmaron.
—Pueden ustedes irse —explicó el empleado secando las firmas— Ha sido depositada la fianza para su libertad provisional.
Filimario quedó perplejo:
—Y, perdón —preguntó—, ¿por quién ha sido pagada?
—Por la señorita Troll. Está esperándoles a ustedes en la antesala.
Filimario Dublé era un hombre de rápidas decisiones.
—Si nos lo permite, volveremos a subir un momento por nuestros pañuelos que hemos dejado secándose en la reja.
—Puedo enviar a un vigilante —se ofreció amablemente el empleado. Pero Fil sonrió.
—Más que nada es por un motivo sentimental —explicó—: desearíamos ver por última vez el lugar en el que hemos sufrido tanto. ¿No quiere usted darnos esta satisfacción?
El empleado sonrió.
Fil salió, subió corriendo las escaleras y los pasillos, entró en la celda, arrancó la reja, ató la cuerda, saltó al alféizar y se dejó resbalar, corriendo el peligro de despellejarse las manos.
El callejón estaba desierto. El hombre del coche enviado por Ketty debía de haber interpretado mal las órdenes y haberse ido después de diez minutos de espera. Filimario empezó a andar tranquilamente. Estaba en regla con las leyes americanas y con su orgullo.
No se turbó cuando oyó rápidos pasos detrás de sí.
Y no había por qué turbarse, ya que se trataba de Sept y de Pis.
—Gracias, amigos míos —exclamó Fil estrechando las manos de los dos caballeros—. Estamos completamente libres; libres también de Clotilde Troll.
Salieron del callejón. Delante de la puerta de la cárcel esperaba un coche, dentro del cual estaba sentado un hombre corpulento y distinguido. Fil se acercó.
—¿Tengo el honor de saludar al señor Jorgito de Ludebelle? —preguntó al acercarse.
—¡Oh, el señor Dublé! —exclamó Jorgito.
—Tenga usted la bondad de comunicar a la señorita Troll que hemos salido por la puerta de servicio para no tener que admirar su dulce semblante.
Jorgito hizo seña de que sí con la cabeza y miró aturdido a Fil, Pis y Sept alejarse y perderse entre la multitud.
Bajaba sobre la metrópoli la noche del 7 de junio del año 1885. Las llamas azuladas de mil y mil y mil lámparas se encendían, una tras otra, en las casas, en las calles, en las tiendas.
La gente se apelotonaba en las aceras llenas de mercancías. Mares de cabezas en las aceras de cada calle, y entre dos ríos de humanidad el otro río de autobuses, de tranvías, de coches, de carritos. Caballos, chasquidos de látigos, campanillazos.
Sobre las cabezas, humo, chispas y el ruido de los elevated, tranvías a vapor aéreos.
Grandes carros publicitarios iluminados, grandes barracas con ruedas, en el interior de las cuales una señora en traje de noche conversa, sentada en un sillón de seda de su rico salón, con un caballero muy elegante o que, en una cándida camisa de noche, está semiechada sobre una amplia cama recubierta de una espuma de puntillas.
Dos ríos de gente en las aceras de cada calle, y de esta manera sobresalían, altos y ridículos, los grandes pieles rojas, los soldados napoleónicos, los gordos holandeses, los negros moros de cartón y madera que, llevando en la boca pipas o grandes cigarros, hacían guardia frente a los estancos.
Batallones de muchachos que gritaban llevando la campanilla ensordecedora del coche de los bomberos con la caldera a presión y un denso penacho de humo; furioso galopar de caballos, relucir de cascos de hojalata. De cuando en cuando un pequeño remolino como si se parase la corriente, rápidos y violentos movimientos llenos de gritos, del cual salía, lanzado a la deriva, un loffer a pedazos, o un hombre con un ojo a la funerala, o una mujer llorosa sin su monedero, sin su paquete.
Bajaba sobre la metrópoli la noche del 7 de junio de 1885 y nuestros tres infelices caballeros andaban en silencio entre la gente que gritaba.
—Es una situación que no resulta precisamente de color de rosa —notó de pronto Filimario.
—Si al menos tuviéramos una guía de la ciudad podríamos estudiar debajo de qué puentes podríamos pasar la noche —se dolió Septiembre.
—Qué cosa tan maravillosa es la libertad —suspiró Pío Pis. Pero tuvo que bajar la cabeza como un colegial cogido «in fraganti», porque Fil y Sept le miraron muy severamente.
Giovanni Guareschi
El destino se llama Clotilde
El destino se llama Clotilde es una novela humorística que te hace reír. No porque no sea seria, sino porque es una mezcla efervescente de encuentros, aventuras, paradojas, giros, retrocesos de las diferentes situaciones, en diferentes países. Personajes extraños a quienes les sucenden las cosas más raras, a menudo al borde de la legalidad. La trama a veces toma direcciones imprevisibles, la creación de historias en la historia.
Todo está escrito con una ironía amable, con un humor que elimina todo el conformismo que, desgraciadamente, limita nuestra vida.
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