Las contrariedades de Valladolid
Bastan ocho meses para que Rodrigo vea desvanecerse sus ilusiones; y necesitará casi dos años para salir de la trampa en que un buen día se encontró cogido. La prueba debió de ser dura para este soñador impenitente que al principio creyó que el éxito llegaría sin esfuerzo alguno. Júzguese por su instalación: vive en el barrio de Sancti Spiritus, en el piso bajo de una amplia casa alquilada por su hermana María, y no tarda en contratar a un ayudante, convencido de que los clientes han de afluir; por último, toma un criado a su servicio.
¿Gastos desconsiderados? A decir verdad, el espectáculo que le ofrecía la ciudad era idóneo para alimentar sus esperanzas: en plena expansión, aún no había digerido su crecimiento. Los cronistas de la época hablan de ella como de un vasto campamento, deplorando su clima a menudo húmedo, burlándose con el escaso acondicionamiento de las oficinas y los servicios, evocando los cerdos que se revolcaban en plena corredera de San Pablo. Pero sus iglesias de fachadas labradas, sus palacios en los alrededores de la Plaza Mayor causaban ya la admiración de los visitantes. Atraídos por el lujo de sus tiendas y la habilidad de sus joyeros, caballeros, negociantes, estudiantes, servidores, monjes, mendigos y esclavos se apretujaban dentro de sus muros, haciendo reinar una permanente animación. La letanía burlesca de un viajero holandés resume bastante bien la impresión que debía de causar al visitante una ciudad que ofrecía con profusión «pícaros, putas, pleytos, polvos, piedras, puercos, perros, piojos y pulgas». En otros términos, la confusión de una moderna Babilonia, pero también el brillo de una auténtica capital donde los jornaleros eran los mejor pagados de España.
No sabemos si Rodrigo pecó por exceso de optimismo, creyendo que recogería el guante de colegas que ya tenían casa propia. Posiblemente multiplicó, para causar buena impresión, los gastos suntuarios, presumiendo del apoyo financiero de una hermana que, a su vez, también vivía a todo tren. Lo cierto es que, en noviembre, se ve forzado a pedir un préstamo de cuarenta mil maravedís para pagar a un acreedor llamado Gregorio Romano: préstamo usurario contraído en condiciones que hacen suponer alguna connivencia entre Pedro García, el prestamista, y María de Mendoza. En su vencimiento, fijado para el día de San Juan del año siguiente, el deudor se muestra incapaz de cumplir con sus compromisos; no puede siquiera abonar los intereses. Encarcelado el 2 de julio de 1552, Rodrigo se entera dos días más tarde de que sus bienes acaban de ser embargados. Pobre botín, si hemos de creer al inventario nos ha llegado: algunos muebles y colgaduras, un arcón, un juego de sábanas, unos cuantos trajes, una espada, una viola, dos libros de medicina, una gramática. Si no se ocultó nada, ese inventario habla por sí solo de la indigencia del cirujano.
Doña Leonor de Torreblanca salvará lo que pueda poniendo a su nombre los bienes embargados. Abandonando con los suyos esa planta baja, se instala en el piso ocupado por María; ahí es donde, el 22 de julio, su nuera da a luz su quinto hijo, una niña que recibe el nombre de Magdalena. Entretanto, desde el fondo de su celda, Rodrigo ha pasado al contraataque. De los testimonios que presenta para defender su buena fe, se desprende que tanto él como su padre tienen empleos que no se dan a plebeyos. Ahora bien, la «hidalguía» de los Cervantes, de notoriedad pública desde hace dos generaciones, nunca ha sido demostrada por cartas patentes. Además, es de señalar que todos los fiadores requeridos por el cirujano se refieren a los años venturosos de Alcalá y de Guadalajara; ningún testimonio emana de Córdoba, donde, sin embargo, el abuelo paterno tenía descendencia. ¿Le repugnó al padre de Miguel precisar las ocupaciones del antiguo pañero? Su silencio sobre sus orígenes cordobeses, su negativa a indicar el propio oficio esbozan una penumbra que turba al historiador.
De todos modos, los sucesivos recursos chocan, de parte del juez, con el rechazo. En efecto, sus acreedores no quieren saber nada mientras no hayan recuperado lo que se les debe. Liberado bajo fianza el 7 de noviembre, Rodrigo, que sigue siendo insolvente, vuelve diez días más tarde a su celda. En diciembre del mismo año y luego en enero del año siguiente, se repite el mismo vaivén. Hay que esperar a febrero para que el desventurado abandone definitivamente la prisión. Todavía deberá vender el mobiliario de la casa de Sancti Spiritus para reunir el dinero necesario y saldar sus deudas. No le queda otro remedio que despedirse de una ciudad donde no conoció más que sinsabores y desengaños. En la primavera de 1553, carga de nuevo su escaso bagaje en un coche de alquiler. En compañía de las dos Leonor, de María y de sus cinco hijos, deja las orillas del Pisuerga y regresa con toda probabilidad a Alcalá. Miguel, que ya anda por los seis años, ¿conservó el recuerdo de esa amarga estancia? Su obra no ha guardado ningún rastro de ella; pero probablemente vuelva a su memoria cuando, medio siglo más tarde, decida mudarse a la efímera capital de Felipe III.
Jean Canavaggio
Cervantes
Hablar del príncipe de los ingenios significa no sólo enfrentarse con el misterio de su vida, sino acercarse a un mito, donde lo fabuloso, lo seguro y lo verosímil están inextricablemente mezclados. El propio autor nos advierte que «explicar a Cervantes es aventura arriesgada». En efecto, no basta con recopilar rigurosamente lo que de él y de su contexto se sabe, sino que la tarea apasionante radica en ir al encuentro de este personaje enigmático. Así, en busca de una verdad que no cesa de ocultarse, se ve surgir en este libro el perfil de un hombre de una modernidad sorprendente.
Bastan ocho meses para que Rodrigo vea desvanecerse sus ilusiones; y necesitará casi dos años para salir de la trampa en que un buen día se encontró cogido. La prueba debió de ser dura para este soñador impenitente que al principio creyó que el éxito llegaría sin esfuerzo alguno. Júzguese por su instalación: vive en el barrio de Sancti Spiritus, en el piso bajo de una amplia casa alquilada por su hermana María, y no tarda en contratar a un ayudante, convencido de que los clientes han de afluir; por último, toma un criado a su servicio.
¿Gastos desconsiderados? A decir verdad, el espectáculo que le ofrecía la ciudad era idóneo para alimentar sus esperanzas: en plena expansión, aún no había digerido su crecimiento. Los cronistas de la época hablan de ella como de un vasto campamento, deplorando su clima a menudo húmedo, burlándose con el escaso acondicionamiento de las oficinas y los servicios, evocando los cerdos que se revolcaban en plena corredera de San Pablo. Pero sus iglesias de fachadas labradas, sus palacios en los alrededores de la Plaza Mayor causaban ya la admiración de los visitantes. Atraídos por el lujo de sus tiendas y la habilidad de sus joyeros, caballeros, negociantes, estudiantes, servidores, monjes, mendigos y esclavos se apretujaban dentro de sus muros, haciendo reinar una permanente animación. La letanía burlesca de un viajero holandés resume bastante bien la impresión que debía de causar al visitante una ciudad que ofrecía con profusión «pícaros, putas, pleytos, polvos, piedras, puercos, perros, piojos y pulgas». En otros términos, la confusión de una moderna Babilonia, pero también el brillo de una auténtica capital donde los jornaleros eran los mejor pagados de España.
No sabemos si Rodrigo pecó por exceso de optimismo, creyendo que recogería el guante de colegas que ya tenían casa propia. Posiblemente multiplicó, para causar buena impresión, los gastos suntuarios, presumiendo del apoyo financiero de una hermana que, a su vez, también vivía a todo tren. Lo cierto es que, en noviembre, se ve forzado a pedir un préstamo de cuarenta mil maravedís para pagar a un acreedor llamado Gregorio Romano: préstamo usurario contraído en condiciones que hacen suponer alguna connivencia entre Pedro García, el prestamista, y María de Mendoza. En su vencimiento, fijado para el día de San Juan del año siguiente, el deudor se muestra incapaz de cumplir con sus compromisos; no puede siquiera abonar los intereses. Encarcelado el 2 de julio de 1552, Rodrigo se entera dos días más tarde de que sus bienes acaban de ser embargados. Pobre botín, si hemos de creer al inventario nos ha llegado: algunos muebles y colgaduras, un arcón, un juego de sábanas, unos cuantos trajes, una espada, una viola, dos libros de medicina, una gramática. Si no se ocultó nada, ese inventario habla por sí solo de la indigencia del cirujano.
Doña Leonor de Torreblanca salvará lo que pueda poniendo a su nombre los bienes embargados. Abandonando con los suyos esa planta baja, se instala en el piso ocupado por María; ahí es donde, el 22 de julio, su nuera da a luz su quinto hijo, una niña que recibe el nombre de Magdalena. Entretanto, desde el fondo de su celda, Rodrigo ha pasado al contraataque. De los testimonios que presenta para defender su buena fe, se desprende que tanto él como su padre tienen empleos que no se dan a plebeyos. Ahora bien, la «hidalguía» de los Cervantes, de notoriedad pública desde hace dos generaciones, nunca ha sido demostrada por cartas patentes. Además, es de señalar que todos los fiadores requeridos por el cirujano se refieren a los años venturosos de Alcalá y de Guadalajara; ningún testimonio emana de Córdoba, donde, sin embargo, el abuelo paterno tenía descendencia. ¿Le repugnó al padre de Miguel precisar las ocupaciones del antiguo pañero? Su silencio sobre sus orígenes cordobeses, su negativa a indicar el propio oficio esbozan una penumbra que turba al historiador.
De todos modos, los sucesivos recursos chocan, de parte del juez, con el rechazo. En efecto, sus acreedores no quieren saber nada mientras no hayan recuperado lo que se les debe. Liberado bajo fianza el 7 de noviembre, Rodrigo, que sigue siendo insolvente, vuelve diez días más tarde a su celda. En diciembre del mismo año y luego en enero del año siguiente, se repite el mismo vaivén. Hay que esperar a febrero para que el desventurado abandone definitivamente la prisión. Todavía deberá vender el mobiliario de la casa de Sancti Spiritus para reunir el dinero necesario y saldar sus deudas. No le queda otro remedio que despedirse de una ciudad donde no conoció más que sinsabores y desengaños. En la primavera de 1553, carga de nuevo su escaso bagaje en un coche de alquiler. En compañía de las dos Leonor, de María y de sus cinco hijos, deja las orillas del Pisuerga y regresa con toda probabilidad a Alcalá. Miguel, que ya anda por los seis años, ¿conservó el recuerdo de esa amarga estancia? Su obra no ha guardado ningún rastro de ella; pero probablemente vuelva a su memoria cuando, medio siglo más tarde, decida mudarse a la efímera capital de Felipe III.
Jean Canavaggio
Cervantes
Hablar del príncipe de los ingenios significa no sólo enfrentarse con el misterio de su vida, sino acercarse a un mito, donde lo fabuloso, lo seguro y lo verosímil están inextricablemente mezclados. El propio autor nos advierte que «explicar a Cervantes es aventura arriesgada». En efecto, no basta con recopilar rigurosamente lo que de él y de su contexto se sabe, sino que la tarea apasionante radica en ir al encuentro de este personaje enigmático. Así, en busca de una verdad que no cesa de ocultarse, se ve surgir en este libro el perfil de un hombre de una modernidad sorprendente.
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