Somos gente ignorante y lo que decimos no nos lo hemos inventado; nos limitamos a repetir lo que hemos oído

«Somos gente ignorante y lo que decimos no nos lo hemos inventado; nos limitamos a repetir lo que hemos oído». La muchedumbre no tardó en dispersarse, pues en ese momento sonó el timbre. La escena se me antoja curiosa porque sucedió el 19 de julio, a eso de las cinco de la tarde. La víspera, el 18, se produjo la batalla de Plevna. ¿Cómo podía alguien, y mucho menos en medio de un viaje en tren, haber recibido ya un telegrama? Desde luego, se trata de una mera coincidencia. No creo, de todos modos, que ese muchacho fuera el difusor e inventor de ese rumor falso; lo más probable es que se lo oyera a alguna otra persona. No hay que olvidar que los fabricantes de rumores falsos, y naturalmente de rumores malintencionados referentes a derrotas y desgracias, se han multiplicado en Rusia este verano y que, sin duda, perseguían fines muy distintos que la simple propalación de infundios.
Dado el apasionado espíritu patriótico del pueblo en esta guerra; dada la conciencia del significado y los objetivos de esta guerra, de la que nuestro pueblo ha dado muestras desde el año pasado; dada la fervorosa y devota fe del pueblo en su zar… todos esos retrasos y esos secretismos en torno a las noticias que llegan del teatro de las operaciones no sólo no son beneficiosos, sino claramente perjudiciales. Desde luego, nadie puede exigir ni desear que se hagan públicos los planes estratégicos, los efectivos con que cuentan las tropas antes de entrar en combate, los secretos militares y demás, pero hay noticias que aparecen antes en los periódicos de Viena que en los nuestros; esas informaciones, al menos, deberían saberse antes aquí[84].
Sentado en un banco de la estación, donde tuve que aguardar tres horas para cambiar de tren, me sentía en una pésima disposición de ánimo y todo me irritaba. Como no tenía nada que hacer, se me ocurrió averiguar a qué se debía mi mal humor: ¿obedecía sólo a razones de índole general, o concurrían también otras más ocasionales e inmediatas? No tuve que reflexionar mucho rato, pues de pronto di con la causa y me eché a reír. Todo se reducía a un encuentro que había tenido poco antes en el vagón, dos estaciones más atrás. En el compartimento entró de pronto un gentleman, un auténtico gentleman, muy parecido a esos gentlemen rusos que deambulan por el extranjero. Le acompañaba su hijo, un chico de unos ocho años como mucho, quizá menos. El chico iba muy bien vestido; llevaba un traje de niño a la última moda europea, una chaqueta deslumbrante, zapatos elegantes y ropa interior de batista. Era evidente que el padre se desvivía por él. De pronto el niño, que acababa de sentarse, le dijo a su padre: «Papá, dame un cigarrillo». Entonces el padre se llevó la mano al bolsillo, sacó una pitillera de nácar, tomó dos cigarrillos —uno para él y otro para el niño— y ambos se pusieron a fumar como si tal cosa, revelando con ello que se trataba de una vieja costumbre. El gentleman se sumió en no sé qué cavilaciones, mientras el niño miraba por la ventanilla del vagón, al tiempo que daba chupadas a su cigarro. Se lo acabó en un abrir y cerrar de ojos y, no había pasado un cuarto de hora, cuando ya estaba diciéndole del nuevo al padre: «Papá, dame un cigarrillo», y otra vez los dos se pusieron a fumar; en el lapso de dos paradas, que fue el tiempo que pasé con ellos en el mismo compartimento, el chico se fumó al menos cuatro cigarrillos. Jamás había visto nada semejante y estaba muy sorprendido. El frágil y débil pecho de un niño tan pequeño, que aún no ha acabado de formarse, se ha acostumbrado ya a semejante horror. ¿Qué puede explicar un hábito tan anormalmente precoz? Sin duda, el ejemplo del padre: los niños son muy dados a la imitación. Pero ¿cómo puede permitir un padre que su hijo se envenene de ese modo? Tisis, catarros de las vías respiratorias, cavernas en los pulmones: eso es lo que irremediablemente le espera al desdichado niño; desde luego, las posibilidades son de nueve sobre diez, como nadie ignora. ¡Y es el propio padre quien estimula en su hijo ese hábito anormalmente precoz! No consigo imaginar qué es lo que quería demostrar con eso aquel gentleman: ¿que desprecia los prejuicios? ¿Que es partidario de esa nueva idea de que todas las prohibiciones de antaño son estúpidas y de que, por el contrario, todo está permitido? No logro entenderlo. Ese caso sigue pareciéndome inexplicable, casi quimérico. Nunca en la vida me había encontrado con un padre semejante y, probablemente, esa experiencia no se repetirá. ¡Con qué padres tan sorprendentes se topa uno en los tiempos que corren! Por lo demás, en seguida dejé de reírme. Sólo me había reído por la prontitud con que había averiguado la causa de mi mal humor. En ese punto, aunque no guardaba ninguna relación directa con el presente episodio, me acordé de la conversación de la víspera con mi amigo de Moscú, en la que nos ocupamos de los recuerdos preciosos y sagrados de su infancia que los niños de hoy día podían conservar a lo largo de su vida; y entonces me vinieron a la memoria mis disquisiciones sobre el carácter fortuito de la familia moderna… y de nuevo me sumí en consideraciones bastante desagradables…

Fiódor Dostoyevski
Diario de un escritor


Dostoyevski, además de ser uno de los grandes novelistas de la historia de la literatura, se dedicó durante la mayor parte de su vida al periodismo y fue un activo creador de opinión. Diario de un escritor es, sin duda, uno de sus proyectos mayores y ha terminado convirtiéndose en una suerte de testamento y compendio de todo su pensamiento. Los reportajes, los ensayos y los apuntes críticos que Dostoyevski fue publicando en diferentes revistas constituyen no sólo un recuento de las filias y fobias del autor, sino que se revelan como un documento clave y necesario para la comprensión de la historia más reciente de Rusia, de sus conflictos sociales y políticos, y también en cierta manera una buena panorámica de la literatura rusa escrita por uno de sus nombres claves.
Se recopilan revueltas políticas, juicios sumarios y conflictos sociales, pero también reflexiones sobre Pushkin o comentarios sobre Anna Karénina. Diario tiene un sentido eminentemente periodístico, lo cual entorpece su lectura. Sin embargo, como en la mayoría de sus obras, Dostoyevski se expresa con un carácter de profunda humanidad.


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