Jamás he navegado, lo que entiende por navegar cualquiera de
los héroes o chiquilicuatres de las novelas de aventuras, vamos que salvo ir a
África cruzando el estrecho de Gibraltar, pasar de Laredo a Santoña y
viceversa, ir desde Estambul al mar Negro desde el Cuerno de Oro para ver uno o
dos barcos militares soviéticos quietos y aparcados, visitar alguna de las
islas de Venecia o ir desde Nápoles a Capri, dar una vuelta a la isla almorzar
y regresar al tacón de la Bota, mis aventuras acuáticas son nulas salvo que se
entienda por proeza atravesar el río Águeda en su desembocadura, un verano muy
seco, a bragas enjutas, para llegar a Barca d’Alba y comer una raja de sandía a
que me invitó un amable portugués.
…
No sé si estuvo bien o mal alejar un barco averiado y roto,
hace once años, de la costa gallega… pero me queda la sensación de que la
sentencia sobre aquella catástrofe es otro naufragio en toda regla y, yo que
todo soy costa, me encuentro cubierto enteramente por aquel chapapote y que la
vida de la costa y su mar ha vuelto a perecer asfixiada
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