La piedra de afilar
La sucursal que la Banca Tellsone había establecido en París ocupaba en el barrio de Saint Germain el ala izquierda de un palacio inmenso situado al fondo de un gran patio, y una recia y alta pared separaba este patio de la calle; en ella se abría, además, una puerta para carruajes de una resistencia a toda prueba. El noble a quien pertenecía este palacio lo había habitado hasta el momento en que huyó a toda prisa de la capital disfrazado con el traje de su cocinero rumbo hacia la frontera más próxima. Aunque podía compararse al ciervo aterrado que huye al oír el primer grito de la caza, no dejaba de ser este noble en su metempsícosis el gran señor que en otro tiempo, para llevarse el chocolate a los labios, exigía la cooperación de cuatro hombres robustos, sin contar el que lo fabricaba.
Después de su marcha, sus robustos criados se absolvieron del crimen de haber recibido su salario y se declararon dispuestos a cortarle el cuello en el altar de la naciente República Una e Indivisible de la Libertad, la Igualdad, la Fraternidad, o la Muerte. Su palacio había sido confiscado. Las cosas iban tan deprisa, y los decretos se sucedían con tanta rapidez, que el 3 de septiembre por la noche algunos emisarios de la ley habían tomado ya posesión del inmueble, lo habían adornado con una bandera roja y bebían aguardiente en sus lujosos salones.
En Londres un local semejante al que Tellsone ocupaba en el palacio de Monseigneur habría hecho que esta transformación se citase como un fenómeno extraordinario en la Gazette. ¿Qué habrían dicho, en efecto, la responsabilidad y la respetabilidad británica, al ver naranjos en el patio de una casa de banca y un Cupido sobre el escritorio? Esto existía, sin embargo, en París. Es verdad que Tellsone había blanqueado con cal al pérfido niño, pero se le veía aún con su ligero traje, suspendido del techo, desde donde (como a menudo hace) señalaba el dinero desde la mañana hasta la noche. En Lombard Street de Londres de este dios pagano, de la alcoba de cortinajes elegantes situada detrás de él, del espejo incrustado en la pared y de sus dependientes jóvenes y alegres capaces de bailar en público a la menor invitación, se habría seguido la quiebra; pero un Tellsone francés podía hacer excelentes negocios con esos excesos, y desde su origen ni un solo cliente había emprendido la fuga ante ellos ni había temblado por su fortuna.
¿Cuántas restituciones tendría que hacer Tellsone de ahora en adelante? ¿Cuánto dinero no reclamado quedaría en sus arcas? ¿Cuántas alhajas y vajillas de plata se oxidarían en sus escondrijos después de la muerte de quienes las habían depositado? Entre aquellas cuentas corrientes, ¿cuántas habría cuyo balance no se haría en este mundo? Nadie habría podido decirlo, ni siquiera el mismo señor Lorry, a quien estos interrogantes daban quebraderos de cabeza a todas horas.
El agente de Tellsone estaba junto a la chimenea (el invierno prematuro se hacía sentir), y en la bondadosa fisonomía del señor Lorry se veía una sombra más densa que la que podían proyectar los objetos que lo rodeaban. En su fidelidad al banco, del que había llegado a ser parte integrante, se había hospedado en el palacio y su habitación era vecina a los despachos. La casualidad permitió que lo protegiese la ocupación patriótica del edificio principal; pero ese hombre excelente no lo había calculado: con tal de cumplir con su deber, lo demás le era indiferente.
En el patio, frente a la habitación del señor Lorry, estaba la cochera del palacio, sostenida por una columnata, donde se veían aún las carrozas de Monseigneur; y en una de las pilastras, sobre un sustentáculo de hierro, dos antorchas ardían al aire libre y esparcían su resplandor rutilante sobre una enorme piedra de afilar, máquina tosca, traída del taller de algún carpintero. El señor Lorry, que se había acercado a la ventana, palideció al ver estos objetos, inocentes en sí mismos, y volvió a sentarse junto a la chimenea. Había abierto no solo las láminas de vidrio, sino también las persianas y volvió a cerrar ambas estremeciéndose de pies a cabeza.
A los rumores de la tarde que zumbaban en la ciudad, como sucedía todos los días, se sumaba de tanto en tanto algo que nada tenía de terrestre: un rumor indefinible, sonidos punzantes y desconocidos que subían hasta el cielo.
—¡Dios mío! —murmuró el señor Lorry, cruzando las manos—. Os doy gracias por no tener en esta ciudad ninguno de los seres que amo tanto. ¡Compadeceos, sin embargo, de los que están en peligro!
Muy pronto se oyó la campanilla de la puerta principal.
«¡Ya vuelven!», pensó el agente, escuchando sin querer.
Pero no se produjo una escandalosa invasión en el patio como esperaba, porque la puerta volvió a cerrarse lentamente y reinó de nuevo el silencio en el palacio.
La emoción febril y el horror que sentía aumentaban la vaga inquietud que va siempre ligada a la responsabilidad de un cargo importante. El señor Lorry se levantó —la caja y los libros estaban bien guardados— y se disponía a reunirse con los leales dependientes que velaban en el despacho de al lado cuando la puerta se abrió de pronto y entraron dos personas cuya aparición lo obligó a retroceder, sorprendido.
¡Eran Lucie y su padre!… Lucie con los brazos extendidos y el aspecto desesperado de los tiempos de desgracia.
—¿Qué sucede? —preguntó el señor Lorry con estupor—. ¿Qué significa esto, doctor Manette? Lucie, ¿por qué estáis en París? ¿Qué desgracia os ha traído?
Lucie, pálida, azorada y sin dejar de mirarlo, se arrojó en los brazos del anciano.
—¡Mi marido! —dijo con voz anhelosa.
—¿Vuestro marido, hija mía?
—Sí… Charles.
—¿Qué le ha sucedido?
—Está aquí
—¿En París?
—Hace algunos días… tres o cuatro, no lo sé… ya no tengo memoria. Una apelación a su sentido del honor le hizo partir sin decirnos nada… Lo prendieron al entrar en París y está en la cárcel.
Salió un grito del pecho del anciano y al mismo tiempo se oyó la campanilla de la puerta principal, y voces y pasos que se precipitaban con violencia en el patio.
—¿Qué estruendo es ése? —preguntó el doctor Manette, corriendo hacia la ventana.
—¡No abráis! —exclamó el señor Lorry—. ¡Doctor, en nombre del cielo, no os asoméis!
El doctor se volvió sonriendo y le dijo con calma:
—No temáis, amigo mío; soy para ellos un ser sagrado. No hay en Francia un patriota que, al saber que he estado en la Bastilla, pusiera la mano sobre mí sino para estrecharme en sus brazos o llevarme en volandas. El recuerdo de mi antiguo martirio me abrió libre paso en París y me ha permitido saber dónde estaba Charles y llegar hasta vos. No dudaba de mi influencia, y Charles se salvará como le he prometido a Lucie. Pero ¿qué ruido es ése?
—¡No os asoméis…! ¡Os lo suplico! Ni vos tampoco, ángel querido —dijo, rodeando con el brazo la cintura de la joven—. No os lo digo para que os asustéis, porque os juro que no tengo noticias alarmantes sobre Charles, y ni siquiera llegué a imaginar que hubiera venido a París. ¿En qué cárcel está?
—En La Force.
—¡En La Force!… Lucie, hija mía, si habéis sido alguna vez buena y animosa, y lo habéis sido siempre… os suplico que no os alarméis. Haced lo que voy a deciros, lo cual es mucho más importante de lo que podéis imaginar. Nada podréis hacer esta noche, porque os será difícil salir. Os lo digo en nombre de Charles y por su bien; sé cuán penoso es el sacrificio, pero entrad en mi habitación y dejadme solo con vuestro padre. Os lo suplico, obedeced; dejadnos solos pronto… en nombre de los que os aman.
—Ya sabéis, amigo mío, que soy obediente y dócil. Veo en vuestra expresión que sabéis que eso es lo único que yo puedo hacer. Sé que decís la verdad.
El anciano la abrazó y la condujo al aposento contiguo, cuya puerta cerró con llave. Cuando volvió al lado del doctor, abrió la ventana, alzó ligeramente las persianas, y los dos dirigieron su mirada al patio.
Habría allí reunidos más de cincuenta individuos de ambos sexos. Cuando el centinela les abrió la puerta, corrieron hacia la piedra de afilar y se pusieron a trabajar con ahínco. Habían llevado indudablemente para ellos aquella máquina para que pudiesen entregarse sin estorbo a su tarea.
Pero ¡qué personajes eran aquéllos! ¡Qué tarea la suya!
La máquina tenía un doble mango, y manejándolo con furia había dos hombres: su rostro, de largos cabellos que caían hacia adelante y volaban hacia atrás a cada vuelta de rueda, era más horrible y más cruel que el de los más bárbaros salvajes en su más bestial vestimenta. Llevaban cejas y bigotes falsos, y su espantoso semblante estaba todo sudoroso y ensangrentado, y desencajado por los gritos, los ojos dilatados y la mirada torva, enrojecida por la disipación y la falta de sueño. Mientras daban vueltas a la máquina azotándose la cara con la mata de pelo sobre los ojos, y sobre el cuello y los hombros, algunas mujeres les llevaban un vaso lleno de vino hasta los labios para que pudieran beber sin interrumpir su tarea. Y entre aquellas gotas rojizas de vino y de sangre y las chispas que brotaban de la piedra se creaba a su alrededor una atmósfera infernal. No se veía allí a nadie que no estuviese manchado de sangre. Unos, desnudos hasta la cintura, tenían el cuerpo y los miembros; otros, los harapos, y algunos más estaban diabólicamente adornados con cintas y encajes teñidos en el cieno ensangrentado. Los cuchillos, las hachas, las bayonetas o los sables, todas las armas que habían llevado para afilar, estaban rojas y húmedas. Pedazos de tela anudaban en la muñeca de algunos los aceros de filo embotado, pero, aunque el tejido era diferente, su color era igual; y cuando sus dueños los arrancaban de las chispas y volvían la calle blandiéndolos con frenesí, el tinte rojo que había desaparecido persistía en sus miradas, que un espectador no embrutecido habría querido petrificar con una bala aunque eso le costara veinte años de existencia.
Todo esto fue visto y no visto. El hombre que va a ahogarse o se halla frente al peligro vería un mundo en un minuto si lo tuviera ante sus ojos. Los dos amigos se apartaron de la ventana, y el doctor interrogó con la mirada a su amigo acerca de aquel espectáculo.
—Asesinan a los presos —dijo el anciano bajando la voz—. Si es cierto que tenéis la influencia de que hablabais antes, daos a conocer a esos salvajes y corred con ellos a La Force. No sé si será tarde pero no hay que perder un segundo.
El doctor salió precipitadamente y sin sombrero y llegó al patio en el momento en que el señor Lorry volvía a asomarse a la ventana. Sus largos cabellos canos, su rostro venerable y la confianza con que se abrió paso entre las armas llenaron de asombro a los espectadores, y en menos de un minuto llegó al centro del grupo que rodeaba la piedra. La máquina se paró, y hubo un momento de silencio. Después se oyó un murmullo que fue creciendo y al cual se unió la voz del doctor.
El señor Lorry vio que el grupo se movía, que veinte hombres rodeaban al doctor Manette y que salían del patio gritando:
—¡Viva el preso de la Bastilla! ¡Paso al preso de la Bastilla!
—¡A La Force a liberar al yerno del preso de la Bastilla!
El señor Lorry cerró la ventana, y se apresuró con el corazón palpitante a ir a ver a Lucie para decirle que su padre, auxiliado por el pueblo, corría a liberar a Charles Darnay.
Lucie tenía a su lado a su hija y a la señorita Pross, pero el señor Lorry no reparó en ellas hasta algunos minutos después, cuando, sentado junto a la chimenea, recobró toda la sangre fría que era posible recobrar después del horrible espectáculo que había presenciado. La pobre joven, presa del estupor, se arrodilló sujetándose de la mano del anciano como de su último apoyo. La señorita Pross había acostado a la niña. ¡Qué larga fue la noche al lado de aquella mujer desconsolada! ¡Qué larga fue, Dios mío! El doctor no volvía, y no se sabía si había triunfado o sucumbido.
Dos veces se oyó la campanilla de la puerta principal, dos veces invadió el patio la turba y dos veces dio vueltas la máquina haciendo brotar chispas de la piedra en medio del fragor.
—¿Qué es eso? —preguntó Lucie con terror.
—¡Silencio, hija mía! Se afilan aquí los sables de los soldados. El palacio es ahora propiedad de la nación, y sirve de taller para fabricar armas.
Sin embargo, la segunda invasión había sido más breve que las demás, y los afiladores habían trabajado con menos entusiasmo. Pocos momentos después empezó a brillar el primer albor de la mañana.
El señor Lorry se desprendió con suavidad de la mano de Lucie, se acercó a la ventana, la abrió con precaución y dirigió la mirada al patio. Yacía junto a la piedra de afilar un hombre tan ensangrentado que parecía un soldado tendido en el campo de batalla. Extenuado por la matanza, se levantó penosamente, lanzó a un lado y otro una estúpida ojeada y, descubriendo a la luz de la aurora una de las carrozas de Monseigneur, se dirigió bamboleándose hacia el suntuoso carruaje, subió a él, cerró la portezuela y se durmió sobre sus elegantes almohadones.
La tierra, esa máquina de afilar colosal, había dado la vuelta cuando el señor Lorry se asomó por segunda vez a la ventana, y el sol enrojecía las losas y las paredes del patio. Únicamente la piedra de afilar se distinguía en la atmósfera tranquila de la mañana, y tenía un reflejo rojizo que el sol nunca ha dado y que su luz no puede borrar.
Charles Dickens
Historia de dos ciudades
El Londres pacífico pero grotesco del rey Jorge III y el París clamoroso y ensangrentado de la Revolución Francesa son las dos ciudades sobre cuyo fondo se escribe esta inolvidable historia de intriga apasionante. Violentas escenas de masas, estallidos de hambre y venganza, espías y conspiradores, héroes fracasados y héroes a su pesar se mezclan en una trama artística y perfecta, llena de sorpresas y magistralmente elaborada por un Dickens en uno de sus mejores momentos creativos.
«Cuando representaba, con mis hijos, la obra de Wilkie Collins Profundidades heladas, di forma por primera vez a la idea central de esta historia. Sentí un gran deseo entonces de personificarla en mí mismo; y tracé en mi imaginación, con particular interés y cuidado, el estado de ánimo que requería su exposición ante un espectador atento.» Charles Dickens en el prólogo de Historia de dos ciudades.
Esta edición de Historia de dos ciudades incluye las ilustraciones originales de H. K. Browne («Phiz»), realizadas para su publicación en entregas en 1859.
La sucursal que la Banca Tellsone había establecido en París ocupaba en el barrio de Saint Germain el ala izquierda de un palacio inmenso situado al fondo de un gran patio, y una recia y alta pared separaba este patio de la calle; en ella se abría, además, una puerta para carruajes de una resistencia a toda prueba. El noble a quien pertenecía este palacio lo había habitado hasta el momento en que huyó a toda prisa de la capital disfrazado con el traje de su cocinero rumbo hacia la frontera más próxima. Aunque podía compararse al ciervo aterrado que huye al oír el primer grito de la caza, no dejaba de ser este noble en su metempsícosis el gran señor que en otro tiempo, para llevarse el chocolate a los labios, exigía la cooperación de cuatro hombres robustos, sin contar el que lo fabricaba.
Después de su marcha, sus robustos criados se absolvieron del crimen de haber recibido su salario y se declararon dispuestos a cortarle el cuello en el altar de la naciente República Una e Indivisible de la Libertad, la Igualdad, la Fraternidad, o la Muerte. Su palacio había sido confiscado. Las cosas iban tan deprisa, y los decretos se sucedían con tanta rapidez, que el 3 de septiembre por la noche algunos emisarios de la ley habían tomado ya posesión del inmueble, lo habían adornado con una bandera roja y bebían aguardiente en sus lujosos salones.
En Londres un local semejante al que Tellsone ocupaba en el palacio de Monseigneur habría hecho que esta transformación se citase como un fenómeno extraordinario en la Gazette. ¿Qué habrían dicho, en efecto, la responsabilidad y la respetabilidad británica, al ver naranjos en el patio de una casa de banca y un Cupido sobre el escritorio? Esto existía, sin embargo, en París. Es verdad que Tellsone había blanqueado con cal al pérfido niño, pero se le veía aún con su ligero traje, suspendido del techo, desde donde (como a menudo hace) señalaba el dinero desde la mañana hasta la noche. En Lombard Street de Londres de este dios pagano, de la alcoba de cortinajes elegantes situada detrás de él, del espejo incrustado en la pared y de sus dependientes jóvenes y alegres capaces de bailar en público a la menor invitación, se habría seguido la quiebra; pero un Tellsone francés podía hacer excelentes negocios con esos excesos, y desde su origen ni un solo cliente había emprendido la fuga ante ellos ni había temblado por su fortuna.
¿Cuántas restituciones tendría que hacer Tellsone de ahora en adelante? ¿Cuánto dinero no reclamado quedaría en sus arcas? ¿Cuántas alhajas y vajillas de plata se oxidarían en sus escondrijos después de la muerte de quienes las habían depositado? Entre aquellas cuentas corrientes, ¿cuántas habría cuyo balance no se haría en este mundo? Nadie habría podido decirlo, ni siquiera el mismo señor Lorry, a quien estos interrogantes daban quebraderos de cabeza a todas horas.
El agente de Tellsone estaba junto a la chimenea (el invierno prematuro se hacía sentir), y en la bondadosa fisonomía del señor Lorry se veía una sombra más densa que la que podían proyectar los objetos que lo rodeaban. En su fidelidad al banco, del que había llegado a ser parte integrante, se había hospedado en el palacio y su habitación era vecina a los despachos. La casualidad permitió que lo protegiese la ocupación patriótica del edificio principal; pero ese hombre excelente no lo había calculado: con tal de cumplir con su deber, lo demás le era indiferente.
En el patio, frente a la habitación del señor Lorry, estaba la cochera del palacio, sostenida por una columnata, donde se veían aún las carrozas de Monseigneur; y en una de las pilastras, sobre un sustentáculo de hierro, dos antorchas ardían al aire libre y esparcían su resplandor rutilante sobre una enorme piedra de afilar, máquina tosca, traída del taller de algún carpintero. El señor Lorry, que se había acercado a la ventana, palideció al ver estos objetos, inocentes en sí mismos, y volvió a sentarse junto a la chimenea. Había abierto no solo las láminas de vidrio, sino también las persianas y volvió a cerrar ambas estremeciéndose de pies a cabeza.
A los rumores de la tarde que zumbaban en la ciudad, como sucedía todos los días, se sumaba de tanto en tanto algo que nada tenía de terrestre: un rumor indefinible, sonidos punzantes y desconocidos que subían hasta el cielo.
—¡Dios mío! —murmuró el señor Lorry, cruzando las manos—. Os doy gracias por no tener en esta ciudad ninguno de los seres que amo tanto. ¡Compadeceos, sin embargo, de los que están en peligro!
Muy pronto se oyó la campanilla de la puerta principal.
«¡Ya vuelven!», pensó el agente, escuchando sin querer.
Pero no se produjo una escandalosa invasión en el patio como esperaba, porque la puerta volvió a cerrarse lentamente y reinó de nuevo el silencio en el palacio.
La emoción febril y el horror que sentía aumentaban la vaga inquietud que va siempre ligada a la responsabilidad de un cargo importante. El señor Lorry se levantó —la caja y los libros estaban bien guardados— y se disponía a reunirse con los leales dependientes que velaban en el despacho de al lado cuando la puerta se abrió de pronto y entraron dos personas cuya aparición lo obligó a retroceder, sorprendido.
¡Eran Lucie y su padre!… Lucie con los brazos extendidos y el aspecto desesperado de los tiempos de desgracia.
—¿Qué sucede? —preguntó el señor Lorry con estupor—. ¿Qué significa esto, doctor Manette? Lucie, ¿por qué estáis en París? ¿Qué desgracia os ha traído?
Lucie, pálida, azorada y sin dejar de mirarlo, se arrojó en los brazos del anciano.
—¡Mi marido! —dijo con voz anhelosa.
—¿Vuestro marido, hija mía?
—Sí… Charles.
—¿Qué le ha sucedido?
—Está aquí
—¿En París?
—Hace algunos días… tres o cuatro, no lo sé… ya no tengo memoria. Una apelación a su sentido del honor le hizo partir sin decirnos nada… Lo prendieron al entrar en París y está en la cárcel.
Salió un grito del pecho del anciano y al mismo tiempo se oyó la campanilla de la puerta principal, y voces y pasos que se precipitaban con violencia en el patio.
—¿Qué estruendo es ése? —preguntó el doctor Manette, corriendo hacia la ventana.
—¡No abráis! —exclamó el señor Lorry—. ¡Doctor, en nombre del cielo, no os asoméis!
El doctor se volvió sonriendo y le dijo con calma:
—No temáis, amigo mío; soy para ellos un ser sagrado. No hay en Francia un patriota que, al saber que he estado en la Bastilla, pusiera la mano sobre mí sino para estrecharme en sus brazos o llevarme en volandas. El recuerdo de mi antiguo martirio me abrió libre paso en París y me ha permitido saber dónde estaba Charles y llegar hasta vos. No dudaba de mi influencia, y Charles se salvará como le he prometido a Lucie. Pero ¿qué ruido es ése?
—¡No os asoméis…! ¡Os lo suplico! Ni vos tampoco, ángel querido —dijo, rodeando con el brazo la cintura de la joven—. No os lo digo para que os asustéis, porque os juro que no tengo noticias alarmantes sobre Charles, y ni siquiera llegué a imaginar que hubiera venido a París. ¿En qué cárcel está?
—En La Force.
—¡En La Force!… Lucie, hija mía, si habéis sido alguna vez buena y animosa, y lo habéis sido siempre… os suplico que no os alarméis. Haced lo que voy a deciros, lo cual es mucho más importante de lo que podéis imaginar. Nada podréis hacer esta noche, porque os será difícil salir. Os lo digo en nombre de Charles y por su bien; sé cuán penoso es el sacrificio, pero entrad en mi habitación y dejadme solo con vuestro padre. Os lo suplico, obedeced; dejadnos solos pronto… en nombre de los que os aman.
—Ya sabéis, amigo mío, que soy obediente y dócil. Veo en vuestra expresión que sabéis que eso es lo único que yo puedo hacer. Sé que decís la verdad.
El anciano la abrazó y la condujo al aposento contiguo, cuya puerta cerró con llave. Cuando volvió al lado del doctor, abrió la ventana, alzó ligeramente las persianas, y los dos dirigieron su mirada al patio.
Habría allí reunidos más de cincuenta individuos de ambos sexos. Cuando el centinela les abrió la puerta, corrieron hacia la piedra de afilar y se pusieron a trabajar con ahínco. Habían llevado indudablemente para ellos aquella máquina para que pudiesen entregarse sin estorbo a su tarea.
Pero ¡qué personajes eran aquéllos! ¡Qué tarea la suya!
La máquina tenía un doble mango, y manejándolo con furia había dos hombres: su rostro, de largos cabellos que caían hacia adelante y volaban hacia atrás a cada vuelta de rueda, era más horrible y más cruel que el de los más bárbaros salvajes en su más bestial vestimenta. Llevaban cejas y bigotes falsos, y su espantoso semblante estaba todo sudoroso y ensangrentado, y desencajado por los gritos, los ojos dilatados y la mirada torva, enrojecida por la disipación y la falta de sueño. Mientras daban vueltas a la máquina azotándose la cara con la mata de pelo sobre los ojos, y sobre el cuello y los hombros, algunas mujeres les llevaban un vaso lleno de vino hasta los labios para que pudieran beber sin interrumpir su tarea. Y entre aquellas gotas rojizas de vino y de sangre y las chispas que brotaban de la piedra se creaba a su alrededor una atmósfera infernal. No se veía allí a nadie que no estuviese manchado de sangre. Unos, desnudos hasta la cintura, tenían el cuerpo y los miembros; otros, los harapos, y algunos más estaban diabólicamente adornados con cintas y encajes teñidos en el cieno ensangrentado. Los cuchillos, las hachas, las bayonetas o los sables, todas las armas que habían llevado para afilar, estaban rojas y húmedas. Pedazos de tela anudaban en la muñeca de algunos los aceros de filo embotado, pero, aunque el tejido era diferente, su color era igual; y cuando sus dueños los arrancaban de las chispas y volvían la calle blandiéndolos con frenesí, el tinte rojo que había desaparecido persistía en sus miradas, que un espectador no embrutecido habría querido petrificar con una bala aunque eso le costara veinte años de existencia.
Todo esto fue visto y no visto. El hombre que va a ahogarse o se halla frente al peligro vería un mundo en un minuto si lo tuviera ante sus ojos. Los dos amigos se apartaron de la ventana, y el doctor interrogó con la mirada a su amigo acerca de aquel espectáculo.
—Asesinan a los presos —dijo el anciano bajando la voz—. Si es cierto que tenéis la influencia de que hablabais antes, daos a conocer a esos salvajes y corred con ellos a La Force. No sé si será tarde pero no hay que perder un segundo.
El doctor salió precipitadamente y sin sombrero y llegó al patio en el momento en que el señor Lorry volvía a asomarse a la ventana. Sus largos cabellos canos, su rostro venerable y la confianza con que se abrió paso entre las armas llenaron de asombro a los espectadores, y en menos de un minuto llegó al centro del grupo que rodeaba la piedra. La máquina se paró, y hubo un momento de silencio. Después se oyó un murmullo que fue creciendo y al cual se unió la voz del doctor.
El señor Lorry vio que el grupo se movía, que veinte hombres rodeaban al doctor Manette y que salían del patio gritando:
—¡Viva el preso de la Bastilla! ¡Paso al preso de la Bastilla!
—¡A La Force a liberar al yerno del preso de la Bastilla!
El señor Lorry cerró la ventana, y se apresuró con el corazón palpitante a ir a ver a Lucie para decirle que su padre, auxiliado por el pueblo, corría a liberar a Charles Darnay.
Lucie tenía a su lado a su hija y a la señorita Pross, pero el señor Lorry no reparó en ellas hasta algunos minutos después, cuando, sentado junto a la chimenea, recobró toda la sangre fría que era posible recobrar después del horrible espectáculo que había presenciado. La pobre joven, presa del estupor, se arrodilló sujetándose de la mano del anciano como de su último apoyo. La señorita Pross había acostado a la niña. ¡Qué larga fue la noche al lado de aquella mujer desconsolada! ¡Qué larga fue, Dios mío! El doctor no volvía, y no se sabía si había triunfado o sucumbido.
Dos veces se oyó la campanilla de la puerta principal, dos veces invadió el patio la turba y dos veces dio vueltas la máquina haciendo brotar chispas de la piedra en medio del fragor.
—¿Qué es eso? —preguntó Lucie con terror.
—¡Silencio, hija mía! Se afilan aquí los sables de los soldados. El palacio es ahora propiedad de la nación, y sirve de taller para fabricar armas.
Sin embargo, la segunda invasión había sido más breve que las demás, y los afiladores habían trabajado con menos entusiasmo. Pocos momentos después empezó a brillar el primer albor de la mañana.
El señor Lorry se desprendió con suavidad de la mano de Lucie, se acercó a la ventana, la abrió con precaución y dirigió la mirada al patio. Yacía junto a la piedra de afilar un hombre tan ensangrentado que parecía un soldado tendido en el campo de batalla. Extenuado por la matanza, se levantó penosamente, lanzó a un lado y otro una estúpida ojeada y, descubriendo a la luz de la aurora una de las carrozas de Monseigneur, se dirigió bamboleándose hacia el suntuoso carruaje, subió a él, cerró la portezuela y se durmió sobre sus elegantes almohadones.
La tierra, esa máquina de afilar colosal, había dado la vuelta cuando el señor Lorry se asomó por segunda vez a la ventana, y el sol enrojecía las losas y las paredes del patio. Únicamente la piedra de afilar se distinguía en la atmósfera tranquila de la mañana, y tenía un reflejo rojizo que el sol nunca ha dado y que su luz no puede borrar.
Charles Dickens
Historia de dos ciudades
El Londres pacífico pero grotesco del rey Jorge III y el París clamoroso y ensangrentado de la Revolución Francesa son las dos ciudades sobre cuyo fondo se escribe esta inolvidable historia de intriga apasionante. Violentas escenas de masas, estallidos de hambre y venganza, espías y conspiradores, héroes fracasados y héroes a su pesar se mezclan en una trama artística y perfecta, llena de sorpresas y magistralmente elaborada por un Dickens en uno de sus mejores momentos creativos.
«Cuando representaba, con mis hijos, la obra de Wilkie Collins Profundidades heladas, di forma por primera vez a la idea central de esta historia. Sentí un gran deseo entonces de personificarla en mí mismo; y tracé en mi imaginación, con particular interés y cuidado, el estado de ánimo que requería su exposición ante un espectador atento.» Charles Dickens en el prólogo de Historia de dos ciudades.
Esta edición de Historia de dos ciudades incluye las ilustraciones originales de H. K. Browne («Phiz»), realizadas para su publicación en entregas en 1859.
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