—Pero, ¿usted no avisó a la policía antes de haber leído en el periódico que un cadáver había sido hallado en aquella carretera?

Capítulo 3
Myrtle Anne Haley se sentó en el lugar destinado a los testigos, con el aspecto de quien sabe que su testimonio ya a ser decisivo.
—Señora Haley —dijo el fiscal—, me permito llamar su atención sobre el mapa de carreteras que constituye la prueba número uno de la acusación. ¿Sabe usted consultar un mapa?
—Sí.
—El territorio representado por éste, ¿le resulta familiar?
—Sí.
—Tenga usted la bondad de fijarse en la sección de Sycamore Road, situado entre Chestnut Street y State Highway.
—Ya está.
—¿Ha conducido usted alguna vez por ahí?
—¡Oh! Sí, muchas veces.
—¿Dónde vive usted?
—En Sycamore Road, al otro lado de State Highway.
—¿Quiere usted señalar con una cruz el lugar donde vive?
La testigo obedeció y el fiscal continuó:
—Le ruego haga el favor de recordar bien la noche del 19 y la madrugada del 20 de septiembre de este año. ¿Circuló por esa carretera en aquella fecha?
—Sí, durante la madrugada del 20…
—¿A qué hora?
—Entre las doce y media de la noche y la una y media.
—¿De la mañana?
—Sí.
—¿En qué dirección iba usted?
—En dirección Oeste. Venía del Este y me dirigía a Chestnut Street.
—¿Observó algo anormal?
—Sí. Delante de mí había un auto que iba de derecha a izquierda de la carretera, haciendo eses continuamente.
—¿Podría identificar ese automóvil?
—Sí, porque anoté su matrícula.
—Y después, ¿qué hizo usted?
—Lo seguí durante un rato; después, al llegar al sitio en que la carretera se ensancha, antes de State Highway, lo sobrepasé a toda velocidad para que no chocara conmigo.
—¿Qué más?
—Después llegué a mi casa y me acosté.
—Quiero que me explique lo que sucedió después de pasar a aquel coche.
—Miré por el retrovisor.
—¿Notó algo de particular?
—Vi al auto en cuestión que se dirigía hacia la izquierda, después otra vez hacia la derecha y, bruscamente, algo negro pasó por delante de los faros, y me pareció que se apagaba el de la derecha.
—¿Le pareció?
—Sí, porque lo volví a ver un instante después.
—¿Y esto sucedió en Sycamore Road, entre Chestnut y State Highway?
—Sí.
—¿Sabe qué es lo que le produjo la impresión de que el faro se había apagado?
—De momento no se me ocurrió nada, pero ahora sí.
—¿Qué era?
—¡Protesto, señor presidente! —exclamó Howland—. Esta pregunta tiende a sugerir a la testigo una conclusión.
—Admitida la protesta. Que la testigo hable únicamente de lo que vio.
—Pero, señor presidente —objetó el fiscal—, la testigo tiene derecho a interpretar lo que vio.
—No; deje esto para el jurado.
El fiscal hizo una pausa y prosiguió:
—Muy bien. ¡Coritrainterrogatorio!
—¿Anotó usted la matrícula del coche? —preguntó Howland.
—Sí.
—¿En una pequeña libreta?
—Sí.
—¿Dónde llevaba esa libreta?
—En mi bolso.
—¿Conducía usted?
—Sí.
—¿La acompañaba alguien?
—No.
—¿Tomó usted la libreta de su bolso?
—Sí.
—¿Y un lápiz?
—No. Una estilográfica.
—¿Anotó la matrícula del coche en su libreta?
—Sí.
—¿Cuál era?
—GMB 665.
—¿Lleva consigo la libreta?
—Sí.
—Si me lo permite, me gustaría verla.
El fiscal sonrió al jurado.
—No tengo ningún inconveniente.
Howland se acercó a la testigo, cogió la libreta y la hojeó.
—En esta libreta, al parecer, usted anota muchas cosas.
—Prefiero hacerlo así que confiar en la memoria.
—Lo que estoy comprobando es que esta matrícula, GMB 665, es la última cosa qué ha escrito en la libreta.
—Efectivamente.
¿El 20 de septiembre?
—Sí, entre las doce y media y la una y media de la madrugada.
—¿Por qué no ha anotado nada más desde entonces?
—Porque después de haberme enterado del accidente por el periódico, fui a informar a la policía, que se quedó con la libreta. Luego me la devolvieron, diciendo que procurara no perderla, pues podía ser una prueba.
—Ya veo —comentó Howland, amablemente—. ¿Cuánto tiempo guardó la policía la libreta?
—¡Oh! No sé exactamente… Algún tiempo.
—¿Y cuándo se la devolvieron?
—Después de que la hubo inspeccionado el attorney del distrito…
—¡Ah! ¿La policía la entregó al attorney?
—Lo ignoro. Todo cuanto sé es que la libreta me fue devuelta por el señor fiscal.
—¿Cuándo?
—Esta mañana.
—¿Esta mañana? —repitió Howland con un tono que quería ser escéptico y sarcástico al mismo tiempo—. ¿Y por qué el señor fiscal se la devolvió está mañana?
—Para que la tuviera en mi poder al prestar declaración.
—¡Ah!, ¿sí? ¿Para, que pudiera decir que llevaba la libreta consigo?
—No lo sé. Sin duda.
—¿Recuerda el número de la matrícula?
—Sí, claro. Como ya lo dije es GMB 665.
—¿Cuándo lo leyó usted por última vez?
—Cuando le pasé la libreta, hace un momento.
—¿Y antes?
—Esta mañana.
—¿A qué hora?
—Hacia las nueve.
—¿Y durante cuánto tiempo estuvo usted contemplando este número esta mañana?
—Pues… no… no lo sé. No veo qué diferencia…
—¿Lo miró durante media hora?
—De ningún modo.
—¿Un cuarto de hora?
—No.
—Entonces, ¿unos diez minutos?
—Es posible.
—O sea, que se lo aprendió de memoria esta mañana.
—¿Qué mal hay en ello?
—¿Cómo sabe usted que es el mismo número?
—Porque es mi caligrafía y está exactamente igual que cuando lo anoté.
—Mientras lo escribía. ¿Podía ver la placa del coche que iba delante de usted?
—Sí.
—¿Durante todo el rato que escribió?
—Sí.
—Quizá lo que hizo usted fue mirar el número, detener el coche, sacar la libreta de notas del bolso y…
—¡De ningún modo! Hice, lo que ya le he dicho. Saqué la libreta mientras conducía y anoté el número.
—¿Escribe usted con la mano derecha?
—Sí.
—¿Conducía, pues, con una sola mano?
—Sí, con la izquierda.
—¿Mientras escribía con la mano derecha?
—Sí.
—¿Lleva usted una estilográfica o un bolígrafo?
—Una estilográfica.
—¿Con capuchón de rosca?
—Sí.
—¿Y pudo sacar el capuchón con una sola mano?
—Sí.
—¿Es usted capaz de hacerlo con una sola mano?
—Evidentemente. Se sujeta la estilográfica con los dos últimos dedos, mientras se desenrosca el capuchón con el pulgar y el índice.
—¿Qué hizo usted después?
—Coloqué la libreta encima de mis rodillas, anoté el número, enrosqué de nuevo el capuchón de la estilográfica y lo volví a dejar todo en el bolso.
—¿A qué distancia se hallaba del otro coche mientras anotaba el número?
—¡Oh! No muy lejos.
—¿Tuvo usted constantemente la matrícula delante de los ojos?
—Sí.
—¿La veía con toda claridad?
—Sí.
—¿Escribió el número a oscuras?
—No.
—En efecto, está escrito con claridad. Por consiguiente, ¿lo hizo bajo alguna luz?
—Sí. Encendí la lámpara del techo para ver lo que escribía.
—Pero —prosiguió, de repente, Howland—, si usted tuvo que aprenderse de memoria esta mañana la matrícula en cuestión, después de que el señor fiscal le devolviera la libreta, ¿es que usted no sabía cuál era este número antes de que se la diera?
—Pues… Usted no puede esperar que una persona recuerde una matrícula durante todo este tiempo.
—Por consiguiente, usted no sabía cuál era este número antes de ver su libreta esta mañana.
—Pues… no.
Howland vaciló un instante:
—Después de haberlo anotado en su libreta, regresó a su domicilio.
—Sí.
—¿Aviso usted a la policía?
—Claro. Ya se lo he dicho antes.
—¿Cuándo la avisó usted?
—Más tarde.
—¿Después de haberse enterado del accidente por el periódico?
—Sí.
—O sea: ¿después de haber leído que en aquella carretera se había encontrado un cadáver?
—Sí.
—¿Antes no?
—No.
—¿Por qué anotó usted ese número?
Los ojos de la testigo comenzaron a brillar de satisfacción.
—Porque me di cuenta de que la persona que iba al volante estaba demasiado embriagada para poder conducir sin peligro.
—¿Sabía usted ya eso cuando apunto el número en la libreta?
—Sí.
—¿Y anotó ese número para poder declarar contra esa persona?
—Para poder cumplir con mi deber.
—Quiere usted decir, ¿para avisar a la policía?
—Consideré que mi deber era anotar aquel número por si la persona que conducía el auto sufría un accidente.
—¿Para poder declarar?
—Para poder informar a la policía.
—Pero, ¿usted no avisó a la policía antes de haber leído en el periódico que un cadáver había sido hallado en aquella carretera?
—No.
—¿Incluso a pesar de haber visto aquel raro eclipse del faro derecho?
—No.
—¿No consideró usted necesario avisar a la policía?
—Antes de haber leído en el periódico que se había encontrado un cadáver en la carretera, no lo creí necesario.
—Entonces, cuando hubo regresado a su domicilió, ¿no pensaba que hubiera ocurrido un accidente?
—Sabía que debía de haber ocurrido algo. No dejaba de preguntarme por qué causa se había apagado el faro.
—¿No supuso que podía haber ocurrido un accidente?
—Sabía que algo había sucedido.
—¿Llegó a pensar que había ocurrido un accidente?
—Sí. Acabé por estar segura de ello.
—¿Cuándo llegó a esta conclusión?
—En cuanto llegué a mi casa.
—¿Y anotó aquel número con objeto de poder avisar a la policía en caso de accidente?
—Anoté el número porque consideré que era mi deber hacerlo así.
—Entonces, ¿por qué no avisó a la policía?
—Me parece que esta pregunta ha sido ya formulada varias veces y respondida otras tantas, señor presidente —intervino el fiscal.
—Así lo creo —convino el juez Caldwell.
—Señor presidente, me permito hacerle observar que los actos de la testigo contradicen sus palabras, y que las razones dadas no están de acuerdo con sus actos.
—Usted podrá discutir sobre ello al exponer su punto de vista al jurado. Por el momento, creo que lo que deseaba dejar sentado por el contrainterrogatorio ya ha sido conseguido.
Howland indicó con un gesto a la testigo que había terminado.
—Eso es todo.
—Es todo, señora Haley —confirmó el fiscal.
Al regresar a su sitio, la señora Haley susurró a la vecina de Mason:
—¿He estado bien?
La joven asintió, mientras el juez Caldwell, después de consultar el reloj, suspendió la sesión hasta las dos de la tarde.

Erle Stanley Gardner
El caso de la secretaria insistente
Perry Mason 

Della Street, secretaria de Perry Mason, recibió una extraña llamada: ¿cuánto cobraría el más famoso abogado por asistir a una sesión del tribunal… sin hacer nada más? Así empieza lo que parece ser un sencillo caso de homicidio por conducción imprudente. Pero el asunto se complica cuando se descubre que el hombre atropellado tiene una bala alojada en la cabeza. Es un asesinato y la víctima ha muerto dos veces.

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