de manera que al miércoles 2 de septiembre de 1752 le siguió el viernes 14 de septiembre

Todavía importante miembro del partido whig (liberal) y prominente intelectual durante esta edad dorada de los salones, Stanhope consultó primero con matemáticos y astrónomos. A continuación llevó la causa a los dirigentes de su partido, empezando por su viejo colega Thomas Pelham (1693-1768), secretario de Estado y futuro primer ministro.
Pelham, al principio, acogió fríamente la idea, como más tarde contaría Stanhope. «Se alarmó ante una empresa tan audaz —escribió Stanhope—, y me conminó a que no revolviera asuntos largo tiempo tranquilos, añadiendo que no le gustaban las novedades». Otra versión de este encuentro, debida al revisor y preparador de las memorias de Pelham, William Coxe, dice que el futuro primer ministro no se entusiasmó. «Al noble secretario le afectaba mucho la máxima favorita de sir Robert Walpole —escribió Coxe—, tranquilla non movere [no mover las cosas en reposo], para entusiasmarse por la propuesta, que probablemente agitaría los prejuicios civiles y religiosos del pueblo».
Para vencer esta inercia, Stanhope quiso poner en evidencia a sus paisanos, señalando a todo el que quisiera escucharle lo último que había escrito en una carta a su hijo: que además de Inglaterra, también Rusia y Suecia seguían sin calendario reformado. «No era, en mi opinión, muy honorable para Inglaterra seguir manteniendo un enorme y reconocido error, sobre todo en semejante compañía, el inconveniente del cual sentían igualmente todos los que tenían correspondencia con el extranjero, tanto política como comercial». Stanhope también llevó la propuesta a un medio que no había estado disponible para Cristóbal Clavio ni para John Dee a fines del siglo XVI: la prensa popular. Escribió con seudónimo varios artículos divertidos e informativos para un periódico londinense de la época, The World. El afable conde también habló del cambio en los salones londinenses de moda, en antecámaras parlamentarias, en salas de fumadores y fincas rurales.
Tras ganarse por fin el apoyo de Pelham y el de otros ministros de la corona, Stanhope presentó en 1751 un proyecto de ley para reformar el calendario en el Parlamento: «Acta para regular el comienzo del año y para corregir el calendario que se utiliza actualmente». En una carta a su hijo, escribió: «Había llevado un proyecto a la Cámara de los Lores para corregir y reformar nuestro actual calendario […]. Estaba claro que el calendario juliano fallaba y había sobrepasado el año solar en 11 días». Luego describía los preparativos del proyecto y su presentación, en parte como lección filial sobre cómo comportarse al presentar un tema complicado en público.
Me decidí, pues, a emprender la reforma, a cuyo efecto consulté con los mejores juristas y los astrónomos más hábiles y formé con ellos el proyecto en cuestión. Pero entonces comenzaron mis apuros, pues era yo quien debía presentar este proyecto, que necesariamente estaba a rebosar de jerga jurídica y cálculos astronómicos, en los que soy un completo ignorante. Sin embargo, era necesario hacer creer a los lores que yo sabía algo del asunto y hacerles creer de paso que también ellos, que tampoco tenían la menor idea, tenían alguna. Dada la situación, lo mismo habría podido hablarles en céltico o en esloveno tanto que de astronomía, y no me cabe duda de que me habrían entendido por igual, de modo que en vez de entrar en materia, me propuse otra cosa mejor, y fue agradarles en vez de instruirles. Les tracé pues una breve historia de los calendarios, desde el egipcio hasta el gregoriano, divirtiéndolos de vez en cuando con breves anécdotas […]. Como les gusté, creyeron que sabía de lo que hablaba y muchos dijeron que gracias a mí todo estaba ya claro para ellos, cuando Dios sabe que ni siquiera me lo había propuesto.
Stanhope había hecho bien su trabajo de base. El proyecto pasó por las tres versiones habituales y fue aprobado el 17 de mayo por unanimidad y sancionado por el rey Jorge II el día 22, tras lo cual Stanhope dijo en broma que fue su «estilo el que ayudó a la Cámara en este difícil asunto» y no el contenido de lo que había dicho sobre matemáticas y ciencia.
La ley ordenaba suprimir 11 días del calendario de Gran Bretaña y sus colonias, de manera que al miércoles 2 de septiembre de 1752 le siguió el viernes 14 de septiembre. El undécimo día se añadió porque en 1700 los gregorianos, según la regla del año secular bisiesto de Lilio, no habían observado el año bisiesto y no habían añadido un día. Esto significaba que el calendario juliano, que sí había añadido un día, tenía un desfase de 24 horas. La ley también ordenaba que en el futuro el año del calendario y la Pascua de Resurrección se observaran según el sistema gregoriano, y que el año empezara en Inglaterra el 1 de enero, en lugar del 25 de marzo.
Stanhope y el Parlamento se esforzaron por concretar los detalles del cambio y reducir al mínimo los problemas con los bancos, los contratos, las festividades y otros negocios públicos y privados. Por ejemplo, la ley explica que todas las fechas de tribunales, festividades, «reuniones y asambleas de todos los cuerpos políticos y administrativos», elecciones y responsabilidades oficiales sujetas a «ley, estatuto, constitución, costumbre o uso» debían «calcularse según el dicho método nuevo de numerar y medir los días del calendario anteriormente mencionado, es decir, 11 días antes que los días respectivos donde están ahora».
Semejantes disposiciones se aplicaron a mercados, ferias y lugares de comercio, «ya para la venta de mercancías o ganado, ya para contratar sirvientes o cualquier otra finalidad», y para alquileres, uso de propiedades, contratos, «entrega de bienes, ganado, manufacturas y mercancías». La ley también ordenaba que nadie pagase sueldos ni contara intereses por los 11 días perdidos. Ni siquiera quienes cumplían veintiún años entre el 3 y el 13 de septiembre de 1752 según el Viejo Estilo (tal era entonces la mayoría de edad legal en Gran Bretaña) tuvieron un respiro. Tampoco lo tuvieron los soldados a punto de ser licenciados del ejército, los criados coloniales a final de contrato o los delincuentes que tenían que salir de la cárcel. Todos tuvieron que esperar el adecuado número de «días naturales» que habrían transcurrido según el viejo calendario.
Durante los meses transcurridos entre la votación y la promulgación, el gobierno llegó a una inverosímil alianza con la Iglesia de Inglaterra, que finalmente se había puesto a favor de la reforma y adoptado un lema: «Estilo Nuevo, Estilo Verdadero». Esto se convirtió en la divisa de los predicadores de Inglaterra, que añadieron un detalle patriótico repitiendo lo que ya había dicho John Dee, que Roger Bacon, inglés de pura cepa, había estado entre los primeros que habían pedido la reforma, unos quinientos años antes.

David Ewing Duncan
Historia del calendario
El esfuerzo épico de la humanidad para medir el tiempo


Desde la primera fecha registrada, en el año 4236 antes de Cristo, la gente ha intentado organizar la vida según los movimientos del Sol, la Luna y las estrellas, y generalmente lo ha hecho mal.
La singular historia de la medición del tiempo abarca del más remoto calendario prehistórico al actual «efecto 2000»; de las misteriosas piedras de Stonehenge a las pirámides de Egipto, alineadas astronómicamente; de los observatorios mayas al reloj atómico de Washington, medida oficial del tiempo planetario desde los años sesenta; de Julio César a Omar Khayyam, Copérnico, Galileo y Stephen Hawking.
Nuestro calendario actual es anterior a la invención del telescopio, al reloj mecánico y al concepto del cero. ¿Por qué el papa Gregorio arregló el calendario suprimiendo diez días de un plumazo? ¿Cómo llegó el mundo a ponerse de acuerdo en qué día estamos?
Frente al tercer milenio, cuando nuestro reloj personal parece acelerarse y el tiempo se vuelve cada vez más precioso, este libro fascinante nos explica los secretos de ese milagro llamado calendario.



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