«Lo que sobrevivirá de nosotros es el amor.» Esta es la conclusión —a la que se llega con cautela— del poema de Philip Larkin «An Arundel Tomb». El verso nos sorprende, porque gran parte de la obra del poeta era una bayeta escurrida de desencanto.

La escritora canadiense Mavis Gallant lo expresaba así: «El misterio de qué es exactamente una pareja es casi el único misterio verdadero que nos queda, y cuando hayamos llegado al final del mismo ya no será necesaria la literatura. Ni el amor, si a eso vamos.» Cuando leí esta frase por primera vez le puse en el margen la marca de ajedrez «!?», que indica un movimiento que, si bien puede que sea brillante, probablemente es erróneo. Pero esa opinión cada vez me convence más, y la marca se ha convertido en «!!».
«Lo que sobrevivirá de nosotros es el amor.» Esta es la conclusión —a la que se llega con cautela— del poema de Philip Larkin «An Arundel Tomb». El verso nos sorprende, porque gran parte de la obra del poeta era una bayeta escurrida de desencanto. Estamos dispuestos a alegrarnos; pero primero deberíamos fruncir el ceño y preguntarnos de este floreo poético: ¿Es verdad? ¿Es el amor lo que sobrevivirá de nosotros? Sería bonito creerlo. Sería reconfortante que el amor fuese una fuente de energía que continuase resplandeciendo después de nuestra muerte. En los primeros televisores, cuando se apagaban, solía quedar una mancha de luz en la pantalla, que iba disminuyendo lentamente desde el tamaño de un florín a una mota expirante. Cuando era muchacho yo observaba este proceso todas las noches, deseando vagamente retenerla (y viéndola, con melancolía adolescente, como la cabeza de alfiler de la existencia humana que se desvanecía en un universo negro). ¿Seguirá resplandeciendo así el amor durante un tiempo después de que se haya apagado el aparato? Yo personalmente no lo veo. Cuando el superviviente de una pareja amorosa muere, muere también el amor. Si algo de nosotros sobrevive probablemente será otra cosa. Lo que sobrevivirá de Larkin no es su amor sino su poesía: eso es evidente. Y siempre que leo el final de «An Arundel Tomb» me acuerdo de William Huskisson. Era un político y financiero, muy conocido en su época; pero hoy le recordamos porque el 15 de septiembre de 1830, en la inauguración del ferrocarril Liverpool y Manchester, se convirtió en la primera persona que murió arrollada por un tren (en eso se convirtió, le convirtieron). ¿Y amaba William Huskisson? ¿Y duró su amor? No lo sabemos. Lo único que ha sobrevivido de él es ese momento de descuido final; la muerte le fijó como un camafeo instructivo sobre la naturaleza del progreso.
«Te amo.» Para empezar, deberíamos poner estas palabras en un estante alto; dentro de una caja cuadrada detrás de un cristal que tendríamos que romper con el codo; en el banco. No deberíamos dejarlas rodando por la casa como si fuesen un tubo de vitamina C. Si las palabras están demasiado a mano, las usaremos sin pensarlo; no podremos resistir la tentación. Oh, decimos que no, pero lo haremos. Nos emborracharemos, o nos sentiremos solos o —lo más probable de todo— claramente esperanzados, y las palabras habrán desaparecido, se habrán gastado, ensuciado. ¿Pensamos que tal vez estamos enamorados y queremos probar las palabras para ver si son adecuadas? ¿Cómo podemos saber lo que pensamos hasta que oímos lo que decimos? Venga ya; eso no cuela. Son palabras grandiosas; debemos estar seguros de merecerlas. Escúchalas de nuevo: «I love you». Sujeto, verbo, complemento: la frase sin adornos, inexpugnable. El sujeto es una palabra corta, que sugiere la humildad del amante. El verbo es más largo pero nada ambiguo, un momento demostrativo cuando la lengua se aparta ansiosamente del paladar para liberar la vocal. El complemento, como el sujeto, no tiene consonantes y se pronuncia empujando los labios hacia adelante como para dar un beso. «I love you.» Qué serio, que importante, qué cargado de sentido suena.

Julian Barnes
Una historia del mundo en diez capítulos y medio

La historia del mundo que nos cuenta Julian Barnes comienza en el arca de Noé y termina en el paraíso, y entretanto la cruzan navíos diversos, la balsa de la Medusa, que inspira la célebre pintura de Géricault; el Saint Louis, un barco de condenados que tras zarpar rumbo a la Habana con 937 judíos alemanes expulsados de cárceles y campos de concentración, recorrió medio mundo sin que ningún país aceptara su cargamento, por lo que tuvo que poner rumbo a Alemania; la frágil barca en la que se hace a la mar una australiana deseperada y quizá loca, convencida de que el mundo ha sido arrasado por la guerra atómica; y hasta la nave espacial de una astronauta que encuentra a Dios en los espacios, nunca mejor dicho que cada uno tiene el Dios que se merece y acaba «redescubriendo» el arca de Noé en el monte Ararat, en uno de los irónicos equívocos con que Barnes obsequia a sus lectores.

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