Copioso nos ha salido el bautismo de sangre. El golpe de pinza se ha vuelto contra nosotros.

9 de septiembre (Frente a Boquerón)
Copioso nos ha salido el bautismo de sangre. El golpe de pinza se ha vuelto contra nosotros. Los asaltos en masa y al descubierto se estrellaron contra las primeras líneas de la defensa enemiga, sin haber podido localizar siquiera el reducto, escondido en el monte. Enfrente, hacia el sudeste, se extiende en media luna un abra de más de mil metros de anchura, lisa y pelada como plaza de pueblo. Una saliente del bosque avanza sobre el campo raso hacia el gollete del cañadón. Una y otra vez, atolondradamente, las unidades divisionarias volvieron a la carga, desgranándose como mazorcas de maíz bajo el torrente de metralla vomitado por las enmarañadas troneras. Especialmente, ante la cuchilla de la Punta Brava, erizada de fuego. Nuestras propias baterías cooperaron en la matanza con sus impactos reglados al tanteo. Las granadas de morteros y de obuses abrían grandes brechas en nuestro escalón de ataque, en lugar de caer sobre la posición enemiga. Las alas arremangadas de los regimientos se arremolinaban y superponían, batiéndose entre sí, en la confusión infernal. Nuestro batallón, ubicado en la reserva, también fue metido como relleno en la desbarajustada línea. No tardó más que los otros en desbaratarse. Ni a balazos pudimos contener el desbande de sus efectivos. Mi compañía fue diezmada en la primera embestida. Entre los desaparecidos figura mi asistente.
A media mañana, el ataque frontal estaba totalmente paralizado. Sobre la plazoleta del cañadón ha quedado un gentío de muertos, hasta donde se alcanza a divisar con los prismáticos. Durante todo el día continuaban tiritando a ratos, como atacados de chucho, bajo las ráfagas de las pesadas bolivianas. Paseé largamente el vidrio por esa aglomeración de bultos tumbados en extrañas posturas. Casi puedo asegurarme que mi asistente no está entre esos muertos que tiemblan al sol calcinante.
Nutrido tiroteo de hostigamiento. Nuestros cañones ciegos continúan tronando en la espesura con su engallado pero inútil retumbo y los morteristas haciendo toser acatarradamente sus Stokes, entre el crepitar de la fusilería y de las automáticas. Las caravanas de heridos taponan las sendas en un macilento y sanguinolento reflujo hacia la retaguardia.
Anochece. Desmoralización. Cansancio. Impotencia. Rabia. Nubes de mosquitos, enormes como tábanos, nos lancetean sin descanso. No hay defensa contra ellos. Me arde en el codo el rasguñón de bala ganado durante el repliegue. Pero más me arde la sed en la garganta, en el pecho. Llaga viva por dentro. No ha llegado el agua a las líneas. Esperándola, uno escupe polvo.

Augusto Roa Bastos
Hijo de hombre


A través de la voz vertebradora de Miguel Vera, la novela Hijo de hombre despliega ante el lector las vivencias de una serie de personajes que sufren, aman, anhelan la libertad y se muestran solidarios durante el difícil y violento período de la historia de Paraguay que se inicia con la independencia del país y que tiene su punto final en la Guerra del Chaco, conflicto en el que Augusto Roa Bastos participó entre 1932 y 1935, y a causa del cual aborrecía toda expresión de violencia. La quintaesencia de Roa Bastos, un consumado autor de cuentos, se encuentra en Hijo de hombre, una obra fundacional que, aunque está concebida como una novela, fundamenta su estructura en nueve historias distintas que se desarrollan a lo largo de tres generaciones, separadas en el tiempo, pero a la vez interconectadas entre sí.
Con esta narración, el autor paraguayo se erigió por primera vez en portavoz de su país y de sus gentes para defender su condición humana, su religión, sus lenguas y su cultura popular.
«Con procedimientos distintos a los del historiador o cronista, Roa Bastos ha trazado un inmenso fresco de la intrahistoria de su patria, gracias al conjunto total de su peculiar literatura». TRINIDAD BARRERA LÓPEZ


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