Me sorprendí, en fin, de lo poco que, en realidad, se sabe de Andalucía,

Aún hacia 1946, habían andado pidiendo dinero por cortijos y caseríos algunos hombres armados. Fueron famosos, por entonces, tres hermanos, de los cuales, el que hacía de jefe, era conocido por «El Cubiles». Los cambios en todo, de 1930 a 1949, habían sido lentos. La idea de contemplar una Andalucía con mucho rasgo antiguo, con «color local», era imaginable, aunque trajes, transportes, etcétera, eran ya distintos a los del XIX romántico. Dejando detalles técnicos a un lado, recuerdo que de Bujalance fuimos a Porcuna y que allí conocimos a un hombre original: un cantero y lapidario que llevaba dieciocho años construyéndose una casa de piedra, de arenisca dorada, con bóvedas, escaleras, ventanas, etc., en donde para nada entraba la madera, el ladrillo, el yeso, y en donde, sin embargo, se simulaba el empleo de estos materiales. Hasta las mesas y las sillas eran de piedra y la mesa principal la constituía un bloque de siete toneladas. La casa de piedra daba una impresión rara de poca utilidad, y los vecinos de su constructor le tenían por hombre al que no sabían si había que admirar o si había que burlarse de él. Era como de algo más de cincuenta años, rubicundo, nervudo, con una mirada gris, algo extraviada a veces. Hablaba de su empresa, en la que pensaba invertir aún cinco años, con tono humorístico. Pero en el fondo se veía que creía que había hecho algo notable y por hacerlo había luchado, incluso, con las autoridades.
Sentí cierta simpatía por este enemigo técnico de Le Corbusier, aunque la casa no me gustara mucho. Me hizo reflexionar más sobre la arquitectura popular también: pero donde tuve más revelaciones a este respecto fue poco después, en Los Pedroches. Andábamos por Pozoblanco el día 16 de noviembre y paramos en el hotel Damián. A la hora de la comida del mediodía se organizó una conversación muy animada entre varios huéspedes y unos comisionistas. El tema era de los secuestros y casos de bandolerismo acaecidos en Sierra Morena, también entre Marbella y Estepona y en Bélmez, hacía poco. Los secuestros de niños, ancianos ricos y personas del régimen hacían pensar en los relatos de Zugasti, de la época del 68. Pero saliendo de este ámbito y por otro motivo quedé muy prendido de interés por los pueblos del valle de Los Pedroches, como La Añora y El Guijo. Me chocó un tipo de casa hecho a base de bovedillas de arista o crucero. Me chocaron otros varios elementos del arte popular, de un goticismo retardado, los esgrafiados, las cruces ovifilas que encontré, hechas de varios modos, con fin decorativo y un sin fin de peculiaridades de las que no tenía ni la idea más remota.
Me sorprendí, en fin, de lo poco que, en realidad, se sabe de Andalucía, pese a la cantidad de viajeros, ensayistas y otra clase de escritores que han dejado páginas y páginas sobre aquella tierra atractiva: acaso más para el turista que para muchos de los que viven en ella. Pensé en escribir algo, ya desde esta primera ocasión y durante el resto del viaje agucé la vista y el oído con este objeto.
Cuando, sin embargo, aproveché o empecé a aprovechar más, fue poco después, al llevar a cabo otro recorrido por la Andalucía occidental: de la sierra de Cádiz a Huelva. El contraste entre la campiña y la sierra y entre la costa y los pueblos del interior de Huelva era fortísimo, y durante el viaje tuvimos ocasión de tratar a mucha gente interesante y de distinto carácter. El 24 y 25 de noviembre andábamos por Grazalema, y en la ribera fuimos huéspedes de Julián Pitt-Rivers, al que encontré allí por vez primera, en trance de preparar su tesis. Parte de ella apareció después con el título de The people of the Sierra y dedicada a mí. Esto supuso y supone una de las mayores recompensas en mi vida profesional. Porque resultó posible que un historiador y etnógrafo sirviera de algo a un antropólogo social de la escuela de Oxford. Partíamos de intereses distintos, acaso de ideas distintas, y Foster, Pitt-Rivers y yo constituíamos un triángulo: el punto de vista inglés y el americano lo representaban muy bien cada uno de los dos. No puede decirse que el mío era el español, puesto que en 1949 no había ninguna escuela por aquí. Mi cabeza funcionaba de modo distinto, por lo mismo que mi formación no era angloamericana en total, sino medio alemana, medio francesa también. La estancia en Grazalema fue como la estancia en un laboratorio. Mas con independencia de esto, recuerdo las horas de la ribera y como muy placenteras. Despejaron algunas de mis dudas y gocé de la amistad y del paisaje con delicia. La bajada a Cádiz fue agridulce, por lo mismo que dejábamos algo excepcional en nuestros recorridos. De todas formas, también en Cádiz encontramos gente amiga y amable. Gessa, Aramburu, don Álvaro Picardo y otros nos informaron sobre muchos aspectos de la vida en la capital y en la provincia. Allí, con Arcadio de Larrea, nos metimos por vez primera en los ámbitos musicales, nos introdujeron en los misterios del «cante grande» y el «liviano» o «chico». También escuchamos desarrollar una serie de especulaciones sobre sus orígenes y cambios, que daban lugar a serias controversias.

Julio Caro Baroja
Los Baroja
Memorias familares

Un prodigioso libro de memorias, que es a la vez un certero retrato de un país, la España de antes y después de la guerra; de una fascinante familia de intelectuales, escritores y artistas, los Baroja, y del itinerario vital e intelectual de su autor. Los Baroja se divide en dos partes, la primera, titulada Los personajes, se centra en la infancia del autor, y allí aparece un niño con unas dotes de observación dignas del mejor novelista; asoman prodigiosamente recreados los personajes familiares que lo envolvían, sus abuelos, sus padres —el editor Rafael Caro Raggio y Carmen Baroja— y sus ilustres tíos —el escritor Pío y el pintor Ricardo—; se describen los espacios en los que habitaba, el mundo rural y austero de Vera de Bidasoa y el agitado Madrid de la llegada de la República; y aparecen también las primeras lecturas que le abren a ese niño inquieto y curioso nuevos horizontes… La segunda parte, que cubre los años que van de 1936 a 1956, retrata la España desolada de la posguerra y la evolución profesional del autor, interesado por la antropología, el folclore, la historia y la lingüística, su interés por la inquisición y la brujería, sus viajes por África y América.

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