Espesísima la nieve bajaba del cielo, depositándose en las terrazas y poniéndolas blancas. Al mirarla, Drogo sintió con más agudeza el ansia de costumbre, intentaba expulsarla en vano pensando en su joven edad, en los muchísimos años que le quedaban.

Mientras Drogo y Simeoni estaban discutiendo así, un día empezó a nevar. «Aún no ha terminado el verano —fue el primer pensamiento de Drogo— y ya ha llegado el mal tiempo.» Le parecía, en efecto, que acababa de regresar de la ciudad, que aún no había tenido tiempo de organizarse como antes. Y, sin embargo, en el calendario estaba escrito 25 de noviembre; se habían consumido meses enteros.
Espesísima la nieve bajaba del cielo, depositándose en las terrazas y poniéndolas blancas. Al mirarla, Drogo sintió con más agudeza el ansia de costumbre, intentaba expulsarla en vano pensando en su joven edad, en los muchísimos años que le quedaban. El tiempo, inexplicablemente, había echado a correr cada vez más veloz, se tragaba los días uno tras otro. Bastaba con mirar alrededor y ya caía la noche, el sol giraba por abajo y reaparecía por el otro lado para iluminar el mundo lleno de nieve.
Los otros, sus compañeros, parecían no advertirlo. Hacían el servicio habitual sin entusiasmo, incluso se alegraban cuando en las órdenes del día aparecía el nombre de un mes nuevo, como si hubieran ganado algo. Menos tiempo que pasar en la Fortaleza Bastiani, calculaban. Tenían, pues, una meta, mediocre o gloriosa, con la que sabían contentarse.
El propio comandante Ortiz, que andaba ya por los cincuenta años, asistía apático a la fuga de las semanas y de los meses. Ahora había renunciado a sus grandes esperanzas y decía:
—Una decena de años más, y me llega el retiro.
Regresaría a su casa, en una vieja ciudad de provincias —explicaba—, donde vivían algunos parientes suyos. Drogo lo miraba con simpatía, sin lograr entenderlo. ¿Qué haría Ortiz allá abajo, entre los civiles, sin ninguna finalidad, solo?
—He sabido contentarme —decía el comandante, dándose cuenta de los pensamientos de Giovanni—. Año tras año he aprendido a desear cada vez menos. Si las cosas me salen bien, volveré a casa con el grado de coronel.
—¿Y después? —preguntaba Drogo.
—Después, nada más —dijo Ortiz con sonrisa resignada—. Después esperaré aún… satisfecho con el deber cumplido —concluyó burlonamente.
—Pero aquí, en la Fortaleza, en esos diez años, no cree que…
—¿Una guerra? ¿Piensa usted aún en una guerra? ¿No hemos tenido bastante?
En la llanura septentrional, en los límites de las nieblas perennes, ya no se veía nada sospechoso; incluso la luz nocturna se había apagado. Y Simeoni estaba satisfechísimo. Eso demostraba que él tenía razón: no se trataba de una aldea ni de un campamento de gitanos, sino sólo de obras, que la nieve había interrumpido.

Dino Buzzati
El desierto de los tártaros

La fascinación que desde su aparición en 1940 ha despertado El desierto de los tártaros, la más célebre novela de Dino Buzzati, proviene del paisaje formal de la fábula que narra, no de su significación oculta. Con todo, la historia del oficial Giovanni Drogo, destinado a una fortaleza fronteriza sobre la que pende una amenaza aplazada e inconcreta, pero obsesivamente presente, se halla cargada de resonancias que la conectan con algunos de los más hondos problemas de la existencia: la seguridad como valor contrapuesto a la libertad, la progresiva resignación ante el estrechamiento de las posibilidades vitales de realización, la frustración de las expectativas de hechos excepcionales que cambien el sentido de la existencia.

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