26 de noviembre de 1975
Son las seis de la tarde. Estoy esperando los medicamentos de la noche para poder dormirme al fin y no pensar «conscientemente».
En este momento, pienso como hablo, como si las palabras se pronunciaran en voz baja en mi cabeza, como si se inscribieran en caracteres de imprenta justo tras mis ojos y chocaran contra las paredes de mi cráneo.
Tomo mi pluma para irlas comunicando a medida que brotan hacía el exterior, para que escapen al fin de mí misma con la ilusión de un contacto.
Estoy demasiado sola. ¿Cómo ayudarme metiéndome tranquilamente en una habitación casi desnuda, sin decirme qué tengo que hacer, con mi única presencia por toda compañía?
Durante los seis últimos meses me encerré voluntariamente en mí misma con una especie de desesperación complacida. Jugué con los engranajes de mi cerebro como se juega con una muela careada, y lanzaba mis ideas en voz alta contra las paredes de mi cuarto. No rebotaban allí, no volvía de ellas eco alguno. Yo lloraba en el vacío. Llamaba a Dios e intentaba creer en él, intentando también que el tiempo me calmara. Dialogaba con las fotos de mi padre e intentaba recuperarlo, todopoderoso, como en mi infancia.
«Villa des Pages»
Georges Simenon
Memorias íntimas
Un hombre: cuando Georges Simenon murió, en la madrugada del lunes 4 de septiembre de 1989 en su casa de Lausana, había cumplido ochenta y seis años y era ya un mito universal. El joven y prolífico inventor de historias que sesenta años antes creara al comisario Maigret, era para muchos de sus lectores una misma cosa que su personaje. Sin embargo, aunque Maigret era todo de Simenon, Simenon no era sólo Maigret.
Dos pasiones: erotismo y literatura. Ésas fueron las dos actividades a las que Simenon se entregó con el frenesí de un poseso. Marcado por el signo de la desmesura, escribió centenares de novelas, pero sus amantes se contaron por miles.
Un adiós: si la gravedad de una dolencia que amenazaba su vida señaló un paréntesis en sus excesos y dio lugar a la novela autobiográfica Pedigree, tres década después, cuando ya tenía setenta y ocho años, el suicidio de su hija le apartó de la ficción y le llevó a escribir a mano —y a tumba abierta— estas magníficas Memorias íntimas, la despedida de un hombre que vivió y creó desafiando siempre los límites de la mediocridad.
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