con los bolsillos llenos, el corazón vacío y los nervios destrozados, detrás de sus politiqueros, periodistas, financieros, efebos fúnebres, farsantes y plumíferos por encargo, se hubiese apoderado de nuestra opinión pública. Se ha quedado con ella.

¡Pobres chicos! Creyeron que habían hecho bien y tuvieron que sudar de lo lindo. Hacer esa lúgubre selección, acarrear todos esos huesos, ¡ahí es nada! Pero al final lo consiguieron. Aunque ellos solos no habrían podido, por supuesto. Pusieron sus brazos al servicio de odios implacables, inexpiables, impotentes, odios de viejo. La Francia de 1918, frenada en seco cuando más boyante estaba la producción industrial de guerra, se encontró atestada de un material inútil y con enormes reservas de odio. De 1914 a 1918, los hombres de la vanguardia experimentaron el honor, y los de la retaguardia el odio. Con pocas excepciones, todo el que no había combatido estaba podrido, podrido sin remedio al cabo de aquellos cuatro años sangrientos. ¡Todos podridos, os digo! No hablo por hablar. Hay testigos. Lanzo este desafío a cualquier chico normal: a ver si es capaz de escribir, sin caer de inmediato en la desesperación, una tesis sobre la clase de textos de donde aquellos desdichados sacaban la sustancia de su patriotismo sedentario. Mentira y odio. Odio y mentira. La opinión pública de este noble pueblo que ha batallado con distinta fortuna a lo largo de los siglos, ha caído en manos de una banda de charlatanes más o menos latinizados, hijos de esclavos griegos, judíos o genoveses, para quienes la guerra siempre fue un pillaje o una vendetta y nada más. Tan mal nacidos que el respeto al enemigo les parece un prejuicio absurdo, capaz de desmoralizar a los soldados. ¡Vosotros sí que nos habríais desmoralizado, perros!, si por lo menos nos hubiéramos dignado a leeros. ¡Más habría valido que a la vuelta os hubiéramos cerrado a estacazos esas bocas inagotables! Pero gritabais tan fuerte, echabais tantos espumarajos, que nos sentimos un poco avergonzados con nuestras muletas y nuestras cruces, tuvimos miedo de parecer menos patriotas que vosotros, impostores. Vuestra tremenda impudicia podría explicar, cuando no justificar, la timidez de los excombatientes. ¡Pues sí, nos habría dado vergüenza tender la mano a un enemigo leal después de haber intercambiado tantos disparos con él, y repetíamos vuestras consignas, y sufríamos vuestros elogios! Porque el armisticio no os hizo callar, y la paz aún menos. Tan grande había sido vuestro miedo de perder el pellejo, ¡fanfarrones! Sí, juro que nada nos habría satisfecho más, una vez asegurado el precio legítimo de nuestra victoria, que rendir honores a un pueblo hambriento; habríamos recordado que se había enfrentado a todos sacrificando incluso a su miserable infancia, criada sin leche. Habríamos pensado en todas esas mujeres alemanas, mujeres de soldados, muertas un día, con los pechos secos, junto a un recién nacido espectral, alimentado con pan negro y viscoso. Habríamos dicho: «Dejadlo ya, fanfarrones… Les hemos vencido, no les humilléis. Basta ya de contar historias de ametralladores encadenados a su pieza, de alemanes llevados a palos hasta la línea de fuego. Basta ya de frases sobre los bárbaros. No mantendréis a sesenta millones de hombres bajo la perpetua amenaza de una ocupación preventiva, detrás de unas fronteras abiertas». Lamentablemente, solo paraban de injuriar para sudar de espanto. Gritaban: Seguridad… Seguridad… con una voz tan chillona que la Europa envidiosa, ya secretamente enemiga, simulando que se tapaba las orejas, hablaba con tristeza de nuestras obsesiones morbosas. Pero nosotros no estábamos obsesionados. Habríamos dado mucho —hasta la legendaria parte del combatiente— con tal de parar el flujo de vuestras tripas. Pero nada detiene las diarreas seniles. Deberíamos haber previsto que a medida que Alemania se levantara —primero una rodilla, luego la otra— la supuración de odio no cesaría, sino que refluiría poco a poco hasta el centro del país. Los maniáticos que no tuvieron piedad con la Alemania vencida, exangüe, ahora la honran. Acabarán amándola, sin duda. El temible Oriente que ayer mismo empezaba en Sarrebruck, se ha plantado en el centro de París, en la calle Lafayette. ¿Qué queréis? Aquellos viejos han seguido envejeciendo. Prefieren tener la vanguardia cerquita, a una etapa de silla de ruedas. Así se facilita mucho la defensa de Occidente. La guerra entre los partidos prosigue con los antiguos métodos de la guerra del Derecho. Ahora ya no sirve el chantaje del «derrotismo», porque el mismo día en que Mussolini echó el ojo a Etiopía, la llave de África, todos los guerreros honorarios se volvieron pacifistas. El chantaje del «comunismo» sucede al otro. Miles de buenas personas que desearían conocer los motivos antes de arrojar fuera de la comunidad nacional a una parte importante del proletariado francés, ya no se atreven a abrir la boca, por miedo a que les acusen de debilidad con Jouhaux, igual que antes les convencieron de complicidad con Joseph Caillaux, hoy campeón senatorial de los Buenos Ricos.
Es poco probable que un joven pierda hoy el tiempo releyendo los periódicos de la guerra. Además no sabe nada de la guerra, ni quiere saber nada. Por lo tanto, nunca sabrá que entonces Francia se dividió en dos bandos, que el heroísmo prodigado en el frente no logró compensar sobrenaturalmente la desmoralización acelerada de la retaguardia, su avaricia, su vileza, su cinismo, su necedad. Es como si el 11 de noviembre la Francia guerrera hubiese caído de bruces, mientras que la otra —pero ¿se le puede dar el nombre de Francia?—, con los bolsillos llenos, el corazón vacío y los nervios destrozados, detrás de sus politiqueros, periodistas, financieros, efebos fúnebres, farsantes y plumíferos por encargo, se hubiese apoderado de nuestra opinión pública. Se ha quedado con ella.

Georges Bernanos
Los grandes cementerios bajo la luna

El escalofriante relato de la represión franquista durante las primeras horas de la Guerra Civil. Se trata de un clásico del ensayo bélico. Un libro de culto, prohibido durante muchos años en España. El libro es el testimonio de un hombre católico y de ideología conservadora que se atreve a denunciar el uso sacrílego de sus propias ideas para justificar la barbarie franquista.
A Bernanos, el estallido de la Guerra Civil española le sorprendió en Mallorca, donde residía por entonces. Si bien apoyó en un principio el levantamiento militar, de acuerdo con sus convicciones ideológicas, pronto su fe en el fascismo decaería tras ser testigo de la depuración generalizada que, en forma fusilamientos masivos, llevaron a cabo las nuevas autoridades locales, siempre con la connivencia de la Iglesia, hasta convertir la otrora apacible isla en un «pudridero»; imagen —según observa con lucidez— «… de lo que será el mundo mañana».
Con voz ruda y airada, que huye de cualquier sentimentalismo y desemboca a menudo en violencias verbales, el caudal de su elocuencia no sólo denuncia el horror de las dictaduras y la perversión del sentimiento religioso, sino que ahonda en la psicología del ser humano enfrentado a un mundo en holocausto; y al que aconseja «volver al espíritu de la infancia» como forma de comprender y de poder salvar su alma.

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