Los virus que han evolucionado de forma natural no se apartan de su camino para matarnos o hacernos sufrir. El que suframos o no les trae sin cuidado. Nuestro sufrimiento, cuando existe, es un subproducto de sus actividades de autodiseminación.

Granos de polen y balas mágicas
Viajaba yo en automóvil por la campiña inglesa con mi hija Juliet, que entonces tenía seis años, y me señaló algunas flores al borde de la carretera. Le pregunté para qué pensaba ella que eran las flores silvestres. Me dio una respuesta bastante meditada. «Para dos cosas», me dijo. «Para hacer el mundo bonito y para ayudar a las abejas a que hagan miel para nosotros.» Esto me emocionó, y lamenté tener que decirle que no era cierto.
La respuesta de mi hijita no era demasiado distinta a la que hubiera dado la mayoría de adultos a lo largo de la historia. La creencia de que la creación natural está aquí para nuestro beneficio es muy antigua. El primer capítulo del Génesis la expresa explícitamente. El hombre «dominará» sobre todos los seres vivos, y animales y plantas están aquí para deleite y uso nuestro. Como documenta el historiador Sir Keith Thomas en su Man and the Natural World (El hombre y el mundo natural), esta actitud impregnó la Cristiandad medieval y ha persistido hasta nuestros días. En el siglo diecinueve, el reverendo William Kirby pensaba que el piojo era un incentivo indispensable para la limpieza. Las bestias salvajes, según el obispo isabelino James Pilkington, alentaban la valentía de los hombres y proporcionaban un entrenamiento útil para la guerra. Los tábanos, según un escritor del siglo dieciocho, fueron creados «con el fin de que los hombres ejerciten su ingenio e industria para librarse de ellos». Las langostas estaban dotadas de un duro caparazón para que, antes de comerlas, pudiéramos beneficiarnos del ejercicio de romper sus pinzas. Otro piadoso escritor medieval pensaba que las malas hierbas estaban aquí para nuestro provecho: es bueno para nuestro espíritu tener que trabajar duro para arrancarlas.
De los animales se ha pensado que tenían el privilegio de compartir nuestro castigo por el pecado de Adán. Keith Thomas cita al respecto a un obispo del siglo diecisiete: «Cualquier cambio a peor que les haya afectado no ha sido castigo suyo, sino una parte del nuestro». Uno siente que esto debiera ser un gran consuelo para ellos. En 1653, Henry More creía que vacas y ovejas habían recibido la vida, sólo y ante todo, para que su carne estuviera fresca «hasta que tengamos necesidad de comerla». La conclusión lógica de esta línea de pensamiento es que, en realidad, los animales anhelan ser comidos.
El faisán, la perdiz y la alondra
Volaron a tu casa, como si fuera el Arca.
El buey voluntarioso vino por sí mismo
A casa para el sacrificio, con el cordero;
Y todas las bestias de más allá vinieron
A ofrecerse como presente.
En The Restaurant at the End of the Universe (El restaurante del fin del universo) —parte de la brillante saga Hitchhiker’s Guide to the Galaxy (Guía de la galaxia para autostopistas)—, Douglas Adams elaboró una conclusión futurista y grotesca a partir de esta presunción. Cuando el héroe y sus amigos se sientan en el restaurante, un gran cuadrúpedo se les acerca obsequioso a la mesa y en tonos agradables y cultivados se ofrece como plato del día. Explica que su raza ha sido criada para desear ser comida, junto con la capacidad de expresar ese anhelo de manera inequívoca: «¿Quizá algo del lomo… braseado en una salsa de vino blanco?… O la cadera, que está muy buena… La he estado ejercitando y he comido mucho grano, de modo que hay cantidad de buena carne aquí». Arthur Dent, el menos galácticamente refinado de los comensales, se siente horrorizado, pero los restantes miembros del grupo piden grandes filetes para todos y, agradecido, el manso animal se va trotando a la cocina para matarse (humanitariamente, añade, con un guiño tranquilizador hacia Arthur).
El relato de Douglas Adams es una comedia manifiesta, pero estoy sinceramente convencido de que la siguiente argumentación sobre el plátano, citada literalmente de un opúsculo actual amablemente remitido por uno de mis muchos corresponsales creacionistas, va en serio.
Adviértase que el plátano:
1. Tiene la forma adecuada para la mano humana
2. Tiene una superficie antideslizante
3. Posee indicadores externos de los contenidos internos: verde, demasiado pronto; amarillo, al punto; negro, demasiado tarde
4. Tiene una lengüeta para quitar el envoltorio
5. Está picado en el envoltorio
6. Tiene un envoltorio biodegradable
7. Tiene la forma adecuada para la boca
8. Tiene una punta en la parte superior para facilitar la entrada
9. Resulta agradable a las papilas gustativas
10. Está curvado hacia la cara para facilitar el proceso de comerlo.
La actitud de que los seres vivos han sido colocados aquí para nuestro provecho domina todavía nuestra cultura, aun cuando sus fundamentos hayan desaparecido. A efectos científicos, necesitamos una concepción menos antropocéntrica del mundo natural. Si puede decirse que los animales salvajes y las plantas silvestres han sido colocados en el mundo con algún propósito (y se puede, en virtud de una respetable figura retórica), seguramente no es para provecho de los seres humanos. Tenemos que aprender a ver las cosas con ojos no humanos. En el caso de las flores con las que hemos comenzado nuestra exposición, es más sensato, al menos marginalmente, contemplarlas con los ojos de las abejas y demás animales que las polinizan.
Toda la vida de las abejas gira alrededor del mundo lleno de colorido, aromático y rezumante de néctar de las flores. No estoy hablando únicamente de las abejas melíferas, porque hay miles de especies distintas de abejas, y todas ellas dependen absolutamente de las flores. Sus larvas son alimentadas con polen, mientras que el combustible exclusivo para los motores de vuelo de los adultos es el néctar, que también les es proporcionado enteramente por las flores. He escrito «les es proporcionado» no sin cierta intención. Estrictamente hablando, no se puede decir que las flores proporcionen polen a las abejas, porque la planta lo fabrica principalmente para sus propios fines. A las abejas se les permite comer algo de polen porque ofrecen un servicio muy valioso al trasladarlo de una flor a otra. Pero el néctar es un caso más extremo. No tiene ninguna otra raison d’être que alimentar a las abejas. El néctar se fabrica, en grandes cantidades, sólo para sobornar a las abejas y otros polinizadores. Las abejas trabajan duro para obtener su recompensa de néctar. Para producir un kilogramo de miel de trébol, las abejas deben visitar alrededor de veinticinco millones de flores.
«Las flores», podrían decir las abejas, «están aquí para proporcionarnos polen y néctar.» También las abejas se equivocarían en eso, pero estarían mucho más en lo cierto que nosotros. Hasta podríamos decir que las flores, al menos las más hermosas y vistosas, son hermosas y vistosas porque han sido «cultivadas» por abejas, mariposas, colibríes y otros polinizadores. La conferencia en la que se basa este capítulo llevaba originalmente por título «El jardín ultravioleta». Se trata de una parábola. La radiación ultravioleta es un tipo de luz que no podemos ver. Las abejas sí pueden, y la ven como un color distinto, a veces llamado púrpura de abeja. Es seguro que a los ojos de las abejas las flores tienen un aspecto muy distinto. Del mismo modo, es mejor examinar la pregunta «¿Para qué sirven las flores?» a través de los ojos de las abejas y no de los nuestros.
«El jardín ultravioleta» utiliza la peculiar visión de las abejas sólo a modo de parábola para cambiar nuestro punto de vista acerca de para quién o para qué «sirven» las flores (y todos los demás seres vivos). Si las flores tuvieran ojos, su visión del mundo sería para nosotros todavía más extraña que la extraña visión ultravioleta de las abejas. ¿Qué aspecto tendrían las abejas a los ojos de las plantas? ¿Para qué sirven las abejas, desde el punto de vista de las flores? Son misiles dirigidos para lanzar polen de una flor a otra. El trasfondo de todo esto necesita una explicación.
En primer lugar, y por regla general, hay buenas razones genéticas para preferir la fecundación cruzada mediante polen procedente de una planta distinta. La autofecundación incestuosa haría que se perdiesen las ventajas de la reproducción sexual (sean cuales fueren, lo que en sí mismo es una cuestión interesante). Un árbol que polinizara sus flores femeninas con polen de sus propias flores masculinas casi no tendría que preocuparse de polinizar en absoluto. Le resultaría más eficaz producir un clon vegetativo de sí mismo. Muchas plantas hacen justamente esto, y este comportamiento tiene algunos puntos a su favor. Pero, como hemos visto, hay también condiciones en las que barajar los propios genes con los de otro individuo tiene aún más puntos a favor. Haría falta una larga digresión para explicar esto en detalle, pero para jugar a la ruleta sexual tiene que haber beneficios sustanciales, de otro modo la selección natural no habría permitido que ésta fuese un anhelo tan obsesivo en casi toda la vida animal y vegetal. Sean cuales fueren estos beneficios, desaparecerían en su mayor parte si, en lugar de barajar los genes propios con los de otro individuo, uno simplemente los barajara con un segundo juego, idéntico, de los genes propios.
Las flores no tienen otro papel en la vida de su planta que el de intercambiar genes con otra planta que tenga un juego de genes distinto. Algunas plantas, como las gramíneas, se valen del viento. El aire se inunda de polen, una minúscula proporción del cual tiene la suerte de ser arrastrado hasta los órganos femeninos de una flor de la misma especie (otra proporción es arrastrada hasta los ojos y narices de los que padecen fiebre del heno). Este método de polinización es fortuito y, según como se mire, derrochador. Suele ser más eficiente explotar las alas y músculos de los insectos (o de otros vectores, tales como murciélagos y colibríes). Esta técnica dirige el polen mucho más directamente a su objetivo y, en consecuencia, requiere mucho menos polen. Para atraer a los insectos, sin embargo, hay que hacer algún desembolso. Una parte del presupuesto se destina a publicidad: pétalos de vivos colores y potentes aromas. Otra parte se gasta en sobornos de néctar.
El néctar es un combustible de aviación de alta calidad para un insecto, y es de costosa fabricación para una planta. Algunas plantas eluden el gasto y en su lugar emplean publicidad engañosa. Las más famosas son algunas orquídeas cuyas flores semejan insectos hembra y huelen como tales (figura 8.2). Al intentar copular con las flores, los insectos macho son cargados con sacos de polen sin que lo adviertan o bien, si la flor es femenina, se les aligera de su carga. Hay orquídeas especializadas en imitar abejas, otras que imitan moscas y otras que imitan avispas. Una de las imitadoras de avispas, que recibe el adecuado nombre de orquídea martillo, sostiene su señuelo en el extremo de un pedúnculo articulado y armado con un resorte, amartillado a una distancia fija lejos de la parte de la flor que porta el polen (figura 8.3). Cuando la avispa macho se posa sobre la hembra de mentira el muelle se suelta. La avispa macho es golpeada, de manera violenta y repetida, contra el yunque en el que se encuentran los sacos polínicos. Para cuando la avispa macho logra liberarse, su dorso está cargado con dos sacos de polen.
Tanto o más ingeniosa es la llamada orquídea de balde, que funciona un poco como una planta carnívora con ascidios, pero con una diferencia importante. La flor contiene una gran charca de líquido que huele como el seductor perfume sexual que secretan las hembras de una especie concreta de abeja. Los machos de dicha especie son atraídos por el líquido y caen en él. La única escapatoria para no ahogarse es a través de un estrecho túnel. La abeja que se debate acaba descubriéndolo y se arrastra por él hasta la salvación. En el extremo opuesto del tubo hay un paso complicado en el que queda atrapada durante unos cuantos minutos antes de poder escabullirse. Durante este forcejeo final en el portal del túnel, dos sacos de polen grandes y redondos son hábilmente transferidos a su dorso. Después la abeja sale volando y (quizá más triste, pero no más sabia) cae en otra orquídea de balde. De nuevo se debate en el líquido, de nuevo se abre camino penosamente a través del túnel de salida y de nuevo es retenida durante un tiempo antes de salir hacia la libertad. Durante este periodo la segunda orquídea la despoja de los sacos de polen y se completa la polinización.
No haga caso el lector de este «más triste, pero no más sabia». Como siempre, hay que resistir la tentación de atribuir intenciones conscientes. En todo caso, habría que atribuírselas a la planta. La manera correcta de pensar es en términos de maquinaria construida inconscientemente. El polen que contiene los genes para construir orquídeas de balde que manipulan abejas es transportado por abejas. El polen que contiene genes que dan lugar a orquídeas menos competentes en la manipulación de abejas tiene menos probabilidades de ser transportado por abejas. Así, a medida que pasan las generaciones, las orquídeas mejoran en el arte de manipular abejas (aunque, en honor a la verdad, hay que decir que, en la práctica, las orquídeas abejeras no tienen un éxito espectacular a la hora de engañar a las abejas para que copulen con ellas).
Estas sorprendentes orquídeas ejemplifican un aspecto importante de la estrategia de polinización. Muchas flores parecen poner todo su empeño en ser polinizadas por una especie determinada de animal y por ninguna otra. En los trópicos del Nuevo Mundo, las flores rojas y tubulares son indicativas de una polinización por colibríes. El rojo es un color vivo y atractivo a los ojos de las aves (los insectos no pueden ver el color rojo en absoluto). Los tubos largos y estrechos excluyen a cualquier polinizador que no esté provisto de un pico largo y fino como el de los colibríes. Otras flores se esfuerzan en ser polinizadas sólo por abejas, y ya hemos señalado que sus flores suelen tener colores y dibujos en la parte ultravioleta del espectro, invisible para nosotros. Pero otras sólo son polinizadas por mariposas nocturnas. Suelen ser blancas, y utilizan perfumes antes que anuncios visibles. La culminación de la progresión hacia un consorcio de polinización exclusiva quizá sea el dúo, ajustado como anillo al dedo, de las higueras y sus avispas específicas, el ejemplo que abre y cierra nuestro libro. Ahora bien, ¿por qué deberían ser tan exigentes las plantas en cuanto a quién las poliniza?
Presumiblemente, la ventaja de cultivar polinizadores especialistas es una versión extrema de la ventaja de poseer polinizadores animales en lugar del viento. La polinización por el viento es de lo más extravagante y derrochadora, al bañar toda la campiña en una lluvia de polen. La polinización por animales voladores inespecíficos es mejor, pero sigue siendo muy derrochadora. La abeja que visita nuestra flor puede irse luego volando a la flor de una especie completamente diferente y habremos malgastado nuestro polen. El polen que transportan las abejas ordinarias no se desparrama por el campo como el de una hierba polinizada por el viento, pero todavía se reparte de una manera relativamente indiscriminada. Compárese esto con la abeja específica de la orquídea de balde, o con la avispa específica de la higuera. El insecto vuela certeramente, como un minúsculo misil dirigido, o como lo que los periodistas médicos denominan una «bala mágica», hacia el blanco correcto desde el punto de vista de la planta cuyo polen transporta. En el caso de la avispa de los higos esto significa, como veremos, no ya otra higuera, sino otra higuera de la misma especie, de entre las 900 que existen. El empleo de polinizadores especialistas debe suponer un ahorro enorme en la producción de polen. Por otra parte, como también veremos, tiene costes añadidos, por lo que no es sorprendente que algunas plantas se vean abocadas, por su modo de vida, a mantener la derrochadora polinización por el viento. Otras especies de plantas se adaptan más a una técnica intermedia en el espectro que va del cañón de dispersión a la bala mágica. Los higos quizá sean el colmo de la dependencia de una especie polinizadora particular, y los reservaremos para nuestro clímax en el capítulo final.
Volviendo a las abejas, los servicios de polinización que ofrecen son realmente impresionantes. Se ha calculado que, sólo en Alemania, las abejas melíferas polinizan alrededor de diez trillones de flores en el curso de un único día de verano. Se ha estimado asimismo que el 30% de todos los alimentos humanos derivan de plantas polinizadas por abejas, y que la economía de Nueva Zelanda se desplomaría si se eliminaran las abejas. Las abejas, podrían decir las flores, han sido puestas en el mundo para transportar nuestro polen para nosotras.
Así, pues, aunque pueda parecer que las flores coloreadas y fragantes del mundo hayan sido puestas aquí para nuestro provecho, es evidente que no es así. Las flores viven en un jardín de insectos, un misterioso jardín ultravioleta en el que, pese a todas nuestras vanidades, nosotros somos irrelevantes. Siempre se han cultivado y se han domesticado flores, pero, hasta tiempos muy recientes, los jardineros eran abejas y mariposas, no nosotros. Las flores usan a las abejas y las abejas usan a las flores. Cada una de las partes del consorcio ha sido conformada por la otra. Cada una de las partes ha sido en cierto modo domesticada y cultivada por la otra. El jardín ultravioleta es un jardín de doble uso. Las abejas cultivan flores para sus fines, y las flores domestican abejas para los suyos.
Consorcios como éstos son bastante corrientes en la evolución. Existen los llamados jardines de hormigas, formados por epífitos (plantas que crecen sobre la superficie de otras plantas) que las hormigas siembran enterrando en el suelo de sus nidos las semillas adecuadas. Las plantas crecen sobre la superficie del nido y sus hojas proporcionan comida a las hormigas. Se ha demostrado que algunas plantas crecen mejor si sus raíces se encuentran dentro de un hormiguero. Otras especies de hormigas y termes se especializan en cultivar hongos bajo tierra, plantando las esporas, escardando los jardines para eliminar las especies competidoras y fertilizándolos con estiércol compostado a partir de hojas masticadas. En el caso de las famosas hormigas cortadoras de hojas [del género Atta] de los trópicos del Nuevo Mundo, todo el esfuerzo de forrajeo de sus colonias (que cuentan con hasta ocho millones de individuos) se dirigen a la recolección de hojas recién cortadas. Pueden devastar una zona con una despiadada eficiencia que recuerda la de una plaga de langostas, pero las hojas que cortan no serán devoradas por las hormigas ni por sus larvas, sino que se recogen simplemente para fertilizar los jardines de hongos. Las hormigas comen únicamente los hongos, pertenecientes a una especie que sólo crece en los hormigueros de este género de hormigas. Estos hongos podrían decir que las hormigas están allí para cultivarlos a ellos, y las hormigas podrían decir que los hongos existen únicamente para alimentarlas a ellas.
Quizá las más notables de todas las plantas mirmecófilas sean unos epífitos del Sudeste asiático que desarrollan una gran dilatación del tallo denominada pseudobulbo. El pseudobulbo está recorrido interiormente por un laberinto de cavidades. Estas cavidades son tan parecidas a las que suelen excavar las hormigas en el suelo que cabe sospechar que son obra de estos insectos. Pero no es éste el caso. Las cavidades son producidas por la propia planta, y en ellas viven hormigas.
Más conocidas son las hormigas de las acacias, que viven dentro de espinas huecas especiales. Las espinas son gruesas y bulbosas, y la planta ya las produce huecas, con el único propósito aparente de albergar a las hormigas. Lo que las plantas obtienen de este arreglo es la protección que le proporcionan los nocivos aguijones de las hormigas. Así se ha sido demostrado mediante experimentos elegantemente simples. Cuando se mata a las hormigas con insecticida, las acacias huéspedes sufren muy pronto un notable incremento de la depredación por herbívoros. Las hormigas, suponiendo que piensen, seguramente pensarán que las espinas de acacia están ahí para provecho suyo. Las acacias pensarán que las hormigas están ahí para protegerlas de los herbívoros. ¿Deberíamos pensar entonces que cada uno de los miembros de este consorcio trabaja para el bien del otro? Es mejor pensar que cada uno de ellos está utilizando al otro para su propio bien. Es un tipo de explotación mutua en el que cada cual se aprovecha del otro lo suficiente para hacer que el coste de la ayuda prestada valga la pena.
Existe la tentación, en la que suelen caer los ecólogos, de considerar que la totalidad de la vida es una especie de grupo de ayuda mutua. Las plantas son las cosechadoras de la energía primaria de la comunidad. Captan la luz solar y ponen su energía a disposición de la comunidad entera. Su contribución a la comunidad es servir de comida. Los herbívoros, entre ellos los abundantísimos insectos vegetarianos, son el conducto a través del cual la energía solar es conducida desde los productores primarios, las plantas, hasta los niveles superiores de la cadena trófica, los insectívoros, los pequeños carnívoros y los grandes carnívoros. Cuando los animales defecan o mueren, sus elementos químicos vitales son reciclados por carroñeros tales como los escarabajos estercoleros y los escarabajos sepultureros, los cuales transfieren la preciosa carga a las bacterias del suelo, que en última instancia la pondrán de nuevo a disposición de las plantas.
Esta imagen benigna y apacible de la circulación de la energía y otros recursos no sería del todo errónea si se comprendiera claramente que los participantes en la misma no lo están haciendo por el bien del círculo. Están en el círculo para su propio bien. Un escarabajo pelotero recoge estiércol y lo entierra para utilizarlo como alimento. El hecho de que este animal y sus afines realicen así un servicio de limpieza y reciclado que es valioso para los demás habitantes de la región es estrictamente fortuito.
La hierba proporciona la dieta básica para una comunidad entera de pacedores, y los pacedores abonan la hierba. Es incluso cierto que, si se retiraran los herbívoros, muchas de las hierbas morirían. Pero esto no significa que una planta herbácea exista para ser comida, o que se beneficie en algún sentido de ser comida. Si pudiera expresar sus deseos, una planta herbácea seguramente desearía no ser comida. ¿De qué modo, pues, resolvemos la paradoja de que si se eliminaran los herbívoros las hierbas morirían? La respuesta es que, aunque ninguna planta desea ser comida, las hierbas lo toleran mejor que muchas otras plantas (razón por la cual se las utiliza en los céspedes, que están destinados a ser segados). Mientras una zona sea intensamente pastada o segada, las plantas que podrían competir con las hierbas no pueden establecerse. Los árboles no pueden ganar pie porque sus pimpollos son destruidos. Los pacedores, por lo tanto, son indirectamente beneficiosos para las hierbas como clase. Pero esto no significa que una planta herbácea concreta se beneficie de ser comida. Puede beneficiarse de que otras plantas sean comidas, incluidas las de su propia especie, puesto que ello supondrá dividendos en abono y en eliminación de competidores. Pero si la planta herbácea individual puede pasar sin ser comida, tanto mejor para ella.
Hemos empezado ridiculizando la falacia corriente de que flores y animales están en este mundo para provecho de los seres humanos, de que el ganado está dócilmente ansioso de ser comido, y así sucesivamente. Algo más defendible era la idea de que están en el mundo para provecho de otros con los que han desarrollado evolutivamente un mutualismo natural: las flores para el provecho de las abejas, las abejas para el provecho de las flores, los cuernos de las acacias para el provecho de las hormigas y las hormigas para el provecho de las acacias. Pero la idea de que determinados organismos existen «para el bien» de otros organismos corre el peligro de una reductio ad absurdum. No debemos tener tratos con la falacia de la ecología pop, el santísimo grial de que todos los individuos trabajan para el bien de la comunidad, el ecosistema, «Gaia». Ya es hora de ser quisquillosos y dejar bien claro qué queremos decir cuando decimos que un ser vivo está aquí «para el provecho de» algo. ¿Qué significa realmente «para el bien de»? ¿Para qué sirven flores y abejas, avispas e higueras, elefantes y pinos de conos erizados… para qué sirven realmente todos los seres vivos? ¿Qué tipo de entidad es aquélla cuyo «provecho» estará servido por un cuerpo vivo o parte de un cuerpo vivo?
La respuesta es el DNA. Es una respuesta precisa y profunda, y la argumentación que conduce a ella no tiene puntos débiles, pero requiere una explicación. A esta explicación quiero llegar ahora y en el capítulo siguiente. Empezaré volviendo a mi hija.
En cierta ocasión mi hija padecía una fiebre intensa y yo padecía vicariamente con ella mientras me turnaba junto a la cabecera de su cama para refrescarla con agua fría. Los doctores modernos podían asegurarme que no se hallaba en grave peligro, pero la mente soñolienta de un padre amante no podía dejar de recordar las incontables muertes de niños en siglos anteriores, y la agonía de cada pérdida concreta. El propio Charles Darwin jamás se recobró de la muerte, nunca comprendida, de su amada hija Annie. Se dice que la injusticia aparente de la enfermedad de su hija contribuyó a que Darwin perdiera su fe religiosa. Si Juliet se hubiera vuelto hacia mí y me hubiera preguntado, en un eco lastimero de nuestra anterior y más feliz conversación, «¿Para qué sirven los virus?», ¿de qué manera debería haberle contestado?
¿Para qué sirven los virus? ¿Para hacernos mejores y más fuertes al hacernos triunfar sobre la adversidad? (Como los «beneficios» de Auschwitz, tal como sugirió un profesor de teología con el que compartí una mesa de debate en la televisión inglesa.) ¿Para evitar la superpoblación del mundo matando a un número suficiente de nosotros? (Una bendición en aquellos países en los que la contracepción efectiva ha sido prohibida por la autoridad teológica.) ¿Para castigarnos por nuestros pecados? (En el caso del virus del SIDA, parece que hay un gran número de entusiastas de esta idea. Uno casi siente lástima por los teólogos medievales, porque este patógeno admirablemente moralista no andaba suelto en su época). De nuevo, estas respuestas son demasiado antropocéntricas, aunque lo sean de una manera negativa. Los virus, como todo lo demás en la naturaleza, no tienen interés alguno por los seres humanos, ni positivo ni negativo. Los virus son instrucciones de programa codificadas en el lenguaje del DNA, y están aquí para el bien de las propias instrucciones. Las instrucciones dicen: «Cópiame y disemíname por doquier», y las que son obedecidas son las que encontramos. Eso es todo. Esto es lo más cerca que el lector estará de una respuesta a la pregunta «¿Qué sentido tienen los virus?». Parece un sentido sin sentido, y esto es precisamente lo que ahora quiero subrayar. Lo haré utilizando el caso paralelo de los virus informáticos. La analogía entre los virus verdaderos y los virus informáticos es extremadamente fuerte y asimismo esclarecedora.
Un virus informático es sólo un programa de ordenador, escrito en el mismo tipo de lenguaje que cualquier otro programa informático, y que viaja a través de la misma gama de medios, como por ejemplo los disquetes, o la red de ordenadores, cables telefónicos, módems y programas denominada Internet. Cualquier programa informático es sólo un conjunto de instrucciones. ¿Instrucciones para hacer qué? Podría ser esencialmente cualquier cosa. Algunos programas son conjuntos de instrucciones para calcular contabilidades. Los procesadores de textos son conjuntos de instrucciones que aceptan palabras mecanografiadas, las mueven por la pantalla y finalmente las imprimen. Pero otros programas, como Genius 2, que recientemente batió al gran maestro Kasparov, son instrucciones para jugar muy bien al ajedrez. Un virus informático es un programa consistente en instrucciones que dicen algo así: «Cada vez que te encuentres con un nuevo disco de ordenador, haz una copia de mí y ponme en ese disco». Es un programa «Duplícame». En ocasiones puede decir algo más, como por ejemplo: «Borra todo el disco duro». O puede hacer que el ordenador diga, en minúsculos tonos robóticos, las palabras «No te asustes». Pero esto es secundario. La característica fundamental de un virus informático, su rasgo distintivo, es que contiene las instrucciones «Duplícame», escritas en un lenguaje que será obedecido por los ordenadores.
Un ser humano puede que no encuentre ninguna razón perentoria para obedecer a rajatabla tales órdenes, pero los ordenadores obedecen como esclavos cualquier cosa mientras esté escrita en su propio lenguaje. «Duplícame» será obedecido tan diligentemente como «Invierte esta matriz», o «Pon este párrafo en cursiva», o «Haz avanzar este peón dos escaques». Además, hay muchísimas oportunidades de infección cruzada. Los usuarios de ordenadores intercambian disquetes de manera disoluta, y se pasan de unos a otros tanto juegos de ordenador como programas útiles. El lector entenderá fácilmente que, cuando hay montones de discos que se comparten de forma promiscua, un programa que diga «Cópiame en cualquier disco que encuentres» se extenderá por todo el mundo como la varicela. Pronto habrá cientos de copias, y su número tenderá a aumentar. En la actualidad, con las autopistas de la información atravesando el ciberespacio en todas direcciones, las oportunidades para una infección cruzada de propagación rápida por virus informáticos son incluso mayores.
Es tentador quejarse de la falta de sentido de tales programas parásitos, como hice al hablar de los virus que causan enfermedades. ¿Para qué diantres sirve un programa que no dice más que «Duplica este programa»? Ciertamente se duplicará, ¿pero acaso no hay algo ridículamente ocioso en estos esfuerzos puramente autorreferenciales? ¡Pues claro que sí! Es malignamente fútil. Pero no importa que sea fútil y absurdo en este sentido. Puede carecer absolutamente de sentido y sin embargo propagarse. Se propaga porque se propaga porque se propaga. El hecho de que en el ínterin no haga nada útil (incluso puede que haga algo dañino) no viene al caso. En el mundo de los ordenadores y del cambalache de disquetes, sobrevive simplemente porque sobrevive.
Los virus biológicos son exactamente lo mismo. En lo fundamental, un virus no es más que un programa, escrito en el lenguaje del DNA, que es muy parecido a un lenguaje de ordenador, hasta el punto de estar escrito en un código digital. Como un virus informático, el virus biológico simplemente dice: «Cópiame y disemíname por doquier». Como en el caso de los ordenadores, no estamos sugiriendo que el DNA de un virus desee ser copiado. Lo que ocurre es que, de todas las maneras en las que el DNA podría disponerse, sólo las ordenaciones que emiten las instrucciones «Disemíname» son diseminadas. Sin quererlo, el mundo se llena de tales programas. De nuevo, como los virus informáticos, están aquí porque están aquí porque están aquí. Si no incorporaran instrucciones que aseguraran su existencia, no existirían. La única diferencia importante entre ambos tipos de virus es que los virus informáticos son producto de los esfuerzos creativos de seres humanos traviesos o malévolos, mientras que los virus biológicos evolucionan por mutación y selección natural. Si un virus biológico tiene efectos perniciosos tales como provocar estornudos o la muerte, se trata de efectos secundarios o síntomas de sus métodos de propagación. A veces los efectos negativos de los virus informáticos son de este tipo. El famoso Internet Worm [Gusano de Internet], que se extendió por las redes estadounidenses el 2 de noviembre de 1988, tuvo efectos negativos no deliberados que fueron todos efectos secundarios (un gusano informático es técnicamente distinto de un virus informático, pero eso no tiene por qué preocuparnos aquí). Las copias del programa enajenaron capacidad de memoria y tiempo de proceso, e hicieron que alrededor de 6000 ordenadores se bloquearan. Los virus informáticos, como hemos visto, tienen a veces efectos negativos que no son subproductos o síntomas necesarios, sino manifestaciones gratuitas de pura malicia. Lejos de ayudar a la difusión del parásito, lo único que hacen estos efectos maliciosos es retardarla. Los virus reales no harían nada tan antropocéntrico a menos que fuesen diseñados en un laboratorio de guerra biológica. Los virus que han evolucionado de forma natural no se apartan de su camino para matarnos o hacernos sufrir. El que suframos o no les trae sin cuidado. Nuestro sufrimiento, cuando existe, es un subproducto de sus actividades de autodiseminación.
Las instrucciones «Duplícame», como todas las instrucciones, no son de ninguna utilidad a menos que exista una maquinaria dispuesta a obedecerlas. El mundo de los ordenadores es un lugar adecuado y acogedor para un programa Duplícame. Los ordenadores, unidos mediante Internet y alimentados por personas que toman discos prestados y los prestan a su vez, constituyen una especie de paraíso para un programa de ordenador capaz de autocopiarse. Hay una maquinaria ya preparada que copia instrucciones y obedece instrucciones, que zumba y vibra y, en cierto modo, implora ser explotada por cualquier programa que diga «Duplícame». En el caso de los virus de DNA, la maquinaria ya preparada que copia y obedece es la maquinaria de las células, toda la compleja parafernalia del RNA mensajero, el RNA ribosómico y los diversos RNA de transferencia, cada uno de los cuales se engancha a su aminoácido propio codificado. El lector no necesita conocer los detalles, pero puede descubrirlos en el magnífico libro de J. D. Watson, Biología molecular del gen. Para nuestro propósito es suficiente comprender, primero, que todas las células contienen un análogo en miniatura de una maquinaria informática que obedece instrucciones y, segundo, que el «código máquina» de todas las células, en todos los organismos de la Tierra, es idéntico. (Dicho sea de paso, los virus informáticos no tienen este lujo; los virus de DOS no pueden infectar a los «Macs», y viceversa). Las instrucciones de los virus informáticos y las instrucciones de los virus de DNA son obedecidas porque están escritas en un código que es ciegamente obedecido en los ambientes respectivos en los que se encuentran.
Pero ¿de dónde procede esta maquinaria complaciente que copia y ejecuta instrucciones? No se encuentra aquí por casualidad. Tiene que ser construida. En el caso de los virus informáticos, la maquinaria ha sido fabricada por seres humanos. En el caso de los virus de DNA, la maquinaria son las células de otros organismos. ¿Y quién fabrica estos otros organismos, estos seres humanos y elefantes e hipopótamos cuyas células hacen que la vida sea tan fácil para los virus? La respuesta es: los fabrica otro DNA autocopiante, el DNA que «pertenece» a los seres humanos y a los elefantes. Así pues, ¿qué son los organismos grandes como los elefantes, los cerezos y los ratones? (Digo «grandes» porque incluso un ratón, desde el punto de vista de un virus, es muy, muy grande). ¿Para provecho de quién, en fin, han venido al mundo ratones, elefantes y flores?
Nos estamos acercando a una respuesta definitiva a todas las preguntas de esta clase. Las flores y los elefantes sirven «para» la misma cosa que todos los demás organismos de los reinos vivos, para diseminar programas «Duplícame» escritos en el lenguaje del DNA. Las flores sirven para diseminar copias de instrucciones para hacer más flores. Los elefantes sirven para diseminar copias de instrucciones para hacer más elefantes. Los pájaros sirven para diseminar copias de instrucciones para hacer más pájaros. Las células de un elefante no pueden decir si las instrucciones que obedecen ciegamente son instrucciones de virus o instrucciones de elefante. Como en el caso de la Brigada Ligera de Tennyson, cuando alguien se ha equivocado totalmente, «No podían replicar, no podían razonar, no podían hacer otra cosa que cumplir con su deber y morir».
El lector comprenderá que utilizo «elefante» para referirme a todos los organismos grandes y autónomos, flores o abejas, seres humanos o cactus, incluso bacterias. Las instrucciones de los virus, como hemos visto, dicen «Duplícame». ¿Qué dicen las instrucciones del elefante? Ésta es la idea principal que prefiero dejar para el final del capítulo. Las instrucciones del elefante también dicen «Duplícame», pero lo dicen de una manera mucho más tortuosa. El DNA de un elefante constituye un programa gigantesco, análogo a un programa de ordenador. Al igual que el virus de DNA, es fundamentalmente un programa «Duplícame», pero contiene una digresión casi fantásticamente grande como parte esencial de la ejecución eficiente de su mensaje fundamental. Dicha digresión es un elefante. El programa dice: «Duplícame por la ruta tortuosa de fabricar primero un elefante». El elefante come para crecer; crece para hacerse adulto; se hace adulto para aparearse y reproducir nuevos elefantes; reproduce nuevos elefantes para propagar nuevas copias de las instrucciones del programa original.
También podemos decir lo mismo de fragmentos de organismos. El pico del pavo real, al recoger alimento que mantiene vivo al pavo real, es una herramienta para diseminar indirectamente instrucciones para fabricar picos de pavo real. El abanico caudal o rueda del macho de pavo real es una herramienta para diseminar instrucciones para fabricar más ruedas de pavo real. Funciona resultando atractivo para las hembras de pavo real. Es bueno para hacer acopio de hembras de pavo real, mientras que el pico es bueno para hacer acopio de comida. Los machos con los abanicos más llamativos tendrán más descendientes que transmitirán copias de genes embellecedores del abanico. Ésta es la razón por la que las ruedas de los pavos reales son tan hermosas. El hecho de que también a nosotros nos resulten hermosas es un subproducto fortuito. El abanico del pavo real es un diseminador de genes que funciona a través de los ojos de las hembras de pavo real.
Las alas son herramientas para la dispersión de instrucciones genéticas para fabricar alas. En el caso del pavo real, tienen éxito como presentadores de genes especialmente cuando el ave es sorprendida por un depredador y emprende un rápido vuelo. Muchas plantas han desarrollado algo parecido a órganos de vuelo para sus semillas. A pesar de ello, la mayoría de gente encontraría inconveniente el uso de la palabra «volar», en sentido literal, para las plantas. Por lo visto las plantas no vuelan, y no poseen alas.
Pero, ¡un momento! Desde el punto de vista de la planta, no necesita alas propias si tiene alas de abeja o alas de mariposa que hagan el trabajo por ella. En realidad, no me importaría llamar alas vegetales a las alas de una abeja. A fin de cuentas, son órganos de vuelo que son utilizados por la planta para transportar su polen de una flor a otra. Las flores son herramientas para transmitir DNA de la planta a la siguiente generación. Funcionan como los abanicos caudales de los pavos reales, pero en lugar de atraer hembras de pavos reales atraen abejas. Aparte de eso, no hay ninguna diferencia. Del mismo modo que la rueda de un pavo real opera, indirectamente, sobre los músculos de las patas de la hembra, haciendo que ella camine hacia el macho y se aparee con él, así los colores y motivos de una flor, su perfume y su néctar, operan sobre las alas de abejas, mariposas y colibríes. Sus alas baten y transportan el polen de una flor a otra. Bien puede decirse que las alas de abeja son alas de flores, pues transportan los genes de las flores con tanta seguridad como transportan los genes de abeja.
El cuerpo del elefante no puede decir si está trabajando para diseminar DNA de elefante o DNA vírico, y las alas de las abejas no pueden decir si están trabajando para diseminar DNA de abeja o DNA de flor. De hecho, y dejando aparte casos excepcionales como el de las abejas engañadas que pierden el tiempo copulando con orquídeas, trabajan para diseminar ambos DNA. La diferencia entre DNA «propio» y DNA de polen, desde el punto de vista de la maquinaria ejecutiva de la abeja, no puede percibirse. Pavos reales y abejas, flores y elefantes, mantienen con respecto a su propio DNA una relación muy parecida a la que mantienen con el DNA de los virus parásitos que los infectan. El DNA vírico es un programa que dice: «Duplícame de una manera sencilla y directa, utilizando la maquinaria ya preparada de las células huésped». El DNA de elefante dice: «Duplícame de una manera más complicada y tortuosa que supone, primero, construir un elefante». El DNA de flor dice: «Duplícame de una manera todavía más compleja e indirecta: primero, construye una flor y, después, utiliza esta flor para manipular, mediante influencias indirectas, tales como un néctar seductor, las alas de una abeja (que ya ha sido construida convenientemente según las especificaciones de otro lote de DNA “propio” de la abeja) para que transporte lejos y a muchos lugares los granos de polen dentro de los cuales están las instrucciones de DNA mismas». Llegaremos de nuevo a esta conclusión, por otro camino, en el siguiente capítulo.

Richard Dawkins
Escalando el monte improbable
Metatemas

Nos encontramos aquí en los altos y al parecer inabordables riscos de un supuesto monte, el Monte Improbable. Sus cimas representan, para Richard Dawkins, la combinación de perfección e improbabilidad que cualquiera puede encontrar en los seres vivos. Desde la conjunción de fuerza y sensibilidad de la trompa de un elefante hasta el camuflaje vital de una hormiga escarabajo, el mundo viviente está poblado de criaturas que parecen milagrosamente «diseñadas» para la vida que llevan, criaturas todas ellas que parecen haber alcanzado su punto óptimo, la cúspide imposible.
Gracias a Dawkins comprobamos que estos complejos y brillantes rasgos no se han conseguido por casualidad —lo que equivaldría a escalar con un simple salto la cara escarpada, cortada a pico, de la montaña—, sino por una evolución acumulativa y gradual —que representa la pausada y larga senda que asciende a la cumbre—, infinitamente lenta para los parámetros de la historia humana. Para ello, Dawkins conduce al lector a través de los espectaculares paisajes montañosos del mundo natural y nos invita a visitar, por ejemplo, el fascinante mundo de las telas de araña o a contemplar los higos como si fueran un jardín para una concurridísima colonia de insectos.
Ya en sus libros anteriores, Richard Dawkins ha revelado la gloriosa variedad y la unidad que subyace en la vida sobre la Tierra. En Escalando el Monte Improbable contagia al lector su pasión por la interminable variedad y adaptabilidad de los genes y sus asombrosas consecuencias, ofreciéndonos una atractiva y erudita descripción de muy variados fenómenos biológicos para los que propone explicaciones sencillas.

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