El método americano del relevo de la guardia era asimismo característico de la joven nación. A las diez debía ser relevada la primera guardia, que se iba exactamente a esa hora, confiando en que al cabo de pocos minutos llegaría la nueva guardia. Encontré el puesto desierto, crucé la barrera e inmediatamente me interné en el pinar enmarañado que flanqueaba el camino a la derecha.

Como el único remedio contra la melancolía es la acción, resolví escaparme otra vez de mis enemigos. Antes de pudrirme en un campo de prisioneros —que era la suerte que me esperaba en cuanto el hospital fuera trasladado de York Town— prefería arrostrar toda clase de penurias y peligros en las selvas de América como hombre libre. Rumiando en mi mente este plan me presenté al día siguiente, 28 de noviembre, ante el jefe médico y renuncié a mi puesto en el Hospital General, haciéndole saber que me proponía ir a Winchester a reunirme con la tropa. Se me pagó el saldo de la paga que se me debía por mis servicios en el hospital, o sea cuarenta chelines, y entregué mi peluca y mis charreteras, vistiéndome con las ropas de un soldado que ese día había muerto a causa de una herida. Metí en mi mochila camisas, calcetines y otros artículos necesarios, así como también aproximadamente media libra de harina, un poco de carne seca y una botellita de ron; pero esto debía ser sólo una reserva para casos de emergencia. Luego reflexioné sobre la forma de burlar a los centinelas franceses y americanos que vigilaban las barreras en el camino que conducía al Norte. Sería una empresa difícil; pero comprobé que tanto la guardia francesa como la americana eran relevadas a las diez de la mañana, y llegué a la conclusión de que el momento más propicio para eludirlas sería durante el relevo, que distraería su atención.
Mi conclusión resultó acertada. Encontré a la guardia francesa, compuesta de hombres de Soissons que lucían magníficos adornos color de rosa, más atenta a la ceremonia y el despliegue del relevo de la guardia que a su misión primordial, o sea impedir la fuga de los prisioneros. Coloqué una manta alrededor de mi uniforme y me senté en la barrera, aparentando ser un inofensivo espectador. Mientras la primera guardia era inspeccionada por un oficial antes de su relevo, y la segunda era arengada por otro —habiéndose retirado ya el centinela de la primera y no estando apostado todavía el de la segunda—, bajé al otro lado de la barrera y me fui por el camino de Rappahannock.
El método americano del relevo de la guardia era asimismo característico de la joven nación. A las diez debía ser relevada la primera guardia, que se iba exactamente a esa hora, confiando en que al cabo de pocos minutos llegaría la nueva guardia. Encontré el puesto desierto, crucé la barrera e inmediatamente me interné en el pinar enmarañado que flanqueaba el camino a la derecha.

Robert Graves
Últimas aventuras del sargento Lamb

El díptico narrativo que forman Las aventuras del sargento Lamb y Últimas aventuras del sargento Lamb se ha convertido en el gran cicló novelesco sobre la guerra de Independencia de Estados Unidos.
Apoyándose en una ingente cantidad de crónicas de la época y de los textos del propio Lamb, Robert Graves, que al igual que éste sirvió en los Reales Fusileros Galeses, logró con esta obra ofrecer la más clara, ecuánime y emocionante explicación de cómo y por qué los americanos se separaron de la corona británica. Un fresco histórico de Norteamérica e Inglaterra a finales del siglo como sólo Graves podía escribirlo.
En esta segunda parte aparece el célebre relato de la batalla de Guildford (quizás el mayor desastre de esa guerra), considerado una de las mejores recreaciones literarias de una contienda bélica.

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